Viernes, 13 de febrero de 2009 | Hoy
ENTREVISTA
No por mucho repetirse es posible convencerse de que no existe el amor eterno: hacia su ideal nos dirigimos cual burro tras la zanahoria. Y lo mejor es que éste suele aparecer cual relámpago para confirmar tanto su inexistencia como su dulce promesa. A propósito de la fiesta pagana –y foránea, sí– de San Valentín, la filósofa Esther Díaz aborda esa locura llamada amor.
Por María Mansilla
Son intríngulis ideales para repasar mientras se ataca esa caja de bombones que nadie nos regalará mañana, por San Valentín, a pesar del esfuerzo comercial para lograr que el amor romántico y su demostración en bienes que se intercambian por dinero triunfe. En el fondo, ¿todas y todos buscamos el amor eterno? ¿Por qué los amores perros son apasionadamente inolvidables? ¿Cómo se relacionan con el tema las chicas más jóvenes? ¿Las minorías sexuales están peleando una revolución? Touch and go, ¿y después? ¿Qué tienen en común el amor y la locura?
Esther Díaz, doctora en filosofía, autora de El himen como obstáculo epistemológico. Relatos de una filósofa, entre otros ensayos, se convierte en doctora corazón y punza sobre esas eternas (y no tanto) preguntas sobre esa cosita loca llamada amor.
–Comienza en las tandas publicitarias y en las billeteras (la moda surgió en EE.UU.), y se consuma –con suerte– en los cuerpos y las camas.
–No intervendría. Es un tema demasiado liviano como para que de él se ocupara una jefa de Estado. Además, cada época elige sus mitos, y como en este caso están al servicio de las ventas, creo que son aproximadamente equivalentes. De todos modos, si hay gente que disfruta con una celebración impuesta por el marketing, que disfruten: ¡el enamoramiento es demasiado breve como para hacerle peder tiempo con prohibiciones!
–No se podría modificar fácilmente porque no son decisiones individuales sino dispositivos sociales. En la modernidad, los burgueses recién llegados al poder se autoimpusieron un control sobre sus deseos para demostrar que si bien no eran de sangre noble, eran de costumbres “sanas”. Luego impusieron restricciones en los deseos de la población para asegurarse mano de obra dócil y sumisa. Se prohibía hablar de sexo y se lo controlaba. ¡Eso produjo más deseo! En nuestra época se desató un aluvión de expresiones sexuales. Cuando las ventas dependen de la cantidad de desnudos que se muestren estamos en épocas de inflación sexual. Pero desearía que la sexualidad recuperara esa especie de sacralidad del orden del secreto, de lo compartido sin cámaras ni exhibicionismo. Aunque con la práctica de “petes al paso” y de sexo para publicar en Internet la inflación nos está llevando a la muerte de la sexualidad, quizás porque lo que se consuma se consume.
–El amor capitalista se maneja con la dialéctica del “costo-beneficio” pero convive con el amor tradicional. Los poderes se esmeran para que creamos que el amor es eterno (eso nos torna manejables y previsibles), aunque produce mucho sufrimiento ante la triste realidad del fracaso. En la práctica, el “toco y me voy” o el amor desenchufado (líquido) es una forma de amor contemporáneo, y es muy saludable si las partes están de acuerdo, pero frustrante si se da unilateralmente. El problema reside en que si bien existen diferentes tipos de amor, seguimos sin poder disfrutar de la fugacidad de los sentimientos, insistimos en que sean durables y de propiedad privada. Pero la prueba de que no es así está en las promesas de fidelidad de por vida, ¿por qué prometeríamos si realmente el amor fuera para siempre? Las condiciones culturales imposibilitan, por el momento, un tipo de amor que pudiera zafar de las contradicciones señaladas.
–Más que en el campo del amor, en el de los derechos humanos y de las libertades individuales. Pues si bien tener reconocimiento social puede producir un “mejor” tipo de amor, no debería olvidarse que los heterosexuales tienen desde siempre ese tipo de reconocimiento y eso no los pone a salvo del sufrimiento amoroso.
–Supongo que es porque el discurso puramente sexual vende mejor que el previsor. Difundir el cuidado del otro (y el propio) como una demostración de amor sería revolucionario, pero habría que ver si los oyentes seguirían fieles a un discurso que dejara de ser arrolladoramente hiperactivo y divertido. Aunque habría que encontrar la forma de hacer divertido al preservativo y de que nos calentáramos con la posibilidad de usarlo.
–Porque son imposibles, porque nos alejan de la rutina. Los amores “normales”, en cambio, terminan devorados por la cotidianeidad, se desgastan en el acostumbramiento.
–Elegí a Catalina II porque se regodeaba con multiplicidades amorosas y era sexualmente politeísta, el monoteísmo suena abrumadoramente aburrido. No obstante, en el fondo todos buscamos el amor eterno y, como es bastante improbable, sufrimos por abrigar ese preconcepto. En cambio si aceptáramos lo huidizo del enamoramiento sabríamos que se goza poco tiempo pero amaríamos con mayor intensidad y sin tener que sufrir el despreciable duelo pos-relación.
–Creo que las niñas tienen menos perjuicios sexuales que las adultas, pero como seguimos viviendo en una sociedad machista, también ellas son juzgadas como “ligeras de cascos” ante situaciones en las que los varones son positivamente valorados. Por su parte, las maduras (si lucen deseables) son bastante requeridas por los jóvenes y es lógico que así sea: tienen mayor experiencia en la cama, suelen ser económicamente independientes y no exigen relaciones formales ni hijos.
–Sentir enamoramiento es lindo si podemos abrigar esperanzas respecto de la otra persona. La atracción reside en que nos ocurre algo que no podemos controlar con la razón, se trata del deseo, de una especie de velo que impide ver las precariedades de lo humano, sólo se ve lo maravilloso, lo anhelado. Además, es seductor creer que alguien nos eligió, que está pendiente de nosotros, que nos quiere. En el discurso platónico el amor es uno de los estados de la locura, una especie de enfermedad que, cuando nos acaece, nos hace sentir que tenemos alas y que juntos podemos volar.
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