VAMPIRAS
Recientemente editadas, veinticuatro historias de mujeres vampiras recrean esos personajes ávidos de sangre generalmente juvenil, pero ofrecen además su marca de género: a diferencia de los vampiros, ellas pueden caer rendidas de amor ante sus víctimas.
› Por Moira Soto
Ni que lo hubieran calculado con minuciosa equidad: de las 24 historias, de Polidori a Lovecraft, que integran la reciente edición titulada Vampiria (Editorial Adriana Hidalgo), la mitad están habitadas por desenfrenadas libadoras de sangre humana. Por damas rebeldes, donjuanescas, disfrutadoras nada pasivas de largas e intensas noches eróticas, a menudo capaces de enamorarse perdidamente (lo que las diferencia de vampiros clásicos Lord Ruthwen, Conde Drácula cuyo frío cinismo les impide entregar su corazón, salvo en las versiones cinematográficas onda Dan Curtis o Francis Ford Coppola). En esta muy estimable selección que no desdeña relatos archiconocidos y a la vez aporta incitantes novedades, las vampiras, en la mayoría de los casos, recobran plenamente belleza y juventud luego de beberse golosas a sus amantes, alguna necesita cabelleras palpitantes recién arrebatadas para reponerse, otra es muy capaz de destilar hemoglobina desde un cuadro que reproduce su perturbadora efigie, y no falta una viejita craquelée que apenas ambiciona alargar su decrepitud mediante la sangre de sus chicas de compañía que, robadas durante el sueño, van muriendo una a una...
Las
alas (negras) del deseo
La vampira
también el vampiro es una creación erótica,
según la puntual definición de Ornella Volta en su sabio tratado
Le Vampire (Jean-Jacques Pauvert Editions). Una genuina sobreviviente que regresa
de la muerte y permanece en el límite impreciso, nebuloso entre el aquí
y el más allá: sus lapsos de aparente nueva vida, de lozanía
fugaz, dependen de la energía que pueda hurtar a los humanos, varones
y/o mujeres, según sus preferencias, o lo que le depare el azar en una
urgencia impostergable. Desde siempre, mucho antes de entrar en la literatura
y llamarse Clarimonda o Carmilla dos succionadoras insignes que renacen
en Vampiria, las vampiras, bajo las formas más diversas, han sido
unas transgresoras desatadas, violadoras absolutas de normas y tabúes.
En un repasito a vuelo de murciélago símbolo del vampirismo
en gran medida gracias al cine, ciertos artistas plásticos, la historieta
se podría hablar de algún jarrón prehistórico persa
con el diseño de un hombre a punto de ser chupado por un monstruillo;
de Lilith, la primera mujer de Adán, devoradora de niños, entre
otras tropelías; de antiquísimos regresantes de la muerte, para
incomodar a los vivos, de origen chino, hindú, malayo, polinesio, azteca,
esquimal... De ofrendas de sangre humana a divinidades de distintas épocas
y latitudes; de personajes femeninos de la mitología grecorromana como
empusas, lamias, estrigas: vengativas, con poderes especiales, ladronas de vida
a la hora de dormir, lo mismo que más tarde los sucubos, demonias propensas
a abatirse sobre varones en reposo haciéndoles perder la potencia sexual
y, ya que estamos, la vida misma; del vasto folklore de Europa, plagado de aparecidas,
espectros corpóreos, regresantes a menudo suicidas o excomulgadas/os
sepultadas/os en tierra no consagrada... Y aquí ya habría que
empezar a hablar de los indiscutiblesaportes del cristianismo al vampirismo:
derramar la sangre para redimir a la humanidad, el simbolismo de la comunión
inspirado en la Ultima cena -comed y bebed, éste es mi cuerpo,
ésta es mi sangre, la promesa de vida eterna ¿qué
otra cosa buscan los vampiros, aparte de variaciones eróticas?
y resurrección de los cuerpos en el Juicio Final, los cadáveres
de santas milagrosamente intactos al cabo del tiempo, por caso, Teresa de Avila...
En este mar enrojecido de mitos y leyendas, de necrófilas y atracadoras
en busca de una existencia larga, casi siempre nocturna, se recortan -altaneros,
crudelísimos, mayoristas en esto de sembrar dolor y cosechar vidas ajenas
tres personajes históricos, asociados cada uno a su estilo a la sed inextinguible
de sangre. Se da la paradoja de que el más conocido e identificado como
vampiro merced a la celebérrima novela de Bram Stoker es
el que menos se lo merece: Vlad IV (1431-1476), también conocido como
Tepes (empalador) o Dracul (diablo, dragón), príncipe de Valaquia,
fue un gobernante feroz sin duda, proclive a atravesar con largas estacas del
orificio inferior al superior a sus víctimas, generalmente invasores
otomanos, por lo que se lo ha considerado un patriota. Pero nunca se dijo de
él que prestara atención a la sangre de sus empalados. Sin embargo,
en el revival draculíneo que se dio a fines de los 70, con el Conde
en Broadway y luego en la pantalla graciosamente actuado por Frank Langhella,
reproducido en Buenos Aires por Sergio Renán), Vlad IV y los restos de
su Castillo les vinieron de perlas a los rumanos como promoción turística.
Con total gratuidad, sin lucro alguno, salvo el gusto de quebrantar todos los
límites para poner en acto su colosal sevicia, un casi contemporáneo
del voivoda Dracul, Gilles de Laval, barón de Rays (1404 1440),
se cargó a cientos de niños y adolescentes. En pocos años,
dejó una estela de desolación atroz, hasta que fue detenido, procesado
y condenado a muerte. Perfectamente asumido como infractor, no quiso echarle
la culpa a Satán en el juicio: Todo lo hice llevado por mi propia
imaginación, sostuvo con arrogancia.
Y llegamos ahora a una auténtica vampira, nacida a fines del XVI y emparedada
por sus crímenes en 1611: la condesa sangrienta Erszbet Bathory,
de cuya escalofriante historia se habló largamente en este suplemento.
Recordemos, no más, que la noble dama transilvana creía a pie
juntillas que el mejor tratamiento de belleza era darse baños de inmersión
de sangre juvenil. Con ese fin, su sirviente Thorko salía de cacería
y su nodriza Ilona no se hacía rogar en el momento de perforar tersas
pieles, de abrir venas generosas muy a pesar de sus desesperadas dueñas.
Cualquier asesina/o serial de hoy en día empalidece frente a las cerca
de 600 vírgenes depredadas por Erszbet antes de ser castigada con el
encierro perpetuo en su Castillo cercano a los Cárpatos.
Las vampiras y los vampiros empezaron a ser denominados de este
modo apenas en el siglo XVIII, a propósito del caso de Arnold Paole,
campesino serbio muerto al caer de un carro y acusado de diezmar a habitantes
y ganado de su vecindad. Según Antoine Faivre (citado por Jean Marigny
en El despertar de los vampiros), en un manuscrito de los archivos de Viena
aparece por primera vez el término vanpir, en 1731. Del latín
vampirus, la palabra vampira suena como hecha a medida para nombrar a tétricas
chupadoras de sangre, muertas vivas realmente fatales. Así como resultan
deliciosamente ominosos sus derivados: vampirizar, vampírico, Vampiria...
Inquietante figurita repetida en la edición crítica de Ricardo
Ibarlucia y Valeria Castello-Joubert, cuya cubierta e interiores firman Eduardo
Stupia y Pablo Hernández, los murciélagos en verdad no aparecen
en ninguna de las historias como representación o una de las metamorfosis
de las vampiras (ni de los vampiros). Es que este término recién
fue empleado parabautizar a ciertos quirópteros de América Central
y del Sur que chupaban al ganado, hacia fines del XVIII.
Aristócratas
del beber
Lo dicho:
en la antología Vampiria, las chicas de buena familia que retornan de
la muerte cíclicamente son imparables en sus prácticas eróticas
ensangrentadas, salvo que, claro, aparezca algún Van Helsing estaca en
mano y les atraviese el corazón. Desde el siglo pasado se viene señalando
y los responsables de Vampiria acuerdan que Lenore (1774) de Burger
es un antecedente inspirador de otras piezas literarias valiosas. En esta sombría
balada, tanto pide por su novio que ha ido a una guerra una muchacha, que el
tipo vuelve al trote, al galope, para llevarla a su nuevo hogar: una fosa en
el cementerio.
Posteriormente llegaron La novia de Corinto (1797) de Goethe (esta vez es una
chica la que sale de la tumba en pos de su novio y se da una panzada nocturna
de sangre y erotismo); Cristabel (1797) de Coleridge, poema acerca de los retozos
de una joven castellana con una adorable hechicera, de la que también
se enamora el padre viudo de la primera; y, entre otros textos previos citados,
La belle dame sans merci (1819) de Keats, con cierta lady que avanza sobre un
caballero y lo somete al hambriento mundo de los muertos.
Además de historias insoslayables como El vampiro de Polidori, El Horla
de Maupassant, El intruso de Lovecraft o El conde Magnus de M.R. Montague, entre
otros, en Vampiria arrasa la Brunilda de Deja en paz a los muertos, de Ernst
Salomo Raupauch, antes atribuido a Ludwig Tieck, según especifican los
editores. Revanchista a muerte, esta finada vuelve para recuperar a su marido
casado nuevamente con chica buena, al que hace sufrir y gozar sin
medida, incluso le liquida a dos hijitos que tuvo con la otra. Y cuando él
osa quejarse, le retruca: Te amo como aman los muertos, lo que les robé
a tus niños tú lo has disfrutado.... Por cierto, el zoquete
de Walter quiere eliminarla pero, como le aclara Brunilda, no hay manera de
matar a una muerta...
Más conocido es el relato de Gautier, Los amores de una muerta (anteriormente
traducido como La muerte enamorada), acerca de una hermosa cortesana que rechazó
alguna vez a un Papa, pero que ahora se prenda de un cura rural y casi logra
arrastrarlo a los quintos infiernos. También en La vampira (1865) de
Feval tenemos a la ídem de Uszel, muerta viva cazadora de cabelleras
que cada tanto se enamora arriesgando su sobrevivencia. La dama pálida
(1849) de Alejandro Dumas, en cambio, tironeada entre dos hermanos, desangrada
a medias no se contagia: apenas se queda anémica de por vida. Una madre
muerta adorada es la sombra que oprime el tristísimo corazón del
protagonista de Thanatopia (1893) de Rubén Darío, hasta que se
produce su desasosegante regreso... El vampiro (1927) de Horacio Quiroga debió
llamarse La vampira, puesto que el espectro recuperado del más allá,
sustraído de la pantalla cinematográfica, es el de una atractiva
mujer que se escancia al recuperador.
No podía faltar y allí está, espeluznante como siempre,
la maravillosa Carmilla (1871) de Sheridan Le Fanu, enamorando a Laura, la relatora,
que se resiste. Carmilla que visita a su amada en la alta noche, adopta vagas
e hinchadas formas felinas, va dejando el tendal en las cercanías y lleva
a cuestas su maldición con impar elegancia. Aunque con mucha menos asiduidad
que el Drácula de Stoker, Carmilla ha sido llevada al cine a través
adaptaciones tan libres como las de Carl Dreyer (Vampyr, 1932), Roger Vadim
(Et mourir de plasir, 1960 - Rosa de sangre, en nuestro país) o Roy Ward
Baker (Vampyre Lovers, localmente, Amores de vampiros).
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