Se estrenó Wendy y Lucy, de la multicelebrada Kelly Reichardt. De buenas a primeras la historia parece una anécdota extendida: Wendy ahorra unos dólares y viaja de Indiana a Alaska para buscar trabajo en una fábrica de conservas de pescado, pero antes de llegar, varada en un pueblito de poca monta, su Honda Accord dice “basta” y los problemas avanzan: la arrestan por robar una latita de comida y su perra Lucy desaparece. Sin ser un road movie (aunque involucra un viaje), film de superación personal, mera película indie o relamerse en una cínica crítica social, la cinta de hora y veinte pone cámara y austeridad de recursos al nuevo american way of life, signado por el desencanto, el desempleo, la miseria a punto caramelo... Cine a escala humana, como lo han definido, se vale de una historia mínima para hablar de Estados Unidos en minúscula, con Wendy (Michelle Williams) como cara visible de un proceso de desgastamiento que, al parecer, ha alcanzado su piso más bajo.

Es que Wendy y Lucy es uno de esos films entrelíneas que dice más de lo que cuenta. A la protagonista, su perra y el descacharrado auto, acompaña la devastada sociedad norteamericana que –sin gloria– hace una oda a la pena. Quebrada y contradictoria, se tensa entre solidaridad e individualismo, entre libertad y obligación. El realismo sucio debió calar bien profundo en Reichardt que, sobria, es concisa en su versión de (una) América profunda. En esa línea, destaca la actuación de Michelle Williams (Secreto en la montaña, I’m not there) que, a cara lavada, se calza unas solemnes bermuditas, unos buzos holgados y delicadamente silba su propia contradicción: aquella que separa la línea de la independencia y el desamparo. Su Wendy difícilmente aspire al sueño dorado: está demasiado preocupada en pasar el día a día, contando las monedas en un gesto tierno de niña con (no muy jugosa) alcancía.