Viernes, 7 de mayo de 2010 | Hoy
MARINERA EN TIERRA EPILOGO
Con la ecología en el alma y el fuego de la cultura en la mano, los expedicionarios del Crucero Paraguay llegan al final del recorrido. Los frutos de la naturaleza y los de la imaginación se desprenden en conversaciones y extraños convivios. Esta última crónica, epílogo y nostalgia, deja sellada para la posteridad, como Ulrico quería, las escenas mínimas y fundantes de una patria: la experiencia.
Por María Moreno
Parecía una frase dicha al pasar, y como para encarecer la aventura, pero era verdad. Para todos, desde el capitán hasta el último expedicionario, era la primera vez y probablemente la única. Porque si, luego de viajar juntos en el Crucero Paraguay, la suerte le deparara a alguno de nosotros colarse en el recorrido de una barcaza que cargara gasoil o containers aguas arriba, no sería lo mismo y hasta extrañaría los convivios, esas asambleas afables pero que exigían un espíritu casi militante, al menos en la atención a los temas de peso para el diagnóstico del río: la regulación de sus riquezas naturales, los conflictos económicos, el destino de sus comunidades. De babor a estribor habíamos tomado infinitas fotografías, a veces extremadamente monótonas para un ojo que no sabe leer en las correderas, en las copas de los árboles y en las plantas los cambios menos evidentes; si las hubiéramos impreso y colocado una al lado de la otra habríamos cubierto la superficie de Rosario a Asunción.
Me imaginé que el río estaba enojado. Tanta gente letrada que enumeraba sus pérdidas en especies ictícolas (¡qué palabra horrible para aludir a esos surubíes que, transportados en el portaequipajes de la camioneta familiar, alcanzaban con la cabeza el vidrio delantero!), señalaba la erosión en sus costas que mataba los albardones, denunciaba sus tráficos oscuros y nadie le escribía como Claudio Magris al Danubio. Me pareció que el río murmuraba con olitas en forma de rizo envidioso “a ese Danubio, Magris lo debe haber sacado de la guía Baedeker”. Y entonces se ponía a posar de exótico, como si fuera otro.
–A la entrada del Paraguay ya era un río de Vietnam. Primero se veía el agua, los camalotes que bajaban, una franja de niebla, la selva en las orillas, una línea clara de horizonte y en lo alto el sol pero estaba nublado –soñaba el cordobés Emilio Nasser, fotógrafo y cocinero.
Y el río, puede decirse, nos dio con un palo:
–¿Viste cuando se metió el tronco? –me decía el práctico Vacarezza–. Se enganchó entre la hélice y el timón. Y con la fuerza de los motores rompió 12 de los 16 bulones de acero inoxidable. Y eso que tienen como 19 mm de diámetro. Voló la chapa. Entonces se hizo cortar el motor central, se siguió con los laterales y, rápidamente, la hélice se aseguró con una cadena. Doce kilómetros más adelante paramos el barco contra una isla. Y ahí hubo seis horas de reparación con los mecánicos prácticamente bajo el agua. Te lo perdiste. Fue impresionante: un trabajo en tiempo record y bien difícil. Porque de los bulones que se cortaron quedó la mitad adentro. Entonces, a ras del agua, los marineros metieron bulones más chiquitos y los soldaron a los espárragos para poder desenroscar uno por uno.
No podía siquiera imaginar lo que me contaba Vacarezza, sonaba a una orgía de Sade: imposible de reconstruir con un gráfico.
Si hoy se viaja con prótesis –anteojos antirreflex, radares, laptop, cámaras digitales, radio– no se hace más que aprovechar el viento de los tiempos, como Ulrico o su catalejo a su dedo para el viento. Pero en el Crucero Paraguay siempre había una nostalgia de pisar el limo o de recoger muestras para un insectario.
–¿Para qué tomamos tantas fotos? Si hubiera habido señal en el barco, seguro que no viajábamos. Encima un artista está obligado a tener un estilo porque el estilo es su valor, entonces, por más que mires, terminás haciendo tu propia obra.
Andrés Loiseau había aprovechado su tramo de recorrido haciendo y deshaciendo esculturas de barro, enseñando el arte de la monocopia: así se corría de su profesión de arquitecto y de su hobbie de extra cinematográfico –hizo de aristócrata de época, de padre muerto cuando joven y casi llegó a ser doble de Benicio del Toro al que se parece como un gemelo. No era el único de nosotros cuya razón le decía que no hay paisaje sin mirada de por medio pero sin embargo... Si teníamos que pensar en un símbolo del pintor viajero nos parecía más “auténtica” la bióloga Agatha Bóveda que dibujaba con preciosismo en su cuaderno una bandurria que los artistas que, los pies apoyados sobre la baranda, paseaban la mirada de las islas a su block en donde la mano derecha trabajaba a ritmo sostenido pero... para hacer un García, un Rodríguez, un Bedoya, un Pere Joan, un Loiseau.
Pero no ¿acaso los cientos de fotos sacadas por García, por Rodríguez, por Bedoya, por Pere Joan y por el mismo Loiseau no eran ya García, Rodríguez, Bedoya, Pere Joan, Loiseau: de autor?
Pere Joan pidió un barco salvavidas y desembarcó en una isla. Sólo encontró media vaca y los restos de un yacaré.
–Me gustó porque me gustan las imágenes en descomposición, de decadencia no impostada.
A veces los expedicionarios eran como esos doctores del ochenta que debatían sobre la llegada del ferrocarril, dudando entre sí era una panacea o Lucifer. Otras podían admitir matices y afinar los convivios:
–Las represas son un mal necesario –argumentaba, por ejemplo, el geógrafo Carlos Reboratti–. Inundás doce mil hectáreas y cambiás de lugar un pueblo, pero cuarenta millones de personas tienen luz. No se puede decir “no porque hay un conejito que solamente está ahí”, como dice la gente que también le dice no a la energía nuclear. La energía eléctrica es absolutamente factible, con un impacto ambiental puntual.
Otros, como la bióloga Agatha Bóveda, retrucaban en nombre de especies en peligro como el delfín franciscana o el numenius borealis que hace cuarenta años que no aparece, seguramente porque le cambiaron las pasturas. O se callaban, como el antropólogo Guillermo Sequera, cuyo corazón político le pedía explayarse en rincones menos amuchados como las sobremesas o los tête à tête de cubierta.
Para el músico Oscar Fandermole, ciertos progresos se metían directamente con el arte:
–En mi pueblo desapareció el horizonte natural que no era el de la llanura, sino de monte, aunque fuera un monte de eucaliptus. Vos te parabas en el medio del pueblo y paneabas así y era todo verde. Esos bosques eran de Celulosa, de ahí se llevaban los palos a Capitán Bermúdez, en donde se hacía la pasta que volvía después a Pueblo Andino para hacer el papel. Cuando Celulosa se fundió vinieron las topadoras y ¡fa! dejaron pelado.
Cuando yo era chico mi papá pescó en el río de mi pueblo, que es un río chiquito, un surubí de 35 kilos. Esa fauna estaba presente a fines de los sesenta. Ahora no conseguí uno de diez kg, ni de dos, es más: es difícil que pesques un surubí.
–El Carcarañá. Los chicos jugábamos en una represa que ahora se llevó el río –se cayó hace tres semanas– y que estaba en el extremo del pueblo desde 1865 para darle electricidad a la fábrica de papel. Jugábamos nadando de una punta a la otra y hasta cerca de las compuertas de alivio del dique de la represa que tenía un chorro de 150 metros. Las turbinas de esa represa daban electricidad a la fábrica y al pueblo.
–No va a haber nunca legislación sobre eso pero ¿cuánto vale un imaginario? Porque se supone que de ahí salen determinadas poéticas, Cuando determinado paisaje no está más, vendrán otras pero serán las poéticas que se generan alrededor de un río deteriorado, depredado, un río muerto. Hace unos años el Coqui Ortiz escribía una canción que se llama “Esta herida abierta sobre el mundo”. Y así como Manuel Scorza escribió sobre un río que se detiene o que corre hacia atrás, El Coqui imagina que de repente el lecho del río queda vacío. Es una metáfora, pero a lo mejor no. ¿Y por qué en un creador del 2000 aparece esa imagen del río que no está. La canción es un síntoma de algo que antes no había aparecido. Entonces ¿cuánto vale un paisaje? ¿Un paisaje de girasol y de lino vale más o menos que un paisaje de soja?
Fandermole, como Bedoya, era uno de los lenguaraces de la expedición, aunque hablara la misma lengua, es el que conversaba con la orilla, en su caso con los pescadores artesanales obligados a pescar con la malla más chica para que no los apriete el frigorífico o la acopiadora, o les venden a ellos y se unen, trágicamente, a la depredación de lo que era “el río de antes”.
El aprendizaje es como el trauma: se necesita un segundo acto para que tenga sentido el primero. Las gracias y desgracias de una represa hidroeléctrica, los efectos colaterales de una hidrovía, la historia política del color eran temas a los que prestaba una atención errática o un fanatismo intermitente y mudo. En los convivios de Paranáraangá, los diversos saberes me empujaban menos al acopio de notas funcionales a una crónica futura, que al compromiso de una investigación personal, de hecho me cambiaron un hábito, el leer el diario saltando de las notas de tapa a las de cultura y artes y espectáculos, para pasar leer los suplementos sobre campo, arquitectura, ciencia y técnica aunque siga sin manejar la escolástica de lo sustentable o desconozca los puntos fundamentales del protocolo de Kioto. Lo que no se pudo cumplir, como la visita a Humaitá con su iglesia en ruinas, espectral en su terrible belleza de caries histórica, no me desilusionó sino que me dio ganas de volver por tierra a su dominio entre ríos.
De vuelta, Paranárangá es una constelación de imágenes que se imponen al azar: es Veda, Gestrudis y Aída agitando sus pañuelos blancos y lagrimeando sobre la borda pero también riéndose a carcajadas de esa banda que se iba y a la que ellos convencieron de ser mucho más interesante y glamorosa que esos turistas de fin de semana a Pantanal. O la figura conmovida de Alfredo Salgado, primer ganador del concurso de quesos artesanales de Paraná, la frase largamente preparada: “Gracias, gracias, por fin estos cosos se transformaron en quesos”. O la foto que me tomó Coco Bedoya junto al cartel que indica Puente Pessoa que es como haberse sacado una foto con una canción. O la cara de pajarito del señor Aledo Luis Meloni, de noventa y ocho años a quien, en la casa de cultura de Barranqueras, confundí con uno de esos viejitos que se cuelan en los vernissages y casi no saben de qué se trata salvo el vinito y los canapés pero que resultó ser gloria local y sin lagunas de memoria a la hora de presentar la muestra sobre Horacio Quiroga. O el gauchito de ocho años que me sacó a bailar el chamamé por protocolo de local y los dos rezábamos desesperados para que el fin de la pieza nos liberara, mientras él me seguía mirando desde mi ombligo como a una ogresa patadura. O la revolución según Oscar Edelstein, definida en una sobremesa: “Cuba con la plata de Suiza”, el ensayo de su ópera en cubierta a cargo de dos grupos divididos por sexo que no hacían más que cantar “aaa,eee,iiii,ooo,uuu” pero sonaba impresionante. O Ricardo Ramón, director del Centro Cultural Parque España de Buenos Aires, preguntando en el cementerio de Riachuelo si ahí tenían Varón del cementerio (no tenían pero sí casas cercanas y vacías en donde había ruido de pasos y de puertas que se cerraban porque allí había existido la clínica de enfermos terminales del Dr. Eulogio Cabral). O el banco de la iglesia de Yaguarón, en donde se leía Oberdan Sallustro. O los bichos que se colaron en mi camarote porque lo había dejado abierto con la luz prendida y a quienes dije con el pensamiento mientras me revolvía en la cama, y los oía crujir bajo el peso de mi cuerpo “¿y si nos posáramos todos juntos?”.
¿Paranáraangá es ahora Panaraangaland, como quiere Pere Joan, quien le ha diseñado una bandera marrón y un escudo del mismo color con un camalote verde en el medio? En ese caso, no sería poco mérito, que una patria, aunque imaginaria, se haya creado sin derramar una sola gota de sangre.
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