Viernes, 26 de octubre de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Con la excusa de imponer una nueva gobernabilidad en la ciudad de Buenos Aires, ya se advierten signos de endurecimiento en el trato hacia quienes realizan trabajos informales en la calle. Las cartoneras –primer eslabón de una cadena de producción que termina en grandes empresas recicladoras– lo saben y por eso, en tanto delegadas reconocidas, extreman esa tarea de “cuidado” sobre los suyos y los elementos de trabajo –desde los trenes blancos hasta los carros–, como una forma de dar batalla a cielo abierto contra la amenaza a su fuente de ingresos. Pero estas tareas, como siempre, se suman a otras y afianzan también un rol femenino tradicional del que no pueden desprenderse.
Por Verónica Gago
Espera a que los chicos vuelvan de la escuela y, pasadas las cuatro de la tarde, el mate está preparado y el carro listo para salir. Norma Flores –más conocida como Noni– camina unas seis cuadras, las que separan su casa de la estación de tren de José León Suárez, el municipio bonaerense con basurales históricos. Una vez allí, ella junto a otras mujeres –son tres las delegadas de este ramal del “tren blanco”– organizan cada detalle: que suban todos los carros a los escasos vagones, que los pibes no tiren basura a los andenes, “que se rescaten”, y que cada quien que sale diariamente a cartonear tenga el abono que debe pagar a la empresa privatizada TBA (Trenes Buenos Aires): “No les queremos dar excusas para que nos saquen el tren”, explica Norma mientras anota en su libretita los diez pesos con cincuenta que cada quien debe desembolsar por quincena. La máquina arranca y va desparramando carros y gente por la seguidilla de estaciones porteñas que son la puerta de entrada a barrios lo suficientemente satisfechos como para que su basura dé de comer, a través del cirujeo y el reciclado, a otras cientos de familias. Finalmente esa recolección manual y cansadora también será materia prima barata de grandes empresas. Esta rutina se repite seis veces a la semana, en tres turnos diarios que trasladan más de seiscientas personas sólo en esta línea que desemboca en Retiro. La calle es el lugar de trabajo, de aprovisionamiento y de visibilización pública para estas cientos de mujeres, hombres y adolescentes, pero también el espacio donde dar la batalla ante los primeros signos de que –en nombre de una nueva gobernabilidad– se pretende endurecer las leyes para restringir el tránsito cartonero por Buenos Aires y así confinar en sus villas y asentamientos a quienes viven más allá de la General Paz.
Hace poco más de un mes se suspendió el tren blanco que iba de Once a Moreno (línea Sarmiento) que, como todos estos trenes cartoneros, había nacido tras el colapso de 2001. La empresa TBA, en diversas declaraciones de prensa, argumentó que el momento de crisis ya pasó y que debe reincorporar esas formaciones a los trenes de pasajeros. En la línea Retiro-Suárez (la primera en tener un tren cartonero), la misma empresa retiró un vagón hace algunas semanas: hoy quedan sólo cuatro. Los efectos de recuperación económica con relación a 2001 que TBA constata no son igualmente percibidos y vividos desde los asentamientos Independencia, Villa La Cárcova o Villa Hidalgo, que pueblan José León Suárez. “Sí, hay algunas changas más para nuestros maridos, pero si no salimos a cartonear no llegamos a cubrir lo básico”, sintetiza Norma. TBA propone cambiar los vagones por camiones, “pero a los camiones las mujeres grandes, por ejemplo, no pueden subir. Y acá ves que hay varias”, advierte otra de las cartoneras que acaba de descender del tren en la estación Carranza, al borde de los pudientes barrios de Palermo y Belgrano. Ese tren que TBA cobra como si se tratara de un servicio más tiene los pisos rotos, se queda completamente oscuro si no es por la luz del día y está enrejado por completo. Cuando llega a la estación, los guardas y policías –que hasta entonces custodiaban el andén– desaparecen. “¿Viste cómo se van todos cuando llegamos?”, preguntan las mujeres que se ríen de su capacidad de espantar a los agentes del orden.
“Nos quieren cortar la vida”, se indigna Norma cuando comenta el miedo de todas y todos a que sigan eliminando trenes cartoneros. Las delegadas –además de Norma, Lidia y Gabina, encargadas de tareas organizativas y vinculares con cartoneras y cartoneros y de comunicación con la empresa y el gobierno– han preparado cartas para el presidente Néstor Kirchner y para las autoridades de la Ciudad de Buenos Aires, reclamando que no les quiten sus herramientas de trabajo, sus medios de vida: “Nosotras no queremos un plan, con 150 pesos por mes no alcanza para nada”.
Mientras Noelia, su hija adolescente, la acompaña paso a paso por las calles de Belgrano sin dejar de prestar atención a su celular, Norma explica la economía que comparten como mujeres, a la vez amas de casa y cartoneras: “Sacamos entre 100 y 120 pesos por semana por la venta del cartón. A mí, concretamente, esa plata me permite comprar mercadería y carne para comer todos los días. Además, las cosas que encontramos también nos ayudan a bajar los gastos: a veces nos dan un poco de verdura o nos regalan ropa”.
La jornada laboral no termina, sin embargo, en el tiempo de viaje y cartoneo. Cada mañana, la clasificación de lo recolectado –que la mayoría de estas mujeres acopia en su propia casa hasta venderlo– lleva varias horas. “Después limpio, preparo el almuerzo pensando en que quede comida para la noche, llevo a los chicos a la escuela y, cuando me quiero acordar, ya me tengo que preparar para salir”, confiesa.
Hace diez años –hoy tiene 40– que Norma es cartonera. “Empecé con un carrito de supermercado. Las primeras veces me perdía, no me orientaba hacia dónde ir. Mi marido, que es albañil, se había quedado sin trabajo y no sabíamos qué hacer. Pero él no se animaba a venir al principio. Otras veces vino, pero se cansaba y lo tenía que terminar subiendo también al carro”, dice mientras se ríe, irónica de su demostración de fuerza. Con cinco hijos, tres viviendo con ella y dos criándose con parientes en el Norte, al mes de su última cesárea ya salía a cartonear. “Tenía que comprar pañales”, justifica en pocas palabras. “Pero realmente fue hace seis años cuando esto se llenó de gente y, con la crisis de diciembre de 2001, estalló.”
Fue en aquella época que necesitaron empezar a organizarse: desde el barrio mismo hasta el traslado cotidiano a la Capital, para coordinar la venta de lo cartoneado, afrontar las crisis familiares y construir un modo de relacionarse con los vecinos porteños. Todo cabe desde entonces en las tareas políticas, afectivas y organizativas de estas mujeres que se hicieron fuertes caminando horas y horas en una ciudad al principio esquiva y extraña. “Primero viajábamos en tren común, pero molestábamos a los pasajeros con nuestros carros. Finalmente éramos tantos que nos tuvieron que poner un tren especial. Nosotros mismos lo acondicionamos: le quitamos los asientos para que pudiesen entrar carros y personas. No los destrozamos como quisieron insinuar desde la empresa, simplemente los hicimos funcionales a lo que nosotros necesitábamos.”
Los carros con que cada una carga lo recolectado tienen colgados souvenirs que se destacan como identificaciones personales: un zapatito, un chupete, cordones de colores... Miden un metro veinte, pero cuando están cargados sobrepasan la altura de quien lo lleva. Hoy, comprar uno cuesta cien pesos aproximadamente y logran cargar entre 100 y 200 kilos. Ese es el peso que muchas veces Norma y sus compañeras arrastran, solas o ayudadas por sus hijas e hijos. “El dolor de espalda lo sentís al otro día”, coinciden todas. Y es que convertirse en cartoneras les exigió a estas mujeres –algunas casi niñas– entrenar su cuerpo para arrastrar una carga enorme, aguantar caminatas de largas horas y adquirir una percepción y vigilancia nuevas para detectar en bolsas de basura lo que puede ser reutilizado.
Débora Gorbán, politóloga de la Universidad Nacional de Rosario e investigadora del CEIL-Piette, hace años que estudia la organización de cartoneras y cartoneros en Buenos Aires, con especial atención a los modos de politización que esta experiencia ha ido conquistando. “Llevar o no llevar a los hijos a la ciudad es un problema para casi todas las madres cartoneras. Por un lado, no quieren que estén en la calle pidiendo o caminando con ellas durante la noche, pero al mismo tiempo muchas no tienen con quién dejarlos en el barrio. Es por esta necesidad que hace cuatro años, gracias a la iniciativa de las delegadas de la Cárcova (José León Suárez), existe una guardería nocturna para los hijos e hijas de las madres y padres cartoneros. Si bien existen quejas y dificultades con respecto al funcionamiento actual de la guardería, en este caso un problema individual fue colectivizado, construyendo así una solución que no se limita a las posibilidades con las que cada mujer cuenta en su hogar. Esta iniciativa está fuertemente ligada a la práctica del ‘rol’ de delegadas que llevan adelante las mujeres. En efecto, para muchos cartoneros y cartoneras la guardería es percibida como una ‘conquista de las delegadas’”, apunta Gorbán.
Norma insiste con que ellas han construido un respeto en los barrios a fuerza de trabajo cotidiano y que de ahí proviene la posibilidad de hacer que los pibes y pibas de sus barrios “se rescaten”. Y ese “rescate” de las y los adolescentes es una de las tareas de mayor densidad política de estas mujeres, que ninguna dinámica política tradicional –punteros, partidos políticos, etc.– o instancia estatal –asistencia social, etc.– logra realizar a pesar de ser el latiguillo de moda de todos los discursos de campaña electoral. Esta dimensión político-organizativa que despliegan las delegadas se vincula con las tareas de cuidado ligadas históricamente a las mujeres, dando lugar a un modo de trabajo social que no es reconocido, ni remunerado.
“Las tareas principales que desarrollan como delegadas en las estaciones y en los furgones tienen que ver con el ‘cuidado’ del tren como espacio de trabajo. Cuando interrogamos a las delegadas y a otras mujeres y varones cartoneras y cartoneros sobre las funciones que cumplen ellas –explica Gorbán–, se repetían las referencias al ‘cuidado’, ‘orden’, ‘tranquilizar a los pibes’, ‘hacer los reclamos’, ‘cuidar que los chicos no fumen’, ‘que no se peleen’, ‘que el tren esté en condiciones para que nadie se lastime’, ‘cuidar que no se porten mal’, ‘acomodar las carretas (...) decirle a la gente que acomode’. Es decir, cuidar el tren se asemeja a las tareas de ‘cuidados’ del hogar.”
A la hora de evaluar este modo de trabajo, agrega la politóloga, “podríamos decir que la inserción de estas mujeres en la esfera pública no trajo necesariamente un cambio de tareas con el hombre sino que implicó una suma de tareas para la mujer, generando un desdoblamiento hogar/calle, esfera privada/esfera pública. Sin embargo, aun cuando consideramos que este desdoblamiento existe, creemos que también existe otra significación asociada a esta nueva responsabilidad de estas mujeres, madres, cartoneras, que en parte estaría indicando cierta ‘publicidad’ de sus responsabilidades. Porque, efectivamente, las responsabilidades asumidas por estas mujeres son vividas por ellas y vistas por los demás como tareas necesarias e importantes para el funcionamiento del tren”.
En las entrevistas en profundidad realizadas por Gorbán –de las que se fue desprendiendo una relación de confianza y amistad con estas mujeres, que continúa en trabajos en talleres y en acompañamientos concretos– queda claro que para las delegadas y el resto de las mujeres cartoneras su tarea política se diferencia claramente de los modos con que los referentes de los partidos políticos construyen y logran reconocimiento en esos mismos barrios. Aun así puede decirse que no ha sido fácil que las y los cartoneras/os (fue el empleo informal que más creció entre 1998 y 2002 y se estima que en ese año uno/as 30.000 cartonera/os llegaban diariamente a la Capital) sean percibidos socialmente como parte de un conjunto de nuevos modos de politización. Sin embargo, en el auge de la crisis y la movilización social, lograron crear alianzas con distintas asambleas barriales y en algunos casos puntuales con movimientos de desocupados. Hoy –cuando vuelve a discutirse bajo el lenguaje de la seguridad qué tipo de tránsito será o no autorizado en la Ciudad–, los cartoneros emergen nuevamente como una (entre otras) de las figuras cuestionadas por su modo de ocupar la calle.
La recolección y el tratamiento de la basura tienen una historia ligada a las políticas urbanas. La última etapa comienza con la reforma introducida en 1977, durante la última dictadura militar. En este contexto se conforma el Ceamse (Cinturón Ecológico Area Metropolitana Sociedad del Estado), por medio de una ley de autoría del entonces intendente de la dictadura, Osvaldo Cacciatore, que se proponía “desterrar el problema social del cirujeo, natural consecuencia de los basurales a cielo abierto y del abandono de las técnicas de la incineración de residuos”. La creación de espacios de relleno sanitario implicó entonces la expropiación de muchos terrenos, entre ellos los ocupados por quinteros de las zonas de Quilmes y Avellaneda, y de las villas localizadas en lo que hoy es el Cinturón Ecológico. Gorbán apunta en su investigación que “esta nueva forma de gestión de los residuos implicó al mismo tiempo un proceso de valorización simbólica y económica de la Capital Federal. Se trasladaba el problema de la disposición de los residuos al Conurbano bonaerense, produciendo por consecuencia una situación desventajosa para los municipios donde se instalaron dichos rellenos. Esto también significó el traslado de numerosas villas de emergencias tras los límites de la ciudad, respondiendo a una política de ‘expulsión y ocultamiento de la pobreza’, que fue viabilizada a partir de las erradicaciones de villas miseria y la ‘recuperación’ de esos espacios como parques, plazas, autopistas o ‘espacios verdes’. Esta ‘masiva expulsión’ era justificada señalando que ‘dicha población carecía de las condiciones de salubridad e higiene compatibles con la vida urbana’”.
La crisis de 2001 y la emergencia de nuevos movimientos sociales vuelve a ser un punto de inflexión: entonces se pusieron en discusión los nuevos pliegos licitatorios para el servicio de recolección (hoy ya aprobados), en un debate que involucró a miembros de las asambleas barriales, vecinos, ONG ambientalistas y organizaciones cartoneras. “De todas formas, las discusiones y polémicas en torno de este nuevo pliego de licitación fueron muchas. Distintos organismos y actores, como asambleas barriales y cartoneros, se oponían fuertemente a un contrato que, de acuerdo con lo que ellos mismos nos comentaban, va en contra de la reciente ley 992 del gobierno de la Ciudad que permite el trabajo de los cartoneros. Según ellos, dicho pliego desconoce la figura y el papel de los cartoneros en el proceso de recolección de residuos, al tiempo que propone la recolección diferenciada, negándoles el pago de la misma a los recuperadores que ya realizan esta actividad.” De la investigación de Gorbán se desprende que la reciente ley 992, “que tiene como objetivo regular la actividad de los cartoneros, incorporándolos como sujetos de derecho” y que anula la ordenanza del gobierno militar que prohibía el cirujeo, así como otras iniciativas institucionales sobre sus tareas (campañas de higiene, centros de reciclado, cambios en el tratamiento de residuos, etc.), fue un cambio en las políticas públicas forzado por la aparición de las/os cartonera/os junto a una red de experiencias sociales emergentes de la movilización de 2001.
El circuito económico que empieza en los recorridos diarios y cansadores de los cartoneros es el inicio de una cadena bien amplia. Esa recolección, que cuenta con la colaboración de muchos vecina/os y porteros que guardan y separan el papel, está organizada por zonas, con un sistema propio de relevos –“cuando alguna se enferma, ya está pautado quién la reemplaza y hace su recorrido”, apunta una de las cartoneras más jóvenes–, y luego de una primera clasificación es vendida a acopiadores pequeños y medianos. Finalmente, el material es comprado por grandes empresas. “El proceso de reciclado técnicamente hablando es el que realiza la transformación industrial”, asegura Santiago Solda, de la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable del gobierno porteño. Y agrega: “Hay casi tres instancias de mediaciones que son pequeños y medianos acopiadores y revendedores que están entre los cartoneros y las empresas”.
Las empresas que adquieren ese material son, por ejemplo, Papelera del Plata, que tiene un grupo especial en Wilde que se ocupa de reciclaje. Institucionalmente la empresa informa que esta división “se encarga de clasificar, organizar y despachar (el material) hacia Zárate para su consumo en las máquinas papeleras de la principal planta de la empresa”. Otras papeleras son Papelera Celulosa, Bornhauser SA y Papelera Entre Ríos. Están también las firmas que hacen lo propio con el aluminio (Sicamar Metales SA, Metal Veneta SA, etc.) y el plástico (Mexcom SRL, Soundplast, etcétera). Solda aclara que este circuito tiene vigencia sobre todo desde que “se valorizó el precio del papel usado porque antes era más barato importar”.
Como efecto de la devaluación, el precio del papel se triplicó y las papeleras se dedicaron a la compra de desechos de papel para reciclar, por lo que aprovechan de manera directa esa recolección manual y paciente de los cartoneros que cada día recorren la Ciudad de Buenos Aires. Y que, como Norma, Noelia y tantas otras, vuelven a su casa a la medianoche, con el carro tan cargado que no se las ve, recorriendo lentamente las cuadras que separan su casa de la estación de tren cercana a los basurales históricos de José León Suárez.
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