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Viernes, 21 de diciembre de 2007

RESISTENCIAS

Hacedoras de puentes

En estos días, una muestra de fotos y el segundo festival de poesía en la cárcel permitieron que mujeres de distintas unidades penales (algunas en proceso de recuperar su libertad, otras en cumplimiento de condena) tendieran lazos propios entre el adentro y el afuera. En ambos casos, ellas fueron las protagonistas: como fotógrafas y escritoras.

 Por Soledad Vallejos

Dejar un lugar y regresar al cabo de un tiempo es inaugurar algo completamente distinto; puede haber algún intento de continuidad, pero las personas que vuelven, como las que se quedaron, ya no son las mismas; tampoco lo es el mundo. Eso plantea una de las mujeres que hace unos días volvió de visita al penal en el que pasó parte de su vida. La poeta Silvia Elena Machado, que hace diez meses abandonó la Unidad Penitenciaria 31, de Ezeiza, dice: “Hay que tener muy claro, muy presente, que esa foto con la que vos ingresás, esa imagen que tenés en tu cabeza, con el tiempo va quedando en sepia. Es el pasado. Cuando volvés no tenés nada de eso, porque hay una dinámica y vos ya no estás incluida. Tenés que ir logrando tu espacio, tu presencia, y para eso lo tenés que hacer desde la cárcel misma: tenés que generar cosas desde ahí, porque fuera se torna más difícil”. El razonamiento que construye, casualmente, anuda dos de las iniciativas que en este fin de año mostraron la tenue, ardua línea que separa la vida en la cárcel y la vida fuera de ella. Por un lado, en un espacio tan particularmente vital como el C. C. Ricardo Rojas, late la mirada luminosa de Desde adentro, la exposición de los talleres de fotografía protagonizados por mujeres de la U. 3 de Ezeiza y varones del Servicio Psiquiátrico de la U. 20. Por el otro, y dentro mismo de la U. 31, de Ezeiza, horas de palabras, acciones y encuentros dieron testimonio de que el 2º Festival de poesía “Yo no fui” no fue más que el resultado de un trabajo tan intenso, tan sostenido en el tiempo y tan productivo que una jornada, tal vez, resulte breve. Pero de cualquier manera las fotos y las poesías son, existen, y detrás de ellas respiran las vidas que construyen sus propios puentes.

Un momento del Festival de Poesía “Yo no fui”, en la Unidad 31 de Ezeiza. Foto: Juana Ghersa

Ojos bien abiertos

“Las chicas estaban como cenicientas, pendientes de la hora. Tenían que estar de vuelta en el penal a las 23. ¡Pero estaban tan contentas y orgullosas! Las que no tienen salida transitoria vinieron con un camioncito, y ahí estaba la custodia, también celebrando la inauguración.” Esas son algunas de las postales que la fotógrafa Adriana Lestido atesora de la noche en que empezó Desde adentro, la muestra en la que (hasta hoy) puede verse qué mundos crearon mujeres de la Unidad 3 de Ezeiza y varones del Servicio Psiquiátrico de la Unidad 20. Como parte de programa de políticas culturales en cárceles federales, que organiza la Subsecretaría de Asuntos Penitenciarios de Ministerio de Justicia y Derechos Humanos nacional, a fines de agosto ella comenzó a frecuentar la unidad de mujeres, mientras que Paula Harrington y Alejandra Marín hicieron lo propio con el servicio de varones. Aunque los materiales eran distintos (Lestido trabajaría con cámaras digitales, Harrington y Marín con fotogramas y fotografía estenopeica), el objetivo era el mismo: poner al alcance de internas e internos, en la mayoría de los casos por primera vez, la posibilidad de reencontrarse con la imagen y crear a partir de ella un relato propio. “La consigna era el pasaje a la libertad, porque todas estaban próximas a salir cuando empezamos —explica Lestido—. Cada una podía contar lo quisiera, la vida en la cárcel, las salidas, pero era fundamental que trataran de contar con imágenes una pequeña historia muy cercana a ellas.”

Una de las mujeres del taller nunca había sacado fotos, la mayoría no había visto una cámara digital, pero más que las dificultades del aprendizaje lo que Lestido recuerda fue la voracidad feliz con que las doce participantes tomaron cuanto se les ofrecía. En los primeros encuentros, ella compartió trabajos que admira: Nan Goldin (“flashearon con Goldin”), Josef Koudelka (“tiene un trabajo sobre los gitanos que les encantó”), Julian Germain, Claudia Andujar, Evgen Bavcar... “Veía cómo absorbían todo”, pero el impacto llegó de una manera inesperada, cuando mostró Madres e hijas, un ensayo propio que realizó años atrás con mujeres presas en la cárcel de Los Hornos. “En general, el clima era de quilombo, pero ese día se concentraron. Había una concentración y un silencio impresionantes. Y reconocieron a una de las presas. Mi trabajo había sido en otra Unidad, no sé qué pasó con ella, cómo salió de ahí y volvió a entrar en este otro penal, pero la reconocieron.” Estimuladas por esas miradas, enseñadas a manejar las cámaras digitales que llegaban a sus manos una vez a la semana, el mismo día del taller, las mujeres podían elegir qué otras imágenes apropiarse: escenas de la huerta de la cárcel, o de los talleres en los que trabajaban, momentos de las salidas transitorias cuando comenzaron a tenerlas, fragmentos de puertas adentro. Al terminar, Lestido se llevaba las memorias de las cámaras, las descargaba, las imprimía y regresaba con ellas, la semana siguiente, para verlas y empezar a seleccionar. “Así empezamos a armar el relato de cada una. Y ellas estaban fascinadas: del caos inicial, de un montón de fotos, fue empezar a seleccionarlas y ver un hilo, en la medida que íbamos asociando las imágenes. Fue revelador para ellas”.

De las doce mujeres que comenzaron el taller, a la exposición llegaron nueve: en el camino, tres de ellas salieron en libertad. Las había treintañeras, algunas de veintitantos, alguna pasaba los 40. Y sin embargo, aunque las experiencias necesariamente sean diferentes, tanto como las expectativas, hay algo que hermana definitivamente a las imágenes de la muestra: una libertad luminosa. “Tal vez fue por tener un ojo virgen, sin ningún condicionamiento de nada, pero como sea son imágenes libres, como de celebración.” Está, por ejemplo, el delicioso retrato de una mujer tendida entre margaritas, abiertos los brazos como si quisiera abrazar al sol (“una de las primeras veces salimos a hacer fotos por adentro, en la cárcel, en la huerta, estaban todas las margaritas florecidas, muchas de ellas no habían andado por ahí”). Están, también, el saludo de un muchacho engalanado para una celebración en plena calle, una mujer que juega a mimetizarse con un mural, niños en pleno barrio, los instantes de una arquitectura que niega el movimiento y la complicidad dentro de un auto en movimiento por la ruta.

El año próximo la mayoría de ellas estará en libertad. Muy probablemente no olviden el placer de las cámaras: al ver la exposición, el director del CC R. Rojas Miguel Onaindia las becó para que estudiaran fotografía allí mismo.

Foto tomada por Liliana, en el taller de la U. 3 de Ezeiza.

La voz que dice su nombre

Llegaba el mediodía y los integrantes de la editorial independiente Superabundans Haut ofrecieron un megáfono de hojalata: invitaban a compartir fragmentos del Discurso de la servidumbre voluntaria de Etienne de la Boétie, desplegados en afiches por las paredes rosadas de la Unidad 31, de Ezeiza. Una de las mujeres recogió el guante, tomó el megáfono, leyó: “siempre existen aquellos que sienten el peso del yugo y no pueden dejar de sacudirlo...”. El megáfono pasó de mano en mano, una a una, con más decisión, con más timidez, con abrazos de sus compañeras, fueron animándose. “Amistad es una palabra sagrada, nunca se da sino entre gente de bien”, comenzó Silvia Elena Machado, la poeta en libertad que regresó para escuchar a sus ex compañeras y leer lo propio. Laura Ross elige un afiche que habla de la libertad; Blanca el de la inexplicable voluntad de sumisión; Patricia, con su beba de un mes en brazos, el de la naturaleza y la tierra; Beatriz, otra poeta que regresó especialmente para participar de la jornada, retoma el de la amistad. Cuantas más leen, más compañeras, visitas, poetas, y periodistas las siguen, se arremolinan, escuchan, aplauden. Con esa performance comenzó el 2º Festival de Poesía en la cárcel, “Yo no fui”. Como el anterior, como el propio taller, depende de la Dirección General del Libro y Promoción de la Lectura porteña, el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos nacional, la Procuración Penitenciaria y la División Educación del Servicio Penitenciario Nacional.

Hay embarazadas y bebés en brazos, hay, también, un niño que corre y encuentra con quiénes jugar, aunque al principio, con la timidez que da tener dos años y encontrarse de repente ante tantas personas desconocidas, intentaba no separarse de la mano de su madre. Liz tiene una sonrisa que resplandece bajo las trencitas que caen como cascada sobre la frente. Hace dos años, cuando se realizó el primer Festival, Jeho era el que estaba en su panza cuando ella leyó sus primeros textos. “Ahora no voy siempre al taller, por el nene, a veces me coincide con la hora de la comida de él”, dice cuando llega su turno de leer en la primera mesa de la tarde, “bueno, ustedes ya lo vieron... es un poco quilombero”, y se ríe y todos se ríen con ella, que aprovecha la complicidad para agregar: “Voy a leer algo que me gusta mucho, espero que a ustedes también: ‘lo amo como al cáncer que come mi carne...’”

Carmen Orsa tiene el pelo rubio, una camisa de animal print y una voz dulce, orgullosa, que habla español con acento rumano. Menciona a María Medrano y Claudia Prado, las coordinadoras que cada viernes hacen posible el taller, les agradece “por las dos horas de ejercicio mental y alegría”, ella, que antes nunca se había detenido a leer, pensar, escribir textos poéticos. Lee poesías alejadas, alejadísimas, susurra después en un aparte, de lo que conocía: allá, en Rumania, esta mujer de 52 años que cuenta los días para que llegue febrero y con ese mes su expulsión del país, la poesía que conoció era otra cosa. Recuerda, Carmen, todavía el tiempo del socialismo y la dictadura de Ceucescu, las ficciones realistas de temas sociales, la poesía testimonial, la vida de abogada y empresaria que un buen día decidió probar suerte en América, se enamoró y se casó en Perú. “Nunca antes había escrito poesía. Pero yo quería escuchar algo, sentir cómo mi mente empieza a trabajar, porque acá es difícil, alrededor tuyo... todo lleno de palabras que nunca había escuchado. Todo el mundo habla de cosas iguales: de la situación, de hambre... Busqué otros talleres, pero me quedé en éste, porque me estimula algo que yo no sabía que tenía, que es la posibilidad de escribir. Esto del festival me hace sentir que puedo hablar, puedo sentir. Porque hay cosas que pierdes. Afuera tienes la posibilidad de elegir: tu vida, tu casa, algo cambia. Acá no puedes.”

Foto tomada por Blacida, en el taller de la U. 3 de Ezeiza.

Además de las talleristas, además de las visitas entre las que se cuentan Diana Bellessi, Gabriela Bejerman y el grupo de poetas responsables de la música dulcemente melancólica de El pony infinito (con la que cerró el encuentro), por el salón rosado hablan, preguntan y escuchan mujeres de otras unidades del penal, curiosas por tanta actividad. “¿Usted es uno de ellos?”, pregunta una chica rubia, con un embarazo avanzadísimo: busca a quien pueda tomarle un retrato, quiere que su novio, que está afuera y no siempre puede visitarla, vea cómo está. Quiere, además, aprovechar que la cámara es digital para verse, porque en la cárcel no hay espejos.

Con más fuerza que en el 1º Festival, de 2005, el lugar se alborota en muchos idiomas: la causas en las que las mujeres suelen ser acusadas como mulas parecen haber proliferado, y con ellas los sonidos cotidianos que convierten a la cárcel en una pequeña babel. No comprender el lenguaje alrededor puede ser una barrera agobiante, pero también en ese caso la poesía pudo aplicarse: en uno de los encuentros del taller, Medrano llevó un cd con poesía en rumano. Carmen recuerda que al escucharlo comenzó a llorar. Ahora, aquí, aparece la continuidad de esa idea: se escuchan palabras en polaco, en alemán, en rumano, es una mesa de traducciones, en las que las talleristas leen textos en su lengua materna y luego los traducen. Muchas de las que leen se emocionan por sus propios sonidos.

Ahora que han pasado los días, Silvia Elena Machado está aún más segura: “el taller fue muy importante en mi vida. Fue el reencuentro con mis cosas, conmigo. Fue recuperar cosas pero también darme cuenta de lo que se puede hacer ahí adentro, porque era definir, entre otras cosas, qué características le voy a seguir dando a mi vida. Y a la vez era la posibilidad de interactuar con otros aun dentro de la cárcel, y sortear prejuicios. El taller fue una forma de mantenernos, de tener disciplina propia: era decir acá, por convicción, nos ponemos, estudiamos, trabajamos, hacemos, estábamos todo el tiempo trabajando, leyendo, investigando, criticándonos los trabajos. Después esa disciplina se puede utilizar para trabajar, estudiar, para lo que quieras. El fin de año es una fecha difícil para la gente encerrada, hay cosas que ocurren afuera y que el que está adentro lo sigue viviendo desde esa fotografía que dejó. Vive en esa foto con su familia, su grupo social, de relación. Sigue viviendo en una foto que es cada vez más sepia.”

Desde adentro. Fotogramas/ fotografía estenopeica/ fotografía digital está en el Centro Cultural Ricardo Rojas (Av. Corrientes 2038) hasta hoy. Entrada gratuita.

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