Viernes, 9 de enero de 2009 | Hoy
CINE
Por Soledad Vallejos
¿Se estará acercando el fin del mundo, que los enemigos declarados de la moral ya no dan miedo ni ceden a los impulsos de su naturaleza? Si los vampiros no tienen por antagonistas al orden iluminista (la razón moderna), a la ciencia médica (el orden social), a la religión (el orden moral), ¿contra quién son? A esta altura de la soirée se sabe que vampiro no es el que quiere sino aquel a quien le da el pinet: generalmente aristócratas en la mala (el conde Drácula, la condesa Bathory), cuya caída los vuelve vulnerables a la mirada y el juicio popular, por no decir burgués. No es novedad, tampoco, que el vampiro es el deseo profundamente humano y carnal en estado puro: eterno, insaciable y en forma de maldición. Es también la experiencia sedienta de novedad: el vampiro y la vampira tendrán sus años, pero jamás desean a pares, sino candor y doncellez. Y sin embargo empezamos 2009 con un diálogo como el siguiente:
–Un mito.
–¿Y lo de dormir en ataúdes?
–Un mito (...) ¿No te preocupa mi dieta?
–Ah. (...) Dime por qué cazan animales en lugar de personas (...)
–No quiero ser un monstruo.”
¿De dónde sale? Del libro hit que alimenta el film ídem de la temporada: Crepúsculo, la saga que, aunque recién llega a la pantalla grande con la primera parte, lleva un tiempo rankeando alto en las preferencias librescas teens. Después de la intensivísima campaña (mundial) de prensa pocos ignoran que Stephenie Meyer era sólo ama de casa y madre amantísima (de tres niños con nombres bíblicos, mormona para más datos) hasta que tuvo un sueño con un vampiro y decidió escribirlo, que tirando del hilo le salió la saga, y que Hollywood vio la veta. Lo demás son detalles del batacazo que aterrizó cantando loas a la abstinencia (menos una pedagogía del erotismo que la modulación del deseo libre) en medio de productos teens que fabrican cuerpos sexuados y perfectos (exactos, controlados: un cuerpo joven, esbelto, ante todo andrógino), de relatos que enfatizan –más que las relaciones humanas– las relaciones entre esos cuerpos.
La chica mormona, y con ella todo un mecanismo industrial endiabladamente aceitado (¡existe hasta el perfume ad hoc!) han encontrado el camino para domesticar al vampiro en tiempos en los que el estímulo sexual no perdona ningún área del comercio, ninguna etapa vital. El andamiaje industrial estuvo en manos de mujeres, alguna de ellas feminista declarada: la guionista Melissa Rosenberg –Dexter, y también la serie cool adolescente O. C.–, la agente literaria Jodi Reamer –que tiene entre sus representadas a Erica Jong–, la directora Catherine Hardwicke –Mean girls–.
Los neovampiros y su neogótico son de todo menos inocentes y sin embargo nada más pasteurizado. Que la historia (con su abstinencia –en Crepúsculo– y alegato provida –en Amanecer, el cuarto tomo–) se perpetre en los cuerpos sin alma de uno de los artefactos culturales más perfectos para hablar de represión, deseo, fascinación por lo prohibido (una tradición que, sin embargo, sí habían sabido honrar con humor, complejidad y espíritu pop Buffy la cazavampiros, por no recordar Entrevista con el vampiro) es directamente alarmante.
Si las nuevas generaciones descubren los cuerpos sexuados y los enredos amorosos en la infancia (Patito Feo), y hacen la transición hacia la pubertad en compañía de comedias musicales que las depositan de lleno en la adolescencia (High School Musical, Casi ángeles), ¿cómo responderán a la pedagogía de estos nuevos vampiros? Cada vez más expuestos a una manipulación exaltada de la libido, cada vez más definidos como consumidores por una industria tan voraz como astuta... y profundamente (neo) conservadora.
Ahora la prueba de amor es aguantarse; lo que no se entrega (¿será inocente que en la portada del libro dos manos ofrenden algo tan bíblico como una manzana tentadoramente roja?) no puede hacer daño, sólo alimentar un fuego místico. De acuerdo: son sólo negocios, pero la domesticación del deseo nunca es gratuita.
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