Viernes, 30 de enero de 2009 | Hoy
PANTALLA PLANA
Por Natali Schejtman
Si la televisión veraniega suele caer en un loop interminable de extrañas imágenes que gritan sin decir demasiado, muchas veces, como en tantos otros períodos de la pantalla de la tarde, esa repetición seriada tiene el nombre y la cara de Nazarena Vélez. Pero en esta “nueva” versión, su síndrome de hiperdeclamatividad ahora expresa sufrimiento, dolor y la enfermedad. Raro.
Ojo, porque hay que decir que, si bien siempre llevados al plano risible e inverosímil, Nazarena más de una vez quiso embanderarse en asuntos de género, ¿qué fue si no mencionar la difícil crianza de sus hijitos como causa y consecuencia de todo su derrotero mediático y sus osadías?
Ahora decidió ahondar en esa dirección. Ella no quiere mostrar que es una mujer normal a la que le pasan cosas, sino que a ella le pasa todo lo malo que le puede pasar a una mujer normal: toma pastillas, los novios no le duran, no puede criar a sus hijos en el marco de una familia Ingalls como la que la crió a ella, gracias a la cual “llegó virgen al matrimonio a los 20 años”. Además, lidia con la anorexia. “Hoy almorcé medio yogurt descremado”, le dice a Chiche Gelblung antes, después y casi al mismo tiempo de que él promocione un sistema que te provee dietas y consejos de belleza por tu celular. Tal vez en ese tipo de paradoja –medio yogur vs. dietas en tu celular– se cifre la clave de por qué Nazarena –a pesar de haber “denunciado” (en el programa de televisión de Gerardo Rozin, por ejemplo) que tuvo sexo mientras y porque la estaban apuntando con una pistola; a pesar de que tuvo parejas golpeadoras; a pesar de que padece desórdenes alimentarios y todo un abanico de infortunios que ella denuncia con seriedad en clave de show– es poco confiable como figura que conduzca al plano mediático los problemas de las mujeres víctimas. Por alguna razón, digamos, a pesar de que sus confesiones no dejan de tener valor como padecimientos de mujeres, es improbable que sea ella quien genere o protagonice un debate serio sobre el abuso, por ejemplo. Por qué será.
Nazarena Vélez ha llorado mucho frente a las cámaras: siente congoja cuando confiesa la ingesta de diuréticos, cuando habla de sus hijos, cuando recuerda a su abuelo ejemplar y su infancia inocente y virginal, cuando relata lo que fue una especie de violación ya de adulta. Pero también se ha reído mucho: se ríe cuando la hacen chupar un helado para emular, muy sutilmente, una fellatio; se ríe a carcajadas mientras especula sobre qué será la posición sexual “sorpresa”, pregunta que le hace un notero de CQC. ¿Esos habrán sido tiempos felices? Más bien pareciera que las dos cosas se dan superpuestas, y eso es un problema.
La espectacularidad de su dolor y las contradicciones extremas a las que nos somete como televidentes encierran algunas verdades, hay que decirlo, que en general suelen estar más invisibilizadas o sutilmente expuestas. En este caso están ahí, desparramadas como la materia prima de algo que pide conclusiones de mayor peso, el mismo peso que para ella parece tener su triste situación. En definitiva, el show –que ella alimenta– es la exigencia indeclinable para poder contar sus padecimientos y que sean tan “entretenidos” como una chupada de helado.
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