Viernes, 27 de junio de 2008 | Hoy
ARTE
Lejos del folklorismo más obviamente asociado a la producción de arte mexicana, La era de la discrepancia hace foco en ese otro lado del arte de aquel país, más ligado a las identidades disidentes y al día a día político y social. Aunque recortada –no está completa la muestra original–, la suma de estas obras permite un recorrido por las expresiones mayormente silenciadas por un contexto tan mercantilista como machista.
Por Natali Schejtman
Imponente y exigente, La era de la discrepancia es de esas muestras que proponen pistas monográficas para muchas lecturas de una historia posible. En este caso, se trata del sinuoso y polémico cuento del lado B del arte mexicano, ese que guardó una relación estrecha con el día a día político y social, que fue documentando los cambios en la sensibilidad, en las preocupaciones estéticas, las reivindicaciones políticas y en las influencias multidireccionales, pasadas y futuras, en las tres décadas que acotaron sus curadores: desde 1968, año en el que conviven la brutal matanza a estudiantes y la creación de un salón independiente por parte de artistas ariscos con el establishment, hasta 1997, cuando ya estaban más o menos procesadas –al menos ya eran del todo conocidas– la crisis del efecto Tequila y la insurrección zapatista de Chiapas, tres años antes.
Una de las interpretaciones posibles de la muestra en su conjunto tiene que ver con atender a la identidad sexual y de género. Pero para entender cuáles son las aristas femeninas en esta otra historia es bastante importante tener en cuenta que el exponente más identificable del arte mexicano sigue siendo Frida Kahlo, una mujer que llevó la exploración del propio cuerpo hasta el límite de lo tolerable y una precursora de “yoísmo” que sería marca de época años más tarde. También, más allá de las loas, una marca registrada, en todos los sentidos.
Cuauhtémoc Medina, uno de los curadores, lo explica claramente: “Sería una tragedia que la búsqueda de referencialidad de género nos obligara a aceptar los términos de la continuidad del discurso nacional”. Si antes de que Frida Kahlo se consolidara como almohadón o cenicero, representante del pintoresquismo indigenista colorinche, las artistas feministas trabajaban su caso –incluso los artistas gays ha reclamado el icono para sí, en vistas de sus ambigüedades–, “la imposición del canon nacional que construye el aparato ideológico del estado mexicano ha hecho que una parte importante de las operaciones artísticas tenga que ver con críticas o desprendimientos del patrimonialismo. Por consiguiente, no hay en general estéticas de afirmación sobre ese pasado cultural, sino todo lo contrario”.
Lo que sí sucede es que parte de la producción de artistas mujeres que se ve en la muestra apunta a la autorrepresentación: es el caso de Mónica Castillo, una de las más ferviente renegadoras de ocupar el lugar vacante, que se dedicó a deconstruir su propio rostro hasta la sobria abstracción y lo hizo con los materiales y procedimientos que pudo encontrar más distantes de la obra de Frida. Por su parte, Lourdes Grobet propone subvertir la función y la técnica de la fotografía artística (en resurgimiento a fines de los ‘80) y se retrata tapada por una foto de su cuerpo desnudo.
Lamentablemente, no aparecen aquí producciones de grupos feministas como Polvo de Gallina Negra o las fotografías orientadas a una denuncia antisexista de Laura González y Eugenia Vargas. Tampoco el registro del grupo Tlacuilas y Retrateras, formado por un taller de Arte Feminista dictado por Mónica Mayer (cofundadora de Polvo... con Maris Bustamante) que, entre otras acciones, organizó una muestra colectiva en la que participaron treinta artistas mujeres y diversas agrupaciones, versando alrededor del tema de la Fiesta de Quince. Todo eso sí puede verse mejor en el catálogo de la muestra total ya expuesta en México, que consolida en un libro monumental esta historia del arte alternativa y es, junto con la muestra, resultado de una sesuda investigación. Bustamante está presente como efusivo miembro del No Grupo en el marco del núcleo de Estrategias Urbanas, que se detiene en aquellos artistas activos que hicieron del espacio público o poco tradicional, el escenario favorito para sus performances y diversas expresiones.
En La era de la discrepancia que llegó al Malba podemos encontrar la poesía femenina de los llamados libros de artista, otro de los soportes disruptivos que emergieron en la década del ’70. Artistas plásticas, escritoras o actrices se entrecruzaron para crear estos delicados registros de una expresión que florecía. Magali Lara o Yani Pecanins se dedicaron a indagar en los espacios íntimos, lo doméstico, la memoria familiar o el deseo femenino. Como fiel exponente de esta tendencia se ven atractivas imágenes de baños (de Lara) o el curioso Libroplancha de Pecanins, que puede leerse en varias direcciones. Ediciones La Cocina, una de las editoriales más prolíficas, jugaba en su nombre con el laborioso y casero sistema de producción under como con un acento curioso puesto en el género. “En los ’70 –señala Medina– los circuitos conceptuales marginales estaban abriendo esa discusión. En performance, en libro de artista o en fotografía hubo un entrecruce donde, por ejemplo, Jesusa Rodríguez hacía libros de artista y donde, además, generaban una especie de contralectura de la posible heroización de una artista femenina, en contra de un mundo del arte macho. Sin embargo, en términos generales, hasta el presente subsiste una resistencia a plantear una lectura feminista de ese campo y se ejerce produciendo una noción de que feminismo es una toma de partido clásica sesentera adocenada.”
Tal vez una de las obras más políticamente evidentes sea la fotografía de Graciela Iturbide, ubicada de la mano de otras imágenes que a mediados de los ’70 están buscando un nuevo actor social de insurgencia y rebeldía. Su ojo retrató a las mujeres de Juchitán, ciudad que fue escenario de continuos enfrentamientos de la oposición con el PRI y construyó un catálogo potente de mujeres indígenas en acción. En el mismo sector, las imágenes de Grobet muestran a Luchadoras (de lucha libre): una manera de poner en foco a mujeres enmascaradas ocupando un lugar típicamente masculino.
La expresión femenina se presenta de manera más condensada en el núcleo La identidad como utopía dedicado a explorar las redefiniciones de género que se hicieron visibles en los ‘80. Y tal vez pierda en impacto al lado de todo lo que es la explosión de la temática gay masculina, corrosiva y reforzada. Ejemplos hay varios. Carlos Arias Vicuña presenta un bordado realizado a lo largo de diez años que va documentando la relación con la sexualidad y la salida del closet en un soporte, de paso, tradicionalmente relacionado con lo femenino. En su serie El condón, Armando Cristeto registra la inclusión de ese nuevo elemento, externo, en el propio cuerpo. También, se destaca un cuadro de Javier de la Garza, que impone su visión de Cuahutémoc (el último emperador azteca, símbolo de la virilidad) desde el transformismo y el deseo homoerótico. “Nos importaba mostrar grandes manifiestos de una sexualidad local que reclamaba, en paralelo con la apertura de bares, de espacios de aparición pública de un circuito gay en la Ciudad de México, ese espacio de representación de una patria amanerada”, explica Medina.
Otro de los curadores de la muestra es el recientemente fallecido Olivier Debroise, teórico, historiador y escritor. Medina menciona la militancia gay de su amigo, estudioso, entre otras cosas, de ese costado tan trabajado de la muestra. “México es una sociedad grotescamente machista, lo puedo decir siendo un buga (término con el que los homosexuales designan a los heterosexuales). El debate homosexual y el debate feminista en México –y aquí tengo que tener el cuidado de que esto debería ser dicho por Olivier y no por mí– están en una cierta medida reprimidas. Las cuestiones de género, salvo en momentos muy específicos y muy militantes, están silenciadas. Este es un país que ha tenido una enorme producción de sexualidad disidente y, sin embargo, la representación de eso en la cultura dominante es prácticamente nula.” Por otro lado, hablando en homenaje a Debroise (nombre ineludible en la historia de la teoría del arte mexicano), Medina arriesga una alteración sugestiva de genealogías, que involucran el paso de Sergei Eisenstein por su país, su ambicioso proyecto inconcluso Que viva México y lo queer: “Olivier es el responsable de haber puesto en evidencia que la construcción del mexicanismo visual que produjo Que viva México está atravesada por el punto de vista de la homosexualidad de su director. Probablemente cuando uno ve El acorazado Potemkin uno debería pensar que más que el antecedente de Godard, está viendo el antecedente de Pasolini”.
Con una línea que siempre responde a establecer una distancia entre las obras aquí mostradas y lo que el mundo conoce del arte mexicano, La era de la discrepancia atiende puntualmente al problema de la identidad sexual y de género. Pero, con todo, Medina aclara que según manda la idiosincrasia mexicana, no son éstos los condicionamientos más espeluznantes: “En general, en una sociedad profundamente racista, profundamente clasista como México, hay veces que cierta práctica intelectual hecha por minorías sexuales o por mujeres no aborda la politicidad de género porque en cierta manera goza de los privilegios del sistema de clases. En el poker de la dominación, dinero mata género”.
La era de la discrepancia puede verse hasta el 12 de agosto en el Malba, Figueroa Alcorta 3415
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