Viernes, 2 de noviembre de 2007 | Hoy
RESCATES
A tono con los tiempos políticos nacionales e internacionales, apareció en el mercado editorial una biografía de la emperatriz Wu, una estadista china alabada –curiosamente– tanto por feministas como comunistas por su espíritu igualitario y por ejercer una sexualidad liberada de imposiciones, entre varias razones que también sirven para denostarla. Una figura más para quienes están a la caza de iconos femeninos que puedan explicar cómo es que las mujeres llegan al poder.
Por Liliana Viola
Dos mujeres se disputaban la presidencia de la Argentina. Uno de los tantos e idénticos informes televisivos restaba dramatismo ubicando a la dupla en su contexto histórico. Las imágenes se remontaron hasta Cleopatra y llegaron hasta Bachelet. El locutor al final sacaba la conclusión siguiente: “Ya no caben dudas de que este fenómeno de las mujeres en el poder va en aumento y todo indica que no habrá manera de detenerlo”. A pesar de su pretensión políticamente correcta, tolerante y sobre todo moderna, esa voz estaba repitiendo casi textual el legado de un viejo sabio chino. “Las mujeres son para problema” sería la traducción criolla de una de las máximas que Confucio transmitió a discípulos, estadistas y padres de familia en su Libro de la historia. Con esta Biblia de la excelencia política alertaba sobre lo que ya se temía: la influencia incontrolable de las mujeres cuando se acercan al poder. Y si son lindas, peor.
“El universo avanza hacia la armonía, siempre y cuando se respete el orden que impone a la mujer un lugar subalterno.” Se cuenta que el mismo Confucio renunció a un cargo movido por el respeto que sentía hacia la influencia femenina. Convencido de que un grupo de bailarinas recién llegadas era en verdad un equipo de espías enviadas por el enemigo, y convencido además de que estaban envenenando los oídos del emperador en su contra, se fue del palacio sin que lo echaran. Pero antes dejó escrito: “La lengua de una mujer puede costarle al hombre su puesto, las palabras de una mujer, pueden costarle la vida”.
Los informes que ubicaron a las candidatas nacionales en una lista de iconos se olvidaron de nombrar a la emperatriz más famosa de China, la bella Wu, que nació en el año 625 y que llegó a reinar más allá de sus maridos emperadores, que fue convertida en diosa viviente y que hizo temblar a todos los que recordaban no sólo las palabras sino todavía la voz del sabio Confucio cuando advertía: “La gallina no anuncia el alba, el cacareo de una gallina al amanecer indica una subversión de la familia”.
Una de las primeras medidas que tomó Wu cuando llegó al poder fue la de imponer el budismo, religión foránea que distorsionó a su medida y con la cual, curiosamente, logró desplazar la religión oficial, el confucionismo.
La leyenda dice que entre todos los presagios que acompañaron la llegada de Wu a aquel mundo se destaca el episodio de un campesino que reportó a las autoridades de su pueblo –por la misma época en que la emperatriz Wu se quedaba con el poder luego de haberlo detentado a la sombra de sus maridos emperadores y de sus hijos inútiles o mudos– que de la noche a la mañana, una de las gallinas de su corral cambió de sexo.
Hace muy poco apareció en librerías Wu. La emperatriz china que intrigó, sedujo y asesinó para convertirse en un dios viviente, el último libro de Jonathan Clement –autor también de una biografía de Confucio y otra sobre el primer emperador de la China–. Es un intento de atrapar con las armas de la investigación histórica a un personaje escurridizo, denostado por los cronistas de su época: por intrigante, asesina, implacable con sus enemigos, capaz de matar a su recién nacida para acusar injustamente y desplazar a su rival. Aunque no se le haya podido negar el haber propiciado una de las mayores épocas de esplendor de su imperio.
Como en el mito y en los fragmentarios poemas que han quedado de Safo, lo más interesante está en lo que no se sabe y en lo que jamás se sabrá. El personaje huye amparado por los 15 siglos que la separan del presente y por el ímpetu que le dieron los numerosos textos de ficción, series y películas basadas en su figura. Del siglo XVI datan los primeros relatos que en el XX, con el auge de una literatura confesional femenina hicieron de ella una especie de cenicienta medieval, obligada por una familia poderosa a salir adelante en un mundo de intrigas. Sólo un ejemplo de su poder de inspiración: hace unos diez años, el director chino, Zhang Yimou –La linterna roja (1991), Keep cool (1997) o El camino a casa (1999)– encargó a seis escritores chinos un guión sobre Wu Zetian. A la hora de filmar La maldición de la flor dorada desechó estos seis trabajos que los respectivos autores convirtieron en novelas y el público en best sellers.
Entre las certezas figura que Wu actuó como actuó en el marco de la dinastía Tang, época de oro para la cultura y para las mujeres cuando el beneficio de la inmigración y los matrimonios mixtos dieron un espacio para costumbres atípicas que incluían gran libertad para ellas. Llegó al palacio como una más de las 122 concubinas del emperador, se convirtió en su favorita, desplazó a la emperatriz, y antes de que su marido muriera ella ya había conquistado a su primogénito con quien también se casó.
Según los criterios de la época, era una mujer sexualmente liberada, capaz de un acto sexual que ninguna mujer se atrevía a intentar entonces, algo innombrable a juzgar por todas las variedades que se consideraban entonces apropiadas, Clement sospecha que enloquecía a sus maridos apelando a la antinatural práctica de la monogamia. El emperador adoraba estar solo con ella. Otro dato que avala esta hipótesis: su poder disminuía cuando estaba embarazada.
Cuando ya había cumplido los 80 años y gobernaba por su propio nombre sin necesidad de esconderse tras maridos o herederos de sangre, se le criticaba esa costumbre, tan propia de emperador, de mantener una corte de jóvenes a su disposición. No se detuvo, vivió tan largos años convencida de que el secreto de su longevidad residía en sus múltiples exposiciones a la esencia masculina yang.
Wu, que a punto de morir y con todo lo que había hecho en este mundo abandonó el budismo por miedo a reencarnarse. Wu no quería ser el personaje que la justicia superior le deparaba. No importa, resucitó en sus más esquemáticas versiones. Ha sido rehabilitada por “ismos” diferentes y hasta opuestos. La alabaron como figura ejemplar los comunistas, una versión ligera del feminismo en el siglo XIX la pintó libre, déspota y alcoholizada, más tarde se la alzó como emblema de la liberación de la mujer, responsable de establecer un sistema igualitario, a su vez, las alabanzas comunistas provocaron la reacción de los republicanos chinos que la calificaron como una entre los más tremendos asesinos de masas.
Por estos días, una biografía de Hillary Clinton publicada en China lleva como título La emperatriz Wu en la Casa Blanca. ¿Será un elogio o una condena? ¿O será solamente un título vendedor? Definitivamente, Wu pudo haber figurado como una de las extrañas criaturas en la nota sobre las candidatas argentinas. Porque como decía el locutor, “las mujeres en el poder” es un fenómeno que avanza. Pero también es verdad que, por ahora, la costumbre de hacer listas de “casos” femeninos, piezas de un museo o de un zoológico, se trata de un fenómeno difícil de detener.
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