Viernes, 15 de enero de 2010 | Hoy
PUBLICIDAD
Por Graciela Zobame
No estaba mirando la televisión. Pero eso no quita que no estuviera encendida. Fue así que sin mirar al pajarito me pareció estar oyendo la voz de mi conciencia saliendo del aparato. Dirán que ese pajarito estúpido de la publicidad de galletitas no está a mi altura. Bueno, es cierto, pero ocurre que me decía cosas que suele decirme: “Que se me está cayendo todo, que me estoy pareciendo a mi mamá”. Claro que también decía otras cosas que espero no me diga nunca, como que tengo que elegir si voy a Buzios o me hago las lolas. Me resisto a decir la palabra lolas, ese modo de hablar de las tetas mías, los senos de mi abuela y los pechos de mi madre que tiene la televisión desde hace unos años. Me resisto a elegir entre un quirófano o una playa aunque el precio haga equivalente a estas dos distracciones. Pensé que era mi conciencia, sólo un detalle me hizo desconfiar. Y no es el de casarse antes de los 30 ni otra aberración retrógrada que no comparto, podía ser que mi voz interior hubiera comprado sin mirar todos los mandatos que se replican en revistas, programas y avisos publicitarios. La conciencia decía que tengo treinta años y que no me casé y por única vez dejaba de sermonearme con otra lista que no tiene nada que ver con ésta que parecía no tener fin: qué escuela elijo para los chicos, cómo hago para que mi amante no insista con no ponerse preservativo, en fin. Mi conciencia no es tan original pero tampoco cuadra mucho con una moral y una asepsia que las publicidades adoptan por miedo a que se vaya el cliente. La publicidad señala los problemas pero enseguida aporta las soluciones: hay detergentes poderosos y comidas precocidas para no parecerme a mamá, cremas y aparatos para que no se me caiga, desodorantes para conquistar hombres antes de los 30. No hay producto disponible para el machismo del amante o para la incertidumbre que genera el sistema escolar.
Pero lo que me hizo desconfiar definitivamente es que mi voz interior había cambiado su tono encantador y que ya me es tan familiar por esa voz de pito, que dicho con todo el doble sentido posible, era además una voz de hombre. Le pusieron voz de hombre a la conciencia de la dama media femenina. O dirán que le pusieron voz de pajarraco, es posible. Al darme vuelta advertí que se trataba de un spot publicitario. Un pájaro carpintero le está comiendo los sesos a una chica que acaba de despertarse y desde que se levanta, mientras se cepilla los dientes y se dispone a tomar su desayuno, le va llenando la cabeza con una serie de cuentas pendientes. Quise enojarme. Me sentí tocada en mi fuero íntimo. La lista de estupideces le habla a la mujer más sometida del planeta o refuerza su sometimiento obligándola ahora a sacarse esas ideas estúpidas de la cabeza tragándose un par de galletitas. Pero me reí. No me enojé. Por suerte no era esa la voz de mi conciencia, me calmé. Pero casi lo era, reconozco. No estoy segura de salir a comprar las galletitas que dan la cordura y el amor propio suficiente como para decirle a los pajaritos en la cabeza que vuelva al árbol. Pero reconozco que la próxima vez que me escuche o escuche decir alguna de esas frases tortuosas, las asociaré con esa voz de pito, y usaré el aire comprimido, como en la más tierna infancia.
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