Viernes, 13 de septiembre de 2002 | Hoy
TENDENCIAS
Un programa de televisión insta a que gente del común cumpla sus fantasías, que sólo aparentemente implican un desnudo: lo que se huele es que la verdadera fantasía es verse producidos y fotografiados por expertos en belleza, y se comprueba que de ese modo todo cuerpo sale airoso. Como fuere, la democratización del desnudo permite conjeturar que el erotismo planea en otro lado: no en lo que se ve sino en lo que se deja entrever.
Por María Moreno
El hotelero gordito dijo
que su fantasía era la de ser un vampiro rockero. La panza no le preocupó
y cuando tuvo su portfolio habló de la experiencia como si ésta
hubiera tenido algo de extrasensorial. Un tal Patricio creyó que podía
inspirar terror y excitación si se ponía gorra de milico y sacaba
los ojos fuera de las órbitas como las personas que tienen problemas
de tiroides. Una chica llamada Coni se pensó como una diosa hippie que
busca con quien trincar en un prado florecido. Igual perdieron. El que ganó
fue Jorge, un morocho de buenos dientes y la malicia de los strippers de Golden.
El programa “Fantasías”, donde los fotógrafos Gabriel
Rocca y Andy Cherniavsky permiten que los del montón hagan de tops models,
tengan un portfolio y encima concursen para ganar, es un homenaje a la cosmética,
la iluminación y la puesta en escena. Al verlo, contrariamente a lo que
pudiera sospecharse, no se llega a la conclusión “qué linda
es la gente común” sino “qué vulgares deben ser los
modelos famosos”. Porque, al parecer, no importa la base: el producto fotogénico
es una cuestión de mano profesional.
Ahora que se ha vuelto tan democrático, ¿sigue siendo subversivo
el desnudo? Desde que se inventara el daguerrotipo, la historia de la fotografía
osciló entre la voluntad documental seria –científica, antropológica
y artística– y la ilusión de que las imágenes lujuriosas
se expandieran al máximo. En 1850, la policía londinense secuestró
60 fotografías de contenido “indecente”, adjetivo que aludía
a una serie de gordas vestidas de ninfas o de odaliscas que se apoyaban unas
en otras con expresión adormecida. En las tres primeras décadas
del siglo se produjeron en Francia 20 millones de postales de desnudos y una
cantidad no menor de acciones censoras tanto públicas como privadas.
La liberación de las costumbres y las mascaradas estéticas de
las poses insinuantes dejaron en libertad algunas desnudeces y condenaron otras.
En la Argentina ya han pasado décadas desde que Olga Zubarry mostrara
una espalda prolongada en El ángel desnudo. No hay actriz joven que no
se haya tentado con mostrar lo que tenía antes de que se cayera o luego
del retoque quirúrgico. Ahora, la tele ha dado la absolución al
desnudo. Lástima que la mayoría de la gente tenga tan poca imaginación
como para asociar “fantasías” a “fantasías sexuales”
y “fantasías sexuales” a desnudarse.
¿Desnudarlo todo?
El risus paschalis es un ritual religioso hoy reprimido por la Iglesia jerárquica
y renegada de la carne. Se practicaba hasta el siglo XVIII en Europa central
y consistía en que el sacerdote que oficiaba la misa hiciera reír
a los fieles blasfemando, imitando los gritos de los animales, simulando el
coito y contando chistes verdes. Para la investigadora María Caterina
Jacobelli, el risus paschalis es el fundamento teológico del placer sexual.
“¿Acaso el placer sexual, la formade placer más intensa y
extrema, no es el símbolo más adecuado para la resurrección
de Cristo?”, se pregunta. En plena calle Corrientes, Fernando Peña
hace un risus paschalis laico. Su espectáculo El niño muerto es
un conjuro a la muerte y un ceremonial de resurrección con la forma de
una autobiografía con público. El genio de Peña parece
pretender desnudarlo todo mientras él permanece en una bata de hospital
que sólo cambiará por un vestido blanco y otro color sangre. Su
cuerpo es narrado como objeto erótico, como estadios evolutivos sexuales
y como sede del sida. El espectáculo dura dos horas o dos horas y media,
de acuerdo con los morcilleos del artista y a su estado de ánimo del
día. Al público se le exige la paciencia de quien asiste a un
acontecimiento narrado en tiempo real o el respeto al tiempo ralentado de un
velorio. Porque el espectáculo amaga con terminar por lo menos cuatro
veces, pero Peña vuelve a improvisar sobre su propia muerte y el público
–a quien se le propone que se comporte casi como una nodriza gigante y
colectiva– tiene que quedarse. Pero no se aburre, acompaña a Peña
llevado por una muerte en forma de fauno o de novio, haciendo testamento desde
un video casero, monologando en el interior de un féretro instalado en
una verdulería o aludido por el testimonio de famosos como Jorge Rial
y Elizabeth Vernaci que se prestan al juego de hablar de él como si se
hubiera muerto. Si es verdad que el gran tabú moderno no es el sexo sino
la muerte, Peña se mete con ambos. Finge desnudarse totalmente permaneciendo
en bata. El coautor del concepto de El niño muerto, narrador y codirector,
es Ronnie Arias, ese pequeño Apolo calvo que hace de periodista deslenguado
en el programa “Kaos”. Para él, un desnudo es fundamentalmente
verbal. Pero de los otros, como que los hizo, los hizo.
–La primera vez que me desnudé fue en una Antígona que dirigía
Werner Schoereter. Yo hacía de Polinices y aparecía totalmente
desnudo. Cipe Lincovsky arengaba a Creonte y mientras tanto, sin que nadie se
diera cuenta, me estiraba la pija para ver hasta dónde daba. En otra
parte del espectáculo caminaba con portaligas, corset y tacos altos.
Pero a los dieciocho años ya había hecho un show donde aparecía
como Evita, con el tailleur y el rodete. El trajecito tenía un velcro
y de pronto me lo arrancaba (esto no lo pongas porque es de una maricona de
última). Cuando vino Spencer Tunik fui a la 9 de Julio con el resto de
la gente. Tenía un tapado negro y en un momento me lo abría. Fue
muy difícil porque no había clima. Y para desnudarte tiene que
haber un clima. Y ahí había hasta olor a vómito y a patas
porque mucha gente venía con la resaca de la disco. El desafío
era que yo aprovechara la escena para hacer mi propio show y no que me aprovecharan
a mí. Para “Kaos”. Todos me gritaban: “Ahí está
el pelado de ‘Kaos’, el puto”. Después, en el 13 me pincelaron
la pija.
–¿Es sensual desnudarse?
–No. Sensual es hurgar con las manos entre la ropa. Sensual es la teta
forzada que sale por un escote, la pija que se escapa de un calzoncillo.
–Lo que usted desnuda fácilmente es la lengua. Ha dicho “pija”
por lo menos tres veces.
–Sí, pero no soy esa loca desatada que aparece en la tele. Actúo.
Aunque no lo parezca, soy tímido. De la cintura para arriba. En esa parte
tengo vergüenza hasta de mí mismo. En mi casa me gusta andar en
ojotas y sin calzoncillo. Para estar cómodo, no para fashionar. Pero
siempre con camisa. Me gusta mi cuerpo, pero me da vergüenza mi panza.
–Pero usted no tiene panza.
–Tengo la panza que señala la edad. Peor, tengo la panza no del
que engorda sino del que se hincha.
En la entrada de la casa de Ronnie Arias hay un corazón enorme hecho
con decenas de flores de tela y, sobre la cabecera de su cama, la foto de dos
hombres fornidos con bigotazos, dos supuestos padres truchos de la estirpe de
las nuevas familias, aunque las fotos sean del siglo XIX. Cosas de estrella.
–Usted trabaja con alguien que desnuda su alma.
–Sí, y que tiene el alma muy larga. Claro que a Peña la gente
tendría que soportarle que su Niño muerto dure cinco horas.
–¿Qué opina del programa “Fantasías”?
–Que la luz es todo. Claro que ahora en la tele hay desnudos que son escrachos.
Como los de Flavia Miller.
–Si para desnudarse no hace falta ser una belleza, ¿qué hace
falta?
–Cierta armonía. Belleza es la enfermera gorda de El niño
muerto. Que tiene un cuerpo perfecto y no como esas anoréxicas con las
tetas como saquitos de té. Para desnudarse lo que importa es la actitud.
Tener el cuerpo trabajado, pero no en el gimnasio. Espalda derecha, pecho abierto
y la pera para adelante.
–O sea que estar encorvado no va.
–Depende. Está el encorvado de flaco francés que es muy sensual.
–¿El strip tease no le parece sensual?
–En un boliche puede ser excitante. Ahora, en una escena íntima
da risa. Imaginate que a mí ya me enfría que un amante se haya
hecho los claritos. Ni hablar de un strip tease. Uno se desnuda cuando ya no
queda otra. Lo de transgresor es un título.
La del trueno y las hojas
La Coca Sarli tiene el master en desnudo de la Argentina, aunque para ella desnudarse
haya sido una pesadilla. La primera vez que lo hizo fue sin querer. Armando
Bo le había prometido que para desnudarse en El trueno entre las hojas
la dejaría usar una malla color carne. Pero en el obraje de Fasardi no
había ni heladera. La Coca espió por el lente de 35 mm de la cámara
Super-Parbock –pesaba más que un hombre gordo– y se tranquilizó
cuando vio que la esposa del iluminador que estaba ahí nomás parecía
tener el tamaño de una muñeca Barbie. Ignorando que luego Armando
había agregado un zoom de 100 mm, se metió a nadar en el río
con su singular estilo: la cabeza inclinada hacia atrás, los labios entreabiertos
y húmedos al igual que ventosas chupadoras, las narinas de la nariz aleteantes
y esas tetas que parecen tener vida propia y con pezones como tetinas de mamadera.
Las tetas de la Coca son didácticas ya que, al verlas, más que
tomarlas como naturales –cosa que es imposible– hay que apreciarlas
por lo que simbolizan: los cabritos del Rey Salomón, las palomas del
Romanticismo, y hasta los perritos del general Perón, cuyos zapatos de
dos colores eran muy Armando Bo.
–Ahora se desnuda todo el mundo, pero cuando yo lo hice los únicos
que lo hacían eran los suecos. Me he desnudado en ríos, en cataratas,
en la nieve, en la selva. Armando decía que pronto iban a dar una película
que se llamara ¿Quién no se desnuda? Y que el acomodador del cine
también iba a estar desnudo. No vi “Fantasías”. Pero
que cada cual haga de su culo un pito, porque la vida es breve. Para mí,
desnudarme fue un suplicio. ¿Cómo que no lo sabe? ¿Usted
es nueva en el medio?
Desnudos posibles
Hace dos años, Gabriela Liffschitz fue sometida a una mastectomía.
Desobediente al imperativo de simetría y de que haya un modelo corporal
completo cuyo patrón debe seguirse a riesgo de quedar excluido del campo
erótico, Liffschitz se tomó fotografías que utilizan a
la faltante –así llama a esa parte de su cuerpo que se ha vuelto
protagonista– como un argumento visual que permite operar con la androginia,
con la ilusión óptica y las leyes estéticas del desnudo.
Así construyó su libro Recursos humanos, y trabaja en otro que
probablemente se llame Descabellado, que como el anterior incluye textos.
–Usted dice que de no haber existido la mastectomía, no se hubiera
desnudado.
–Nunca hubiera pensado que mi cuerpo podía, y necesitaba y esperaba
ser visto. Si no hubiese sido por la mastectomía que modificó
parte de mi geografía, jamás me hubiese desnudado ante una cámara,
o tal vez sí, pero nunca para hacerlo público. No hubiese tenido
sentido. Ahora lo tiene. Ahora es un acto político, ahora es necesario,
porque descubrí varias cosas debajo del seno, en el hueco que dejó
había mucho. Mucho de todo, pero me quedé esencialmente con mucho
para pensar y mucho para ver. Iluminar esta nueva instancia del cuerpo, sus
excursiones exóticas, creo, es poner en juego otra mirada o simplemente
poner a jugar la mía. Lo cierto es que ahora mi cuerpo tiene claramente
algo para decir. Sólo ahora tiene inscripto un relato que considero que
puede ser bueno publicar.
Lucrecia Capello se desnuda en La casa de Bernarda Alba bajo la dirección
de Vivi Tellas. El que hace es un desnudo edénico, libertario, de un
cuerpo maduro y espléndido, el de alguien que en la pieza de Lorca y
desde la irresponsabilidad de la demencia senil, escapa de la represión.
Ese desnudo surgió en una improvisación y fue una suerte de matoneada
benévola en un momento en que las jóvenes protagonistas amagaban
con un desnudo hasta que Lucrecia lo hizo efectivo.
–Ellas lo insinuaban y a mí se me ocurrió hacerlo. Fue espontáneo,
no sabía que iba a quedar en la obra. Eso fue una decisión de
Vivi. Yo siempre les digo a los jóvenes: para subirse a un escenario
hay que tener algo que decir, buena salud, ser valiente y generoso. Esa fue
la ocasión de probarlo. Si tengo que pensar en una palabra que sintetice
mi desnudo es agradecimiento. La gente me agradece a mí, no a mi cuerpo
que es el de una mujer grande. Un cuerpo con el que me he ido amigando (cuando
era adolescente había partes que no me gustaban). Un cuerpo que yo le
presto al personaje para que simbolice la libertad, por eso no siento que soy
yo la que se desnuda. Ahora, estoy segura de que es un desnudo que le hubiera
gustado mucho a Lorca, a Dalí, a Buñuel, a toda esa banda.
Por amor al arte
El prestigio mítico de las modelos de artistas creció en el París
del principio de siglo cuando en un edificio de la calle Grande Chaumière
un tal Colarossi alquiló talleres con modelos incluidas a precios razonables
y cierta privacidad. Desnudarse por amor al arte siempre fue un oficio con fama
de equívoco y si a menudo era ejercido por prostitutas, también
lo era por mujeres que aspiraban a explorar modos de la libertad. Pero, en 1917,
el desnudo seguía siendo ilegal, aun en los estilizados óleos
de Modigliani, donde los torsos de las modelos se alargaban hasta proponer la
gestal de la mujer moderna: senos pequeños, nada madonescos, y talle
atlético. En la galería de Berthe Weill, el 3 de diciembre, un
desnudo fue puesto preso por un comisario que exigió sacarlo de vidriera.
Lo que lo alarmaba no era ni los senos ni las caderas de la modelo sino los
pelos del pubis. Por suerte la más famosa modelo de Montparnasse, Kiki,
tenía muy poco vello, así que sus retratos circularon con cierta
soltura legal. Kiki fue la cara del modernismo como Man Ray fue su fotógrafo.
Las modelos de arte suelen hablar de sus desnudos con cierta escisión,
al modo en que Lucrecia Capello habla de “prestar el cuerpo”, como
si el desnudarse no pudiera contarse en primera persona. Teresa Arijón
es poeta, pero durante años ha trabajado como modelo de artistas, en
especial Juan Lescano, quien hizo que su imagen pasara las fronteras del país,
aunque ella no se reconozca del todo en ese cuerpo fornido y pálido con
ecos del siglo XIX.
–Parece absurdo, pero nunca me sentí desnuda. Desnudarse dentro
de un código no tiene nada que ver con el erotismo. Para posar, uno no
se desviste sino en el baño del que sale con una bata (es habitual que
en todos los talleres haya una). No hay nada que se parezca al desvestirse para
una situación erótica. Contrariamente a lo que se piensa, la desnudezde
la modelo pone distancia. Para mí es un trabajo que se parece bastante
al teatro. Hay que ser resistente, tener disciplina, buen carácter. Desnudarse
permite pensar en otra cosa. He escrito poemas mientras posaba, he hecho planes.
Creo que el artista o los artistas que te contratan te ven como a un objeto.
A veces se acercan para comprobar el juego de una articulación con otra
o para ver mejor el efecto de una luz.
–¿Entonces la desnudez no facilita un acercamiento personal?
–Sé que hubo contratos que terminaron con una propuesta de prostitución.
Hay un pintor que pintó a su modelo y a sí mismo con una erección,
pero eso es para hacer corre el mito. En la práctica, los estudiantes
de bellas artes necesitan trabajar con modelos vivos. No creo que ningún
sátiro se tome el trabajo de ponerse a aprender a pintar para tener la
oportunidad de ver a una mujer desnuda.
–Su imagen anda por el mundo. ¿Eso satisface su exhibicionismo?
–Es algo que me tiene sin cuidado.
–Pero está contenta con su cuerpo.
–Salvo por el paso del tiempo, que acepto, sí. Pero tengo claro
que no es el cuerpo de una modelo de moda. La modelo de pintor o de escultor
tiene otros parámetros. En general se busca un cuerpo con formas definidas
y que en algunas poses permita ver los huesos.
–Usted es tímida, muy pudorosa. ¿Qué lugar ocupa el
desnudo en su vida cotidiana?
–Ninguno. Y eso no es una contradicción. Podría decir que
conocer a alguien empezando de la desnudez es casi una manera de no terminar
desvistiéndose. Y si me involucrara con el artista, podría decir:
“Que me haya visto desnuda no quiere decir que me conozca desnuda”.
Con razón Man Ray, cuando quiso tirarse un lance con Kiki, le ordenó
vestirse y la invitó a tomar un café en el bar de la esquina.
Es que el desnudo no dice nada en sí mismo. Un fetichista sabe algo que
el nudista no sabe: que lo que calienta es una parte y no el todo, lo que se
entrevé y no lo que se ve. Por eso al desnudo para gozarlo hay que vestirlo
con algo: con razones profilácticas, higienistas, pacifistas, críticas.
Nada más inocente que el cuerpo de John y Yoko en la cama pidiendo por
la paz ni más terrorífico que los cuerpos desnudos y apilados
que aparecen en las fotografías de campos de concentración. Pasar
del otro lado de la pantalla en cueros pero producidos hoy parece una inocentada
en comparación a los tiempos en que el censor medía con un centímetro
la tuniquita que la Coca Sarli usaría en la película India –la
probaba sobre una fotografía gigante e inexorablemente le bajaba el ruedo–.
Pero, eso sí, ninguno de los concursantes de “Fantasías”
logrará seguramente poner en su rostro esa expresión inimitable
de la Coca cuando se desnudaba: de una vergüenza, de un desasosiego y una
culpa tales que no podía más que convertir a su dueña en
el emblema mismo del pecado.
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