Viernes, 16 de febrero de 2007 | Hoy
EXPERIENCIAS
En la división del trabajo musical andino, la tradición indica que los varones se dedican a ejecutar los instrumentos y las mujeres a poner su voz. El código es fuerte, y hasta hubo intentos de dejarlo por escrito, pero la resistencia va creciendo, al amparo de la dedicación de mujeres charanguistas como las que hablan aquí.
Por Gimena Fuertes
En la tradición de la cultura andina, los hombres tocan y las mujeres cantan. Pero últimamente cada vez más mujeres se atreven a hacer vibrar las diez cuerdas del charango entre sus dedos, aunque en algunos ámbitos tradicionales la resistencia hacia las instrumentistas mujeres se hace sentir como una nota desafinada. Y sin embargo Adriana Lúbiz, Viviana Piñeiro y Laura Beltramini son ejemplos de cómo es posible ir ingresando de otro modo a la cultura popular del norte argentino, Bolivia y Perú, tan poco acostumbrada a ellas como para que el Congreso Nacional Boliviano de Charango –ámbito de discusión y legislación de la Sociedad Boliviana del Charango– tenga una cúpula compuesta sólo por hombres. Es más: durante las noches de congreso, en el Encuentro Internacional de Charanguistas, tocan delegaciones de todo el mundo, pero las mujeres escasean.
Adriana Lubiz tiene 40 años, es intérprete, compositora y docente de música. Tiene grabada en su cabeza la imagen del congreso de 2003 en el que, además de ella, vio interpretar sólo a tres mujeres más. “Estaban plantadas solas en medio de un escenario. Tres cholas frente a toda la resistencia del medio. Aceptan que participen, pero lo tenés que hacer a los codazos. La primera persona que me puso un charango en la mano fue una mujer: Ligia Aulita de Vázquez. Ella venía tocando y peleando. Eran los ’70. Tenías la imagen de Jaime Torres, Eduardo Falú, Ariel Ramírez.”
Sintió la discriminación cuando decidió tocar en público. “Me subí al escenario por primera vez con la cantante boliviana Roxana Sandoval. Tocábamos en todos lados, en lugares armados por nosotras, centros culturales, peñas bolivianas, en el Gran Buenos Aires... Una vez subimos con tres músicos varones. Después nos sentamos en una mesa y vinieron a saludar a la cantante, a los músicos varones y a mí me pasaron de largo. Estas cosas me han pasado un montón en distintos ámbitos, sobre todo en peñas más tradicionales, y en grandes festivales también, y cada vez que me pasaba una cosa así, pensaba que venía por el buen camino, que hay que seguir, y abrir con la idea de modificar ese resabio cultural.”
Miembro de la agrupación Charango Argentino, cree que ser mujer y charanguista representa una identidad unificada con la que hace frente a los obstáculos. Es optimista: “La resistencia se frena cuando se empieza a ver que una hace. En el momento en que producís, que generás, que estudiás, la resistencia se diluye, ya la historia es otra”.
Viviana Piñeiro tiene 38 años, es profesora de música e instrumentista. Nunca sintió rechazo por interpretar el charango: “Acá en Buenos Aires no pasa eso, no se siente resistencia como en lugares más tradicionales o más cerrados culturalmente”. Sin embargo, dice, los frenos que tuvo que vencer tienen que ver con el exiguo reconocimiento de la música popular. “De hecho, en el Congreso de la Nación, entre otras instituciones, existen orquestas sinfónicas de música clásica y no tienen de música de nuestro país”, reflexiona. Tardó años en encontrar este amor (“me enamoré plenamente del charango, para interpretarlo es necesario un contacto personal, un contacto amoroso, es como que una lo acuna”), antes pasó por estudios de música clásica en el sistema educativo formal hasta toparse con lo que hoy es el eje de su vida, porque la carrera de Folklore del Conservatorio tiene recién cinco años.
“Cuando terminé el secundario quería estudiar folklore y la única posibilidad que tenía para hacer música popular era la escuela de Avellaneda, y se me hacía difícil. En general, los conservatorios eran de música clásica, no había música popular. Estudiabas y te recibías de profesora para poder ejercer en las escuelas. Para estudiar el sikus, la quena o el charango tenías que ir a profesores particulares o a talleres.” Viviana y Adriana se encontraron en la escuela de Haedo (“ella es mi maestra, tengo el honor de tener maestra mujer”), y ahora integran –junto a dos compañeros– el cuarteto de cuerdas americanas La Trama.
Laura Beltramini tiene 28 años y es profesora de charango en una orquesta latinoamericana infantil del barrio El Tambo, en el partido de La Matanza. Sabe que su oficio despierta extrañeza. “Tocar el charango siempre me jugó a favor, pero desde lo exótico, desde lo excéntrico. Ser una mujer instrumentista les parece divertido y sorprendente. La gente primero te escucha con cierto prejuicio y después, cuando demostrás que lo que tocaste es resultado de mucho tiempo de estudio, a lo sumo te declaran su prejuicio previo.”
En 2005 recorrió Latinoamérica con su compañero, formaron un dúo de charango y guitarra, vivieron de la música tocando en bares y centros culturales. “Durante todo el viaje noté que llamaba la atención por ser una mujer instrumentista que tocaba en la calle, y no tuve la oportunidad de cruzarme y de intercambiar con otras mujeres instrumentistas, sólo vi cantantes. Recopilamos un montón de música de todos los países, desde lo más folklórico hasta la música de protesta, sobre todo en Centroamérica, donde hubo procesos revolucionarios y ¡son todos hombres! En la música con instrumentos típicos de cada país no hay mujeres, ¡lo juro!”, recalca Laura. En el Congreso Nacional de Charango de 1997, Rolando Goldman se opuso a la conclusión que declamaba que las mujeres no debían tocarlo. En 1999, él mismo llevó a Laura y a otras instrumentistas a dar un concierto en el Encuentro Internacional. “En el escenario fuimos nosotras las únicas mujeres. Las demás delegaciones de los otros países eran todos hombres.”
En 2006 comenzó con las orquestas infantiles (financiada por la Secretaría de Cultura de la Nación), donde se interpreta un repertorio folklórico latinoamericano. “El objetivo es que se armen orquestas en todo el país, se incluye la compra de instrumentos para prestar a los chicos, y esta orquesta está compuesta por charango, bombo legüero, sikus, quena, pincuyo. Es volver a que la población reconozca esos instrumentos como propios. En La Matanza hay mucha gente del interior del país, de Paraguay, Bolivia y Perú, y esta orquesta permite que los chicos se puedan plantar mejor frente a la familia. Si el chico aprende una cultura parecida a la de los padres, siente otra conexión”, cuenta Laura.
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