Viernes, 15 de enero de 2010 | Hoy
En la primera mitad del siglo XX, bajo el nombre de escuela nueva o activa, surgieron teorías y, sobre todo, experiencias de muy diversa orientación pero que, en conjunto, apuntaban a transformar la escuela tradicional, enciclopedista, del castigo como recurso pedagógico. Olga y Leticia Cossettini dedicaron su vida a cambiar las cosas.
Por Claudia López
En 1886, Antonio Cossettini es unos de los 200.000 inmigrantes campesinos que Italia deja salir rumbo a América como una concesión frente al hambre y a las luchas por la unificación. Llega desde Friuli a San Carlos, provincia de Santa Fe. Tendrá la costumbre de fundar escuelas bilingües y tallar en madera, mientras su piamontesa mujer se encarga de una casa donde conviven hijos propios y ajenos. Olga y Leticia crecerán “arreglándose solas” y llevarán adelante el ejemplo local más emblemático de la “escuela nueva”.
Olga se recibe de maestra a los 16 años. Le designan una institución en Sunchales donde adhiere a una huelga prolongada y despide a sus alumnos con un “hasta mañana o hasta siempre”. Por ambas cosas, la mandan castigada a Rafaela. Allí, tiempo después, la nombrarán en el Normal Domingo de Oro, dirigido por Amanda Arias, defensora, como ella, de los principios de la “escuela activa”. Nada de programas rígidos ni de tratar a los niños como adultos mentalmente deficientes: autoeducación y pedagogía viva. Los maestros abandonan los rasgos burocráticos de la profesión y comienzan a estudiar la complejidad de la imaginación y del razonamiento de sus alumnos. Luego de esta experiencia, Olga pide la dirección de un colegio en Alberdi y llama a Leticia para sumarse al plantel de maestros: será la cara artística de la Escuela Gabriel Carrasco.
Más que por las lecturas de Romero, Rousseau, Pestalozzi, Montessori y Piaget, la vida de Leticia estará jalonada de otros deslumbramientos. A los 7 años, Hamlet en las rodillas de su hermana y los ensayos de los actores de la Sociedad Italiana asomada por el tapial de su casa. El herbario de su padre, los pájaros, los árboles y los personajes insondables de Rafaela entre los que se moverá, como dice Juan Ramón Jiménez, como una “palmera ondulante”. Así, también, en la escuela. Más allá de las representaciones teatrales con invitados como el mismo Jiménez o Javier Villafañe o de los recitados de Gabriela Mistral, el teatro le dio a Leticia una clave pedagógica: la improvisación. Porque, no vivimos en un universo matemático, Leticia propone “molestar lo menos posible” a los niños en sus encuentros con el mundo. Lectora de Yourcenar, “una sabia incertidumbre” la llevó a inventar las más desopilantes actividades. Una muestra de este empeño cotidiano fue la creación del “coro de pájaros”. En el documental La escuela de la Señorita Olga, de Mario Piazza, podemos escuchar gorriones, chingolos y zorzales en las versiones humanas y adultas de sus ex alumnos. Hubo que agruparlos por especies. No había acompañamiento. No estaba más que el silencio donde se movían las voces de los pájaros. El coro creció tanto que hubo que abrir un registro para anotar a los aspirantes. Hubo hasta 6070. ¿Se imagina a un solista que se presenta frente a los compañeros para hacer de calandria?... Y, como la vida, el coro nunca salía igual... Roberto y Angel dijeron: “Nosotros imitamos el paraguayito: yo, cuando está en libertad, y Angel cuando está prisionero”.
Olga y Leticia crecieron en Santa Fe con la llegada de la luz eléctrica, la conversión de los detenidos en trabajadores de obras públicas, la creación del Conservatorio Giuseppe Verdi y la primera carrera automovilística entre Rafaela y Sunchales. Acostumbradas al librepensamiento, le dieron la espalda al retrato de Mussolini que Antonio pegó en su escritorio luego de volver de Italia con la frente fascista. Contra la escuela “nacionalista hispanocatólica”, Olga advirtió sobre la pedagogía venenosa que “hace un llamado a los instintos atávicos, a la tradición, a la mística del redil, a la necesidad de obedecer al jefe”. Derrocado Yrigoyen, dio conferencias sobre el poder de la xenofobia y el egocentrismo en educación. Su “escuelita” la llevó a trabajar en Honduras, México, Francia, Inglaterra e Italia y, con la beca Guggenhein, a estudiar los modelos educativos de Estados Unidos. Mientras, los alumnos de Leticia llenaban sus cuadernos de acuarelas, estudiaban geometría calculando las superficies de los canteros en las plazas, conversaban sobre Roosevelt y bailaban al ritmo de Stravinsky.
El 28 de agosto de 1950, sin sumario ni juicio pedagógico adverso, el ministro de Educación, Raúl Rapella, decidió el cierre de la escuela. Los carros de la policía rodearon la escuela... los vecinos se pasaron la noche llenando las paredes con consignas en nuestra defensa. Se hicieron actos, se distribuyeron volantes pero no hubo nada que hacer... Nunca supimos quién firmó el decreto. Era una letra ilegible, un mamarracho.
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