Viernes, 11 de junio de 2010 | Hoy
CINE
Stella, el tercer film de la realizadora francesa Sylvie Verheyde, es un relato emotivo sobre una preadolescente que tiene una oportunidad diferente. Y la toma.
Por Guadalupe Treibel
“Tienen cara de niños; del tipo ‘protegidos’. Deben irse a dormir a las 8.30. Yo no soy así”, autodefine –en la negativa– Stella. Es su primer día de colegio nuevo y, por el azar del sorteo, fue ubicada en una zona “bien”, con nenes “bien” que contrastan con su style of life. Es París, es 1977 y Stella tiene 11 años. Su primera semana le cuesta un ojo en compota; no quiso ceder su pelota de fútbol y un compañerito... en fin. No conecta con nadie, no entiende lo que los profesores dicen, no estudia. No le importa. Bah, por ahora no le importa. En casa, está tan numerosamente acompañada. Sus padres tienen un bar y viven en el hotelucho adosado, pisos arriba. “Tengo muchos amigos aquí; muchos mueren rápido de cirrosis”, cuenta la protagonista que da voz en off al relato y nombre al film.
Porque, escrita y dirigida por Sylvie Verheyde, Stella (2008) es un film en primera persona. Con la cámara a la altura de los ojos, los 103 minutos de cinta se detienen en la cotidianidad de una preadolescente que, según ella misma aclara, sabe más de billar, fútbol y cómo se hacen los bebés que de gramática, aritmética o historia. En piel de la pequeña actriz Léora Barbara (en su debut fílmico), Stella conoce lo que conoce y pertenece a una suerte de white trash francesa que rompe con el imaginario glamoroso de la ciudad de las luces.
Mamá Roselyne (Karole Rocher) es una mujer infiel, más preocupada en servir unos tragos que en chequear que la nena haya hecho la tarea. Papá Serge (el atractivísimo Benjamin Biolay, conocido por cantante y nuevo Serge Gainsbourg de proyección) es jugador, hijo de una prostituta y apasionado por los naipes; lleva los ojos entrecerrados y un cigarrillo le cuelga del labio inferior. Ojo, no hay que confundir: son gente de buena espina pero son ellos y sus circunstancias. Y amor no siempre es una caricia o atención; amor puede ser enseñar a la hijita cómo disparar una escopeta. Como bonus, está Guillaume Depardieu en una de sus últimas actuaciones antes de morir, como el borracho amigable del bar, amigo de Stella, una figura semipaternal que le da un empujón y se aleja, a medida que la propia niña lo hace.
Stella no baja línea y, a pesar del contexto histórico, no pretende ser un film político. Es, con suerte, una radiografía de clases que toma el presente de una mujercita de 11 para mostrar la libertad que viene con la educación. Es que la niña, una pequeña salvaje que opta por la indiferencia escolar, da un giro y una vuelta: se hace permeable gracias a una (única) amiguita nueva: Gladys (Mélissa Rodrigués), una nena judía, hija de intelectuales argentinos exiliados (“Por las sendas argentinas va marchando el ERP...” canturrean los padres de Gladys), que la introduce a Balzac y Cocteau. Así, a las películas de medianoche con Marlene Dietrich (Stella, a diferencia de Gladys, sí tiene tele), las canciones románticas y el flechazo por Alain Delon, se suma la libertad que dan las letras y el hecho de elegir por uno mismo.
Inspirado en el primer año de secundario de la directora, el film filtra otros debates: el de la autoridad, la coeducación, el elitismo, la movilidad social. Pero no explica por demás, no apuesta al golpe bajo; no lo necesita. Es una película liviana, en el mejor de los sentidos posibles: permite una mirada relajada donde la sutileza es reina. Es que la Stella protagonista no es caprichosa (a lo sumo, un poquitín obstinada), ni se lamenta de su situación menos “favorecida” (la vive con naturalidad). No se cree mejor ni peor que nadie, ni compite por un lugar en el mundo elitista donde se vio depositada.
Ese es el logro de Verheyde: tomar una historia (en apariencia) menor y volverla transparente, real. Casi documental. Volverla relevante y necesaria. Ella conoce el pasaje adolescente, teñido por el cinismo y, a la vez, la inocencia, por las formas –a veces abusivas– del comportamiento adulto y la expone con la belleza de la sinceridad, de la cámara que se oculta. Y la fórmula apela, sin más, a las buenas actuaciones (Léora Barbara, por ejemplo, no falsea emociones, no sobredimensiona ni el más mínimo gesto), al buen texto y la buena realización. ¿Hacía falta algo más?
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