Viernes, 4 de diciembre de 2009 | Hoy
RESCATES
Violette Leduc (1904-1972), admirada por Simone de Beauvoir, Sartre, Camus y todo el equipo existencialista y moderno de la París de los sesenta, nunca dejó su sino trágico, ni en los gestos ni en la escritura. La asfixia, La mujer del Zorrito, La bastarda y Taxi son algunas de sus novelas que no por caídas en el olvido dejaron de ser imprescindibles.
Por Aurora Venturini
Sus herramientas son las novelas en las cuales campea el fantasma de una madre a quien trató de seducir, o al menos de agradar, en vano. A lo largo de unos relatos que le acaparan todo, intenta cavar hendedura en el muro de piedra con que el mundo la cercó a la perfección, para evitarla.
Toda la obra de esta mujer nacida en un pueblito francés en 1904, y que se sofocó con la trágica humareda de dos grandes guerras, va inmersa en la amargura de despedida. La relación de Violette con el universo circundante es neblinosa, siempre tan tétrica. Su escritura parece ser la de una vacuidad, de esas que van llenas de fingidas alegrías, amaneramiento contagioso. Les teme a los amores, desconfía de las amistades, se teme: “Mi madre no me ha dado nunca la mano ... Me ayudaba a subir, a bajar las aceras pellizcando mi vestido a la altura del hombro, allí donde las costuras de la manga es fácil de asir”, dice su personaje en La asfixia, historia de su infancia dolorosa. No obstante, Violette Leduc aparentaba un ser ligero cual paloma, oscura paloma, eso sí. Resulta que luego de sufrir dos espantosas guerras, era necesario aceptar cualquier margen viable a la posible sobrevida. “La tumba no será, pues, bastante profunda para tragarse a esta muchacha ... Suspira con tanta convicción que descansa sobre la almohada de todos los que duermen en una ciudad muerta. ¿En qué mundo recuerda que descansar dejándose flotar es más agradable que dormir?”, así describe a su personaje en La Mujer del Zorrito, que una vez más, advertiremos, no es otra que ella misma cargando con la pobreza de la posguerra. La mujer va a todos lados acompañada de un miserable cuello de piel que usa todos los días y que posee como el mayor lujo desde el día en que lo levantó de un basural. El zorrito que se muerde la cola mediante un broche y que la mira con sus ojitos de vidrio la obnubila. Ella lo ama y le conversa sumergidos ambos como objetos sombríos en un abandono. Ha llegado a jurarle fidelidad eterna. La Mujer del Zorrito es una autobiografía en cien páginas escritas con suficiente maestría como para contener un mar de penas y no desbordarse nunca. La fatalidad de haber nacido sin ser esperada no se va nunca. Violette pide limosna con su zorrito al cuello: “...He pedido limosna y qué te importa. Un estómago no es una regla de gramática, aceptemos lo que venga de donde venga”. El ruinoso animalito la acusa de haber intentado venderlo, y es verdad, sólo que nadie se lo quiso comprar sino que “se retorcieron de risa”. La dueña infiel y hambrienta tramó ganar una montañita de oro con esa venta. Ahora le pide perdón al zorrito y lo declara tesoro invalorable. El chal de piel al que ella llama “mi angelito” la domina, ya no piensa en venderlo y sabe bien que no se lo comprarán, los ensueños no tienen precio. Su angelito duerme, el hocico estirado, en paz con sus largas carreras por la naturaleza. Dormirá siempre. Ella lo llevará siempre en torno a su cuello. Se lo pone, lo acaricia y él la reconoce. “Duermen un sueño profundo. No oyen el estruendo del Metropolitano ni las puertas que se cierran”.
Veo todavía a Violette Leduc en la Estación de Strasburg y en Saint-Denis; en el departamento frente al Luxemburgo; andando por las ramblas arboladas,barriales de Viarnes y de Belloy; eran los senderos góticos de ojivas que formaban, al tope, las copas de la arboleda el material de su literatura. Violette figuraba una altísima criatura portando una cartera azul de paja y vestida por Chanel. Todavía sufría de malquerencias antiguas y vejaciones. Ya en plena madurez podía parecerse a una tía delgadísima que ironizaba sobre ella misma con mucha gracia: “vista de atrás, soy liceo, vista de adelante soy museo”. Vista desde lejos parecía joven porque nunca engrosó. Violette admiraba a la pareja formada por Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre. Su modo obsesivo de vivenciar el entorno la llevó a suponer que Jean Paul la perseguía, bella locura que no fue... Fue una parisienne, una hija de París irreductible. De otra ciudad no hubiera podido brotar el prodigioso genio de los ingenios de la autora de La bastarda, vayan a leerlo, es otra vez ella misma, uno de los libros más tremendos que existen todavía.
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