Viernes, 11 de diciembre de 2009 | Hoy
CRONICAS
Como “tareferas” son conocidas las mujeres que cosechan la yerba mate en la provincia de Misiones, un vocablo que encuentra su origen en la palabra tarifa, aunque ellas todavía hoy siguen cobrando por su trabajo en vales que cambian en negocios de los mismos productores yerbateros. A las extensas jornadas y el agotamiento de sus manos –única herramienta con la que cuentan– se sumó este año el recorte de las asignaciones familiares. Esta es la crónica de un reclamo que comenzó con cortes de ruta y huelga de hambre y que todavía no termina.
Por Irupé Tentorio
La intensidad del sol quiebra la tierra colorada de Montecarlo, así como va quebrando con el correr de los meses el cuerpo de estas mujeres. Ellas son las tareferas, las que cosechan la yerba mate a mano valiéndose de una tijera, empapadas de sudor o temblando de frío.
La zafra cumple un período que va desde mayo hasta fines de septiembre. Es un trabajo temporario y sumamente sacrificado, con sueldos que no superan los 300 vales –algo así como 300 pesos por mes–. Estos vales solamente pueden ser canjeados en las cooperativas de los mismos productores yerbateros.
Esta situación, además de ser absolutamente inverosímil, nos remonta a la época del mensú, a finales del siglo XIX, cuando al igual que los tareferos los mensúes solían ser reclutados por contratistas en puestos ubicados en las cercanías de los puertos fluviales y transportados a las plantaciones donde eran instalados en barracas inhabitables. Esta pregunta suena como eco en el aire: ¿cómo en la actualidad se repite un hecho semejante? La comparación es indignante, pero real.
Tarefear es cosechar la yerba mate, su significado viene del vocablo tarifa. Son varios los pasos que se tienen que respetar, para que luego la yerba pueda ser utilizada en todo nuestro país. En principio la plantación, luego el cuidado y por último la cosecha; es ahí donde estas mujeres intervienen con su cuerpo para poder obtener a fin de mes su salario y sus asignaciones familiares como lo dictamina la ley Nº 24.714 que está vinculada directamente con el artículo 14 bis del último párrafo de la Constitución Nacional.
Cuando empieza la cosecha con sus manos, limpian cada hoja de esta planta y luego en julio sólo con tijera se corta el gajo y se rompe nuevamente con las manos. Las mismas manos que al final del día cocinan para toda su “gurisada”.
A las tareferas se les paga un monto determinado por cada kilo de hoja de yerba mate, al pesar la ponchada cerrada de lo que hayan cosechado, se determina así cuánto les corresponderá cobrar.
Durante los meses de cosecha, el despertador suena todos los días a las 3 de la madrugada. Con el tiempo justo preparan su comida seca, ya que el intenso calor no les permite llevar otro tipo de alimento. Lo que las lleva a nutrirse únicamente a base de mandioca, pan o el típico “reviro” de la zona. Poco después de la hora señalada, tienen que estar listas para subir al camión. Un camión que las traslada hacia el yerbal para empezar a tarefear y acarrear en sus hombros la “baita” gastada con alrededor de 90 kilos de hojas de yerba mate. “Vamos a trabajar como ganados, amontonados, y volvemos a nuestra casa recién a las once de la noche, nuestro trabajo es terriblemente agotador”, dispara Rosa Ortiz.
Los empleadores –productores yerbateros, encargados de organizar y dirigir sus tareas– no les brindan las condiciones básicas. En estas chacras no existen ni baño ni agua, y menos aún ropa para que ellas puedan cosechar la tierra sin deteriorar lo poco que tienen y a esto se le suma que todas las herramientas que necesitan para trabajar las tienen que comprar, hasta los guantes necesarios para no lastimar sus manos y lo más alarmante es que no gozan de asistencia médica.
A ella la llaman Capa y brinda su casa para ser escuchada, “recién terminé de pintarme las uñas” lo dice con una sonrisa que devora la vida. La voz no le tiembla y con seguridad cuenta que hace siete años vive con VIH/sida. “La primera parte de la enfermedad fue la más dura, me costó mucho asumirla, además la escasa atención que me brindaban los hospitales de la zona dificultó bastante mi salud. Durante meses perseguía a los médicos. Me sentaba en el pasillo y lloraba rogando para que me atendieran.” Sin dudas es una traba terrible el silencio y la poca información que hay alrededor de esta enfermedad y es justamente ese silencio lo que a ella no la ayudó para sobrellevar mejor su tratamiento.
Sin embargo, durante cuatro años siguió tarafeando, hasta que un día –en su jornada laboral– el cansancio la agoto de tal manera, que sus defensas bajaron y cayó en un cuadro de meningitis aguda. “Yo venía ya con esa tos, primero tuve neumonía y luego meningitis y ahí estuve tres meses internada, me asusté mucho, creí que me moría. Me llevaron hasta el hospital que queda en El Dorado, a 30 kilómetros de acá, porque en Montecarlo no tienen la medicación que el Estado gratuitamente me brinda”. Sus hijos en aquel entonces eran muy pequeños, su hijo mayor de 13 años, que también trabaja en la chacra, en ese momento tenía apenas cinco años, “se quedaba solo todo el día, nadie podía cuidarlo, nadie me ayudaba, yo tenía mucho miedo que lo vean solo y se lo lleven, pero no tenía otra alternativa. Su escaso vocabulario no quita que exprese el sufrimiento y la lucha que ha pasado: “Ahora estoy bien, me pinto, me arreglo, antes no tenía ánimos para hacerlo”.
Capa ya tiene cuatro hijos, “me quedé embarazada con la enfermedad, pero por suerte los nenes son sanos. Durante mis embarazos hice todo el tratamiento. Es jodido el tratamiento, en el embarazo hay que tomar muchos medicamentos. Cada cuatro horas tomaba cuatro pastillas y un jarabe. Al principio de mi enfermedad mis tres hijos estaban con mi mamá, ahora ella falleció. Los cuidaba ella porque pensaban que yo no me iba a cuidar y mis hijos se iban a infectar, el doctor también piensa lo mismo, le pregunta a mi marido si él no tiene miedo de mí”. Repite una y otra vez la discriminación que sufre día a día y cómo es humillada ante sus vecinos o gente de la ciudad: “A veces la vecina manda a su ‘gurí’ a tirar piedras a mi casa y les grita a mis hijos sidosos”.
“En el hospital de Montecarlo, cuando me hice el test, se corrió el rumor... y viste cómo es, ‘pueblo chico infierno grande’. Me hice varias veces el test, tenía la esperanza de que algún día me diera negativo”, sonríe nerviosa y dice: “Uno la esperanza nunca la pierde”. Capa habla rápido, casi sin respirar, lo escupe todo de un tirón, no deja de contar ningún detalle, el miedo que en muchos momentos la paralizó ahora le da fuerzas para seguir su tratamiento al pie de la letra y así poder ver crecer a sus hijos sanos.
La falta de asistencia médica en las chacras es un hueco más entre las muchas carencias que sufren ellas, sin embargo la yerba se cosecha bajo las condiciones que dictan “los capataces” que, según su antojo, van cambiando.
Resistir la intemperie, soportar una jornada de casi 19 horas, esa insalubre jornada laboral sucede allí en lo alto del hermoso Paraná, en donde el respeto y los derechos de los taraferos son absolutamente ignorados.
A principios de 2008, la Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses) decidió compulsivamente y sin aviso previo, quitarles las asignaciones familiares, ya que estos productores yerbateros jamás cumplieron con las reglas dispuestas por el Estado nacional y eso fue la gota que rebasó el vaso. El pisoteo fue tan profundo que las “hermanas tareferas” decidieron unirse y reclamar por lo que les corresponde. “Queremos que nos liberen las asignaciones, no podemos esperar más, estamos cansadas de morirnos de hambre, de que nos traten como ignorantes. Es por eso que decidimos empezar nuestra protesta. El cansancio del constante maltrato nos dio fuerza para salir a cortar la ruta 12”, la misma que lleva a Cataratas del Iguazú.
En principio, organizaron varias asambleas, luego decidieron cortar la ruta, sin embargo la intendenta Elba Auzmendi se acercaba hasta esta protesta y les decía: “Lo que hacen es una vergüenza para Montecarlo” y en cada una de sus palabras prometía que la situación iba a mejorar, por ende el corte de ruta se levantaba y todo quedaba limpio y ordenado. “Nosotras no queremos que sigan diciendo que somos sucias, por eso arreglamos lo que descuidamos.” Sin embargo, cuando las taraferas buscaban su dinero, no encontraban ningún peso para sus hijos. Esta lucha siguió durante todo el 2009, pero más allá de esas promesas incumplidas a “boca de jarro”, ellas continuaron cosechando con la esperanza de poder cobrar esos pesos que salvan a su familia.
El período de zafra terminó en septiembre y las asignaciones familiares aún no llegaban, por ende Sonia Lemos y Elsa Godoy –delegadas de este reciente sindicato– empezaron a moverse para intentar hacer una protesta aún más fuerte y organizaron el pasado 20 de noviembre una huelga de hambre que duró once días. A esta huelga no solamente se sumaron las mujeres taraferas, sino también sus compañeros de lucha y varios referentes sociales, políticos e intelectuales de todo el país, como por ejemplo el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel.
“Se tiene que hacer visible la desesperación de no tener para darles de comer a nuestros hijos, que se sienta el llanto de hambre que muele nuestros huesos”, sostiene Elsa.
Sonia, de 29 años y con 4 hijos, sentada en la casa de su vecina, ubicada en la zona rural de Montecarlo, cuenta que fue elegida delegada por sus hermanas tareferas, ya que ella está asegurada, lo que significa estar en blanco: “Yo veo cómo es el sufrimiento de esta gente y lo cuento. Acá hay casas que tienen sólo dos habitaciones, y nos habían prometido casas con cuartos separados. Hay muchas familias que tienen casi 8 hijos y conviven todos ahí”. Ante esta declaración Sonia respira profundo para contener sus lágrimas, pero no puede y se quiebra; sin embargo, continúa su relato: “Nos pasa a buscar el camión a las 4 de la mañana, para ir a trabajar todo el día, hay días que tenemos que ir a trabajar a las chacras que están a varios kilómetros de nuestras casas, entonces esos días nos despertamos un poco más temprano. Lo angustiante es que nunca sabemos a qué hora vamos a regresar, quizás a las once, quizá a las diez, y nuestros hijos quedan solos todo el día”.
“Cuando la tormenta nos agarra y el camión patina, todos tenemos que bajarnos a empujar, ahí no hay diferencia, ni hombre ni mujer, todo es parejo. Todos sufrimos por lo mismo, sentimos que no tenemos derechos a reclamar absolutamente nada.”
Hace unos meses atrás, Sonia sufrió un accidente en su cintura y los médicos le diagnosticaron hernia de disco, “ese día levanté 90 kilos de hojas en la baita que llevo al hombro”.
A partir del accidente que le sucedió, el capataz decidió comprar una carretilla para llevar las hojas que ellas sacan. “El tuvo miedo de que esto les siga sucediendo a las mujeres. A mí me gusta tarefear, es lo único que sé hacer, pero además tengo cuatros gurices y tengo que darles de comer y la plata no alcanza. Yo veo chicas tarefeando que me gustaría que estudien, pero otra no les queda. Yo sólo pude estudiar hasta tercer año, después tuve que dejar la escuela y salir a trabajar para ayudar a mi padre en el yerbal”, remata Sonia. Esto es apenas una migaja de lo que cotidianamente y desde siempre las tareferas sufren.
Luego de que la Dra. Roxana Rivas presentara una acción de amparo, el pasado 2 de diciembre, el juez federal de El Dorado, José Luis Casals, falló a favor de estas familias, y la Anses a partir de ahora deberá pagar el dinero de las asignaciones familiares. “El juez hizo lugar a la cautelar y dispuso como medida preventiva el cese de las retenciones y/o descuentos que realiza la Anses sobre las acreencias que, por asignaciones familiares, les corresponde percibir a los actores por sus hijos menores a partir de la fecha de comunicación”, relató la Dra. Rivas.
Ahora falta resolver lo adeudado de los meses anteriores, que equivalen a casi dos años. “Pero para eso habrá que esperar una sentencia”, concluye la Dra. Rivas.
Las taraferas que habían vuelto a ayunar frente al Banco Nación en Montecarlo, al recibir esta noticia, resolvieron en una asamblea levantar el ayuno y confiar en que su situación tomará otro camino.
El juez Casals destacó la importancia de avanzar sobre el cambio para acabar con la vulnerabilidad de estas trabajadoras. “Es la población laboral más vulnerable en el espectro de actividades de la provincia y por consiguiente una de las más desprotegidas, lo que requiere la adopción de medidas por parte de esta jurisdicción” y agrega que deberán tomarse “como acción preventiva las medidas que sean acordes para restituir el derecho afectado hasta tanto se logre dilucidar los verdaderos motivos que han llevado a la Administración a adoptar la suspensión de tales pagos, todo ello en concordancia con la protección integral que se debe otorgar a los menores dentro del consabido precepto del interés superior del niño, previsto en la Convención sobre los Derechos del Niño, aprobado por la Asamblea de Naciones Unidas y que integran el plexo constitucional a partir de la reforma de 1994.” Esta convención, sostiene Casals en su fallo, “taxativamente impone en su artículo tercero la obligación de los Estados partes que en cada medida que se adopte en el plano de las instituciones públicas o privadas, tribunal, órganos, legislativos o autoridades administrativas deben dirigirse primordialmente a tal interés y otorgar la protección y cuidados que sean necesarios para el bienestar de los mismos, premisas esas que se han de cumplir por medio de la dis- posición que se pretende al suspenderse las retenciones que se ejecutan por la Administración”.
Es que en los constantes relatos de estas mujeres se escucha lo naturalizado que están el abuso y el sometimiento a las que están expuestas. Pero también se llega a ver, cuando sonríen, que esta lucha las hizo unirse para así poder intentar cambiar esta realidad que ninguna de ellas –ni nadie– merece.
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