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Viernes, 2 de mayo de 2003

LIBROS

Bertha, la araucana blanca

El machi del Lanín. Un médico alemán en la Cordillera patagónica (ed. El elefante blanco) es el nombre de una serie de relatos escritos por la bávara Bertha Koessler-Ilg sobre la vida que ella y su marido llevaron en San Martín de los Andes desde 1920. Los textos son una oportunidad para asomarse a frescos de la convivencia entre araucanos y pioneros europeos, pero también para descubrir la voz curiosa y hechizada que llevó a "la araucana blanca" a convertirse en deliciosa cronista del mundo que la adoptó.

 Por Soledad Vallejos

"Seguramente estarán de vuelta en un mes. Pura nieve, agua, indios y árboles", fue el pronóstico de un antiguo subordinado de las campañas de Roca cuando supo que la familia alemana estaba despachando todo ese equipaje para abandonar Buenos Aires e instalarse en San Martín de los Andes. Por entonces era un nombre demasiado largo para un puñado de casitas desparramadas al pie de la cordillera, pero Bertha Koessler-Ilg y su marido Rodolfo habían tomado la decisión ("finalmente, nuestra vida en común tendría sentido") y no pensaban asustarse por un poco de aire agreste que un amigo describía como digno de Bavaria. Una mirada distraída podría confundir los relatos de esta señora alemana con una suerte de historia de la Familia Ingalls vernácula, algo así como la zaga del trabajo en medio del desierto que había sabido conseguir tanta campaña. Pero entonces van apareciendo: un perro salchicha, un San Bernardo, una casa llena de niños rubios y un marido médico que, cuando no recibía a los pacientes araucanos en la habitación de la casa convertida en consultorio (sobriamente decorado con un texto de Schiller), terminaba deambulando por la montaña en un Ford T desvencijado con tal de atender alguna urgencia en un ranchito; leyendas araucanas, tormentas de nieve, luchas "contra la ignorancia y la muerte", y aventuras de mascotas tan sofisticadas como peludos o ñandúes. Los 65 textos breves (originalmente escritos en alemán y publicados en 1940 y 1963) que tejen El machi del Lanín. Un médico alemán en la Cordillera patagónica (ed. El elefante blanco) parten de la excusa de reconstruir escenas de la vida cotidiana de "el doctor blanco" para dar cuenta de una pasión de cronista extrañada, furiosa, hechizada, ante ese mundo que eligió sin demasiada conciencia y, tal vez, con terquedad germana, pero que terminó por asimilar con tanta convicción como para intentar, con cierto espíritu pedagógico, que la comunidad alemana en la Argentina lo comprendiera como ella. Afortunadamente, la traducción y su reedición permite algo más que reconstruir la alquimia entre pioneros europeos y nativos patagónicos: es el rescate de la mirada de Bertha (esa mujer que su marido llamaba "Mutti" y que sus vecinos reconocían como "la araucana blanca"), de una voz y una escritura por momentos heredera de los gestos desopilantes de Lucio V. Mansilla y casi siempre consciente de las dificultades a sortear en el camino hacia el otro, lo que deslumbra todavía un poco más.

Qué habrá llevado a una bávara nacida a orillas del Danubio y educada entre la alta sociedad de Malta (donde pasó su adolescencia, acompañando a su tío cónsul) y la escuela de enfermería de Frankfurt a decidir en 1913, junto con su marido, que un puesto en el Hospital Alemán de Buenos Aires sería más apetecible que uno en Samoa Occidental es y será un misterio. Lo cierto es que poco después, en 1914, Bertha viajó a Alemania para que sus padres conocieran a su primera hija, y lo hizo con tanta suerte que la Primera Guerra Mundial le impidió volver a pisar la Argentina hasta 1920. Ese regreso significó, tal vez por el recuerdo de la guerra en la ciudades, el gran cambio, la radicación definitiva en la Patagonia. Y fue allí donde Bertha, disimulada en sus roles de asistente laboral de su marido y de ama de casa atribulada, empezó a dar rienda suelta a los afanes que, de adolescente, la habían embarcado en la recopilación de cuentos, canciones y fábulas folklóricas durante su estadía en Malta (donde había llegado a publicar tres volúmenes): un cierto impulso etnográfico, una paciencia de curiosa voraz con oído atento dispuesto a dorar la píldora hasta que fuera necesario para que alguna voz mapuche soltara prenda de su mitología y sus leyendas.No resultaba sencillo. Más que un encuentro entre dos mundos, eran roces entre dos realidades los que dificultaban los contactos. Ser la esposa del primer médico civil de la zona era y no era una ventaja. En pleno proceso de construcción, el Estado argentino había empezado a instalarse con las máquinas de homogeneización e inclusión que hacían su trabajo à la Lugones: la escuela, el puesto de policía, la bandera argentina flameando en la plaza central, todo cuanto proviniera de ese mundo que afirmaba su existencia a condición de borrar cualquier rastro previo definitivamente era sospechoso y sospechado. Bertha y Rodolfo, para colmo de males, tenían ojos profundamente azules ("contienen un hechizo, y son cosa del diablo", le susurraron alguna vez a ella), y habían sido criados en la más pura matriz "civilizada". En los primeros tiempos, "propensa como estaba a ver fantasmas por todas partes, imaginaba la irrupción de un malón, indios deslizándose como víboras, acercando sus caras anchas y huesudas a las ventanas con sus enclenques cerrojos, cercando el lugar, robando y asesinando". Pero el miedo empezaba a desvanecerse al calor de la aceptación que su marido, a fuerza de aprender a lidiar con las machis (las curanderas mapuches) sin ofenderlas y compartir el espacio de la sabiduría con ellas, aprendía a ganarse en esa ciudad de 700 habitantes con casas de blancos y ranchos ("rucas", de acuerdo con el cuidadoso glosario que elaboró para El machi...) de aborígenes. Ferozmente empacada, Bertha asumió que a los siete idiomas (incluido el árabe, que había aprendido para poder recoger relatos en Malta) que ya dominaba era necesario sumar el araucano si quería llegar a buen puerto, y una vez que lo logró se metió de lleno en ese mundo de tradiciones orales y palabras que referían colores, apus (los espíritus de las montañas), huecuf (genios malos) y creencias que la maravillaban por lo poéticas casi tanto como la espantaban por su "torpeza rústica". Fascinada, exigiendo a veces como pago de honorarios del trabajo de su esposo algún relato local que no conociera, obteniéndolos otras veces de personas que ya confiaban en ella, recogió historias suficientes como para publicar dos tomos (Tradiciones araucanas y Cuentan los araucanos, recientemente publicado por editorial Del Nuevo Extremo). En esas páginas, sin embargo, Bertha apenas si se insinúa como atenta escriba, poco más que un medio para perpetuar en el papel lo que irremediablemente estaba perdiéndose por la desaparición de aborígenes. Habría que esperar a El machi..., entonces, para encontrarla en toda su frescura.
"Era como la anciana de una tribu, que se preocupa por transmitir las condiciones de su raza", escribió Bertha sobre Doña Jesusa (una araucana de edad imposible de descifrar) sin notar que, en realidad, estaba revelándose a ella misma. Llevaba más de 40 años en San Martín de los Andes cuando se publicó por segunda vez El machi... A la versión original, amén de haber deslizado algunas leyendas más, le sumó un prólogo en el que invocó la protección "del Grande, del Gran Espíritu de los múltiples apelativos: Padre, Amo y señor, Creador, Rey Azul, Divino Maestro, Dominador de los ríos (en especial del río sagrado, Huenu Leufú, la Vía Láctea, también denominada 'Vía de las leyendas')". Una vez incorporada a ese mundo, ya no necesitaba de la distancia que le concedía situarse como observadora de los relatos de otros. Por el contrario, los despliega en algunos de los cuadros impresionistas en que se convierten los capítulos, sí, pero también los hace propios, de la misma manera que no duda en arrojar, en ocasiones, una mirada socarrona sobre ella misma. Si, haciéndose la distraída (agazapada tras la imagen de enfermera cascarrabias y ama de casa laboriosa que tenía en mucho su máquina de coser, se escondía una escritora voraz capaz de imitar cada día la rutina de Virginia Woolf: los manuscritos a la mañana, pasar los garabatos a máquina a la tarde), se retrata a sí misma en primera y en tercera persona , es porque ella ya es parte del paisaje, pero no de uno objetivamente "real" sino del que su voz va construyendo.
La rutina era dulce, a pesar de algunos temporales que hacían temer por la desaparición total del poblado bajo algún alud. En el quincho de la casa, las tardes transcurrían entre horas de tertulia regada por chicha (esa misma que tanto le irritaba percibir en los borrachos); la criada araucana había establecido con los niños (no todos, algunos estudiaban en Alemania) una relación de cercana familiaridad a la usanza de las acostumbradas entre patronas y chinas en las estancias. La comunicación con el resto del mundo dependía de que el clima montañoso no se descargara demasiado con los enviados del correo o con el telégrafo; la mala costumbre del doctor de insistir para albergar pacientes en la casa encontraba invariablemente un gruñido y la aceptación inmediata por toda respuesta. En invierno, la familia se acurrucaba en torno a calefactores hechos con latas de gasolina. "Hay veces –escribió asumiéndose como un personaje más– en que (Rodolfo, el marido) trae a casa algún animalejo de la Cordillera, recibido con regocijo por los niños y con horror por la sufrida ama de casa. Ella sabe bien que son cinco contra uno y nada puede hacer contra los nuevos habitantes que reptan, se escabullen o vuelan por la casa... hasta que el Cielo –al que a veces es preciso dar una mano– se apiada de ella y le da un respiro, acortando inesperadamente la vida, a menudo larguísima, de los pululantes moradores. Un emotivo sepelio coronará la 'muerte natural', dejando conformes a los deudos." Estaba en su casa, esa ciudad que ahora luce una avenida con el nombre de su marido y una calle y la sala de una biblioteca con el de ella.

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Arriba: Rodolfo y
Bertha con sus gemelos, en 1926.

Abajo: Bertha y Rodolfo en una foto de estudio, de los años 50.
 
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