Viernes, 21 de noviembre de 2008 | Hoy
PERFILES
La coreógrafa Elsa Agras, no a pesar de sus ochenta años sino gracias a todos ellos, ha logrado construir un camino alternativo que no desemboca en ese pozo oscuro conocido como tercera edad. Mientras participa como clown en un espectáculo y dirige el ya legendario ballet 40/90 destapa aquí su caja de recuerdos.
Por Verónica Engler
“El ballet me dio la liberación”, afirma sin un ápice de duda la coreógrafa octogenaria Elsa Agras. Pero la frase no es el resultado de un momento de introspección para recordar los años de gloria arriba del escenario. ¡No! Elsita, como la conocían en el barrio de Villa Urquiza –donde creció e hizo sus primeras armas como docente de danzas–, está en pleno apogeo de su carrera artística. El mes pasado se repuso en el teatro Empire Te bailo la justa, un espectáculo en el que dirige a una cuarenta de mujeres y un (solo) varón del Ballet 40/90 (las cifras indican el rango de edades de quienes conforman esta troupe bullanguera), ballet que la propia Agras creó a mediados de la década del ‘90.
Madre de dos señores y abuela de seis jóvenes, aclara que lo suyo no es tejer, y se ríe mientras recuerda un fragmento del cuento Casa tomada, de Julio Cortázar, en el que el narrador describe a su hermana: “No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada”.
“Yo siento que el mundo del anciano cada vez es más chiquito”, dice, siempre dispuesta a enfrentar ese mandato de reclusión en el hogar. “Protesto, me enojo y no lo tolero ni lo respeto en lo más mínimo”, aclara. Por ejemplo, cuando alguien –salvo sus nietos– osa decirle “abuela”, como toda respuesta espeta: “Yo no soy tu abuela”. Y si una persona le pregunta condescendiente “¿Entendió?” –como si su pelo blanco fuera el signo de cierta incapacidad intelectual–, les retruca: “Sí, ¿y vos?”
A los cinco años sintió en cuerpo y alma el placer que le provocaba bailar. Sus padres aceptaron que tomara todas las clases que quisiera y con los mejores profesores. Lo que no aceptaron fue que su (única) hija subiera a los escenarios a mostrar eso que tanto disfrutaba, porque estar ahí arriba exhibiéndose era de “gente de mala vida”. La docencia, entonces, fue el salvoconducto para seguir ligada a la danza. Sus padres le adecuaron una sala de la casa de Villa Urquiza en donde Elsa dio clases por muchos años, hasta la muerte de su papá, cuando decidió abandonar por completo el tema y dedicarse a otros menesteres (como enseñar castellano, para lo que también se había preparado), aunque siguió investigando distintas técnicas de trabajo corporal. Pero dejar la danza fue sin duda una especie de mutilación de la que no fue consciente sino muchos años después.
Una mañana, hace catorce años, Elsa se despertó en el mismo departamento de Palermo en el que vive actualmente con una extraña sensación: no recordaba con exactitud el sueño, pero le había dejado la certeza de que tenía que reparar esa mutilación que había sufrido: quería volver a la danza. Poco tiempo después empezaba a dar clases en la sala de un bar de Palermo Viejo que gentilmente le había prestado un compañero de la Sociedad de Fomento del barrio.
Por ese entonces, Elsa compartía sus días y sus noches con un artista plástico de nombre Osvaldo, su segundo esposo, que falleció hace tres años.
Cuenta Elsa que Osvaldo fue su “primer amor”, al que retornó después de una pausa de varias décadas. Se habían conocido siendo púberes y se enamoraron. Pero él, estudiante de bellas artes, no parecía un buen candidato a los ojos de los padres de Elsita. Lo intentaron cuando tenían catorce años, y luego nuevamente a los dieciocho. Inclusive pensaron en fugarse juntos, pero los dos, obedientes como eran –según reconoce la coreógrafa– desistieron. Se distanciaron, ella se casó, tuvo dos hijos, los crió y se divorció cuando terminó de darse cuenta de que su propio camino era incompatible con el de su primer marido. A decir verdad, cuando se divorció Elsa no tenía claro cuál sería su camino, pero sentía la necesidad ineluctable de buscarlo. Con tamaña expectativa se fue directo al diván de un psicoanalista con el que se adentró en los meandros de su deseo. En una de las tantas sesiones a las que asistió durante esos años, el terapeuta le preguntó con soltura: “Elsa, ¿usted no piensa enamorarse de nuevo?” A lo que la mujer contestó: “Yo estuve muy enamorada cuando era chica, y no me voy a enamorar más, porque ese fue el amor de mi vida y yo no quiero saber más nada, yo ahora lo que quiero es ser abuela”. Ni lento ni perezoso, el mismo señor de gafas repreguntó: “¿Dónde estará ese tipo?” Pero ante esta segunda pregunta, la mujer de marras no respondió nada, simplemente se enojó sin decir nada. Terminada la sesión, como de costumbre, Elsa retornó a su casa. Apenas entró, lo primero que hizo no fue dejar el abrigo en el perchero, ni ir al baño, ni servirse un vaso de agua, sino buscar la guía telefónica. Adivinen para buscar a quién. Lo encontró, lo llamó y se mantuvieron un mes hablando por teléfono hasta que decidieron encontrarse personalmente.
El luminoso departamento de Elsa está plagado de plantas que sueltan su verdor en todas direcciones. En el living no hay pared en la que falte alguna obra de Osvaldo.
Además de dirigir un ballet de danza y de enseñar español a extranjeros, Elsa brilla en el escenario como clown. Es una de las intérpretes de Aguas, la obra de Marcelo Katz, que luego de una exitosa primera temporada en el Centro Cultural Recoleta vuelve a ponerse en escena en octubre. “Es un viaje increíble hacia uno mismo”, cuenta sobre este arte circense del que se enamoró perdidamente cuando incursionó, hace seis años. Habla maravillas de Katz y dice que se siente una absoluta privilegiada de poder tener un maestro como él a su edad, cuando se supone que si existe una situación pedagógica ella debería estar del lado del que enseña. “Yo apliqué muchas de las cosas de clown al ballet, sobre todo humor. Ahora hay más humor en el ballet –señala–. También aprendí a ver qué es lo que están haciendo (mientras bailan), qué es lo que muestran, a trabajar sobre su personalidad, sobre su manera de caminar, sobre sus gestos, sobre la singularidad de cada una. ¡Y vieras las cosas que una descubre, lo lindas que son!”
Te bailo la justa se presenta hasta fines de noviembre todos los viernes a las 21 en el Teatro Empire, Hipólito Yrigoyen 1934. Informes y reservas: 4953-8254. Entrada: $20.
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