Viernes, 8 de enero de 2010 | Hoy
URBANIDADES
Por Marta Dillon
El temblor de su voz, esos labios que prometían unos besos tan húmedos y esponjosos que convocan de inmediato al rubor, su manera de jadear mientras fraseaba, la pelvis apretada y bamboleante; Sandro no era otra cosa más que sexo. Sexo en estado de deseo permanente, o sea, sexo del mejor, el que está por suceder, el que parece que va a entregar el cielo mismo antes que las fugaces luces del éxtasis dejen al cuerpo como de estopa, cansado, abandonado, sin más brillo que aquel que se agita en la memoria. Fantasía en estado puro, erotismo de consumo masivo, porno soft para mujeres antes de que el género exista y también después, cuando ya las imágenes de los canales codificados fueran parte del menú doméstico, él seguía entregando un relato para que las manos se perdieran bajo la ropa interior de mujeres que ya se supone expulsadas de ese paraíso –¿o acaso no se insiste hasta el infinito en todas las crónicas en el contraste entre ese colectivo llamado “las nenas” y su pertenencia a la generación del ’60?– El mundo de sensaciones de Sandro era más que el permiso para soñar, era la materia prima misma de los sueños: un juego previo eterno y vibrante. Un cuento que llega al oído y que siempre es capaz de aflojar el delirio con una carcajada. Sexo había en la forma en que él agitaba el lazo de la bata en sus últimos shows, haciéndoles creer a las mujeres de la platea que sólo ellas era capaces de convertir esa materia laxa en espada vengadora de todo lo que se les había negado, por pacatería, por prejuicio, por falsa moral. El inventaba la escena de la enfermera que lo revivía en terapia intensiva para convertirlo en el hombre siempre dispuesto para después confesar que esa misma enfermera debería tener cuidado, después le tocaría baldearlo, porque con su tamaño no habría otra forma de bañarlo. ¿Y no se trata de eso el sexo? ¿No se trata de una especie de lámpara mágica que por frotación hace aparecer el genio del envase más opaco? ¿Acaso hay alguien que pueda abstraerse de la belleza que implica sentirse deseada?
Sólo así puede escucharse eso de “las nenas”, esa infantilización del deseo femenino, necesaria, parece, para que entren todas, para que se den permiso de salir a jugar como sea, con quien sea, a la edad que sea.
Mientras el féretro con el cuerpo del ídolo se presta para el rito colectivo del desgarro se escuchan voces de aliento a la esposa de Sandro. ¡Vamos, Olga! ¡Fuerza, Olga! ¡Qué gran mujer! Ella, la guardiana, una mujer del común, podría ser cualquiera de las que cada 19 de agosto festejaba el cumpleaños del cantante. Podría ser incluso la madre imaginada, la misma a la que él rindió pleitesía tanto en vida como después de muerta. La certeza, justamente, de que Sandro es una fantasía que habita ese lugar donde es posible moldearlo todo a imagen y semejanza del deseo. Es que esa sensualidad que desplegaba cada quiebre de su cintura no acepta imágenes concretas. Nadie quiere verlo en la cama, todas y todos quisieran imaginarlo, siempre joven, labios de carne cruda para morderlos y que sangren. ¿De eso se trataba el enigma sobre su sexualidad? Porque el enigma no era la vida privada, de eso hablaba: sus adicciones, sus canchereadas, el despilfarro del dinero, el invento de su origen gitano, sus padres, su diagnóstico, el padecimiento de su enfermedad. Sólo se reservó el secreto de sus placeres sexuales. Tal vez sabía que así se conservaba en estado puro, puro sexo, puro Sandro.
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