Viernes, 11 de junio de 2010 | Hoy
TEATRO
La imagen tan fuera de moda de la solterona, la que viste santos, la que espera en vano, reaparece sin ahorrar patetismo en esta nueva versión protagonizada por Deby Wachtel.
Por Dolores Curia
Desde Para vestir santos (1955), la película de Torre Nilsson –con Tita Merello–, hasta la homónima serie, lanzada este año por la factoría Pol–ka, el prototipo milenario de La Solterona que vira del estado de desesperación al de resignación (o viceversa) les ha dado letra a las ficciones de todos los géneros. La Solterona, sobre todo cuando ya se le ha pasado el cuarto de hora, no experimenta otro sentir más que el desamparo. ¡Y con razón! Como para no abatirse, si ya, desde la década del ’30, Enrique Cadícamo, en el tango “Nunca tuvo novio”, le dedicaba versos como los que siguen: “En la soledad / de tu pieza de soltera está el dolor. / Triste realidad / es el fin de tu jornada sin amor”.
Sofía (Deby Wachtel), la monologuista de La novia, fiel al canon, sigue esta línea de patetismo. Su humilde aporte como flautista de una sinagoga barrial pasa desapercibido entre ceremonia y ceremonia. Sueña con ser la estrella en un lugar donde siempre le ha tocado hacer de extra. Las bodas son siempre protagonizadas por otras (para ser exactos, 120 novias ha contado desfilar por el “pasillo de la felicidad”). Sofía las espía emperifollarse y caminar, con una mirada entre embelesada y rabiosa. La Solterona en cuestión tambalea en el límite frágil que separa la admiración de la envidia.
Wachtel, quien le pone el cuerpo a esta despechada, es una artista de formación variopinta (que aglutina música, teatro y danza) con 20 años de experiencia, que se notan. Además dicta talleres de humor y entrenamiento actoral, y dirige el área de teatro para adolescentes de la escuela de Norman Briski. Uno de los rasgos poco usuales de la obra es su origen: fue la actriz en persona quien le acercó un texto de su autoría a Gabriela Prado (coreógrafa y bailarina) para que la dirigiera. El meticuloso trabajo con el ritmo y la expresividad corporal es evidente. Así también lo confirman las palabras de la directora: “Trabajamos durante más de un año, hasta encontrar el guión dramático final. Mi idea era aprovechar las habilidades de Deby; ella es flautista y tiene afinidad con el mundo de la danza y el movimiento. Queríamos encontrar todos los matices posibles en su registro actoral, sin descuidar el decir del cuerpo en escena”.
La historia de Sofía es el retrato de una obsesión. Ella –la que “Nunca tuvo novio”– expone, cada vez con más soltura, sus manías y fetiches, y se desvive en la descripción pormenorizada de Las Elegidas a las que detesta e idolatra al mismo tiempo. Hasta ha reparado en el dedito meñique apelmazado y azul en el zapato, que las novias, impecables, toleran con cara de póquer.
Poco a poco sus acciones se van volviendo más radicales. Hasta que, envuelta en un furor de locura que va in crescendo, se atrinchera en la sinagoga y empieza a dar rienda suelta a su fantasía marital. A templo tomado, desfila por la (tan anhelada) pasarela. La histriónica flautista está a sus anchas en un arrebato de desenfreno nupcial en el que confunde sus deseos con la realidad. En pleno éxtasis-dionisíaco-casamentero, saluda a un lado y al otro a sus competidoras, al equipo de rugby de su colegio secundario y hasta a su madre, que –según imagina Sofía– la mira emocionada.
La hiperquinética protagonista suda la gota gorda en escena durante 50 minutos y le brinda al espectador –en el clima de intimidad que generan las salas pequeñas– una lectura plagada de ironía acerca de los mandatos que orbitan alrededor del vestido blanco. Así lo sugiere también Gabriela Prado: “El texto logra presentar, con una mirada humorística y a la vez sensible, ciertos lugares del mundo femenino. Al mismo tiempo que recorre los lugares comunes del deseo de casarse (vestido, novio, pasillo, boda) como metáfora de poseer la mirada de los otros”.
Cadícamo, en su tango, sentencia a La Solterona a una decadencia lastimosa. Pero –¡por suerte!– hacia el final le tira un hueso o, por lo menos, confiesa acompañarla en el sentimiento (“¡Yo, con mi montón de desengaños / igual que vos, vivo sin luz / sin una caricia venturosa / que haga olvidar mi cruz!”). Pero las preocupaciones de Sofía no parecen tener tanto que ver con planteos existenciales sobre la soledad. Más bien está preocupada por las cuestiones técnicas de cómo conseguir un pingüino que sólo le haga la segunda durante la caminata hacia el altar. Ella quiere algún novio. Es más: quiere cualquier novio. Aunque eso signifique contraer nupcias con un muñequito de torta. ¤
La novia podrá verse en El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960) hasta el 4 de julio, los domingos a las 19. Entradas: $ 35 y $ 25. Más información en www.elcamarindelasmusas.com
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