Viernes, 18 de marzo de 2011 | Hoy
VIOLENCIAS
La Justicia está a punto de cerrar el caso Fátima Catán porque alega que no tiene pruebas para seguir adelante. Sin embargo, la fiscalía decidió no citar a declarar al único testigo, su pareja, y omitió solicitar una reconstrucción de lo que él alega fue un simple suicidio. Desesperada por evitar este desenlace, que pone sobre la mesa una cadena de injusticias inexplicable, la madre de Fátima es tratada como una demente. Su lucha devela el largo camino que las familias de las víctimas de violencia de género deben recorrer para evitar que los casos queden en las sombras.
Por Flor Monfort
“La causa se va a cerrar” le dijo Karina Gindre a su defendida, Elsa Gerez, en las primeras horas de este lunes 14 de marzo. Ocho meses antes, Elsa perdía a su hija: Fátima Catán, quemada viva. Su pareja, Gustavo Martín Santillán, huyó del hospital la mañana después de internar a Fátima, sin heridas, sin explicaciones, repitiendo que ella estaba celosa y que por eso se prendió fuego.
Al calvario de procesar la pérdida de una hija de 24 años se suma que esa muerte fue violenta y agónica y que desde ese día, Gerez está sola: a falta de dinero para contratar un abogado privado, recorre pasillos judiciales, canales de televisión, ruega y llora a autoridades de todo tipo para que la atiendan. Todo lo que el Estado y la Justicia debieran hacer por ella, ella lo hace sola, o acompañada por su hijo Nahuel, en la casa que comparten en Villa Fiorito, a tres cuadras de donde murió Fátima.
Elsa sabía que su hija podía tener un final violento. Unos meses antes del asesinato, Fátima apareció en su casa llena de sangre: Santillán la había golpeado a puño cerrado en la cara. Volvió con su cama de dos plazas para instalarse de nuevo con su familia. Elsa hizo una denuncia pero, con los días, Fátima no quiso ratificarla en sede judicial y la denuncia se cajoneó. Elsa le pidió por favor a su hija que no vuelva con Santillán. Pocas semanas después, las noticias sobre Wanda Taddei y su agonía de 11 días en el Instituto del Quemado eran fuente de comentarios permanentes entre la madre y la hija. “A Fátima le llamaba mucho la atención el caso. Nos lamentábamos por la familia, por los hijos. Al mismo tiempo ella decidió volver a convivir con Santillán”, cuenta Elsa. Apenas medio año después, Beatriz Regal, madre de Wanda, la llamaba a Elsa para solidarizarse con ella. Este suplemento dio cuenta de esa comunicación, apenas 5 días después de que Fátima muriera. Beatriz asesoró a Elsa, pero la brecha entre ambas es fundamentalmente económica y la odisea de esta mujer de 45 años recién empezaba.
Las noticias reflejan el momento trágico, el desenlace, los familiares destrozados, sin posibilidad de armar un discurso, de pensar en lo ocurrido. La mayoría de las veces, no vuelve a saberse nada de ellos. Elsa Gerez es el ejemplo del periplo insoportable por el que tiene que pasar una mujer sin recursos para que atiendan su derecho más básico: que se investigue, que se haga justicia.
Desde que esta modalidad de hombres quemando a sus parejas o ex parejas recrudeció, la justificación del hecho se multiplica como un virus: ellas se quemaron, ellas se quisieron suicidar, ellas se descuidaron por celosas, por locas, por histéricas. La acusación ancestral sobre las mujeres: los ataques insanos de llanto que solo las perjudican a ellas mismas. Las pericias probatorias no alcanzan: no alcanza que se haya probado de una vez y para siempre que es químicamente imposible que el alcohol se trasforme en hoguera porque alguien prende un cigarrillo. Como si hubiera que probar que el agua moja o que el azúcar endulza.
Es imposible que la brasa de un cigarrillo logre mutar a fuego, por más combustible que le echen: en el caso de Eduardo Vázquez, esa prueba sirvió para llevarlo a la cárcel a espera del juicio oral, pero la pericia fue privada, estuvo financiada por la familia Taddei. En el caso Catán, dos médicos forenses oficiales, y un tercero que firma la autopsia, dicen “Fátima Catán se quemó porque estaba limpiando elementos con alcohol e intentó prender un cigarrillo”. Hablan del cuerpo como de un objeto que aparece quemado de la nada: el porcentaje de la herida, los órganos afectados, pero de cómo un líquido inflamable concentrado en un algodón puede encenderse en el cuerpo de alguien no escribieron una palabra.
Cuando Elsa Gerez leyó los resultados de esta segunda pericia, lograda a fuerza de su insistencia, entró en shock. Allí brotan los insultos de su abogada, Karina Gindre: loca, desbordada, perdida. “A vos hay que internarte”, le dijo. Una psicóloga de la fiscalía 6, María Paula Almeida, llamó al marido de Elsa (que trabaja en el interior y no está para acompañarla), para recomendarle que la internen en un psiquiátrico.
“Yo te voy a decir lo que siento: que toda esta gente me boludea porque no tengo plata. Yo tenía mucha confianza en esta abogada, pero me ha insultado en varias oportunidades, y la única razón por la que una mujer más joven puede tener cara para decirme loca o cerrá el pico, como me ha dicho, es porque se cree más que yo. Yo sé que no tengo dinero, pero no voy a parar, y todos los que me están faltando el respeto van a pensarlo dos veces antes de subestimar a alguien solo porque es humilde. Yo me pregunto ¿cómo puede haber tanta complicidad con un asesino?”, dice Elsa. Y cuando se pregunta por la complicidad, saca una lista de personas y entidades que actúan encubriendo: el dueño del departamento donde convivía la pareja, Hugo Raggo, que se ocupó de reformar la vivienda a los pocos días del hecho y no avisó sobre el desmantelamiento del lugar que hizo el hermano de Santillán en la madrugada del 19 de agosto, llevándose evidencias y pertenencias de Fátima; una médica del Hospital Evita, el primer lugar donde internaron a Fátima, Susana Trocha, que declaró que la joven llegó caminando y hablando, diciendo algo así como “Uy, me quemé con alcohol”; la empresa Intercargo, que sigue empleando a Santillán; el policía Jorge Videla, que iba a declarar un dato fundamental para la causa: que Fátima fue prendida fuego fuera de su casa, es decir que hubo un cálculo, una premeditación. Una chica no sale en bombacha y corpiño al patio a limpiar CD con alcohol, sin embargo allí es donde pasó todo. Videla lo sabía pero decidió no declararlo. “Si Santillán fuera inocente ¿por qué huye? ¿Por qué tengo un borracho en la puerta de mi casa cada sábado a la noche gritando que si me meto con Santillán voy a terminar como Fátima? Son preguntas de sentido común, no hace falta ser detective” dice Elsa.
Gustavo Martín Santillán nunca declaró, ni como testigo ni como imputado en esta causa, radicada en la Fiscalía de Instrucción número 6 de Lomas de Zamora. El recorrido de Elsa Gerez se multiplica en tantas familias de mujeres asesinadas en el hermetismo de su casa, presas de una violencia sin testigos, cubierta por el velo de la intimidad familiar, sospechadas ellas y sus familias de provocar, de tapar, de tener ataques de celos, de locura.
“Apenas la vi a mi hija supe que se iba a morir, porque era imposible la sobrevida con esas heridas. Yo pregunté enseguida cuál era el porcentaje de cuerpo quemado, porque ya había escuchado esos términos en el caso de Wanda. Poca gente puede entenderme: yo la saqué a mi hija de la morgue, vi su cuerpo desnudo y quemado, desfigurado. Mi hija estaba cocinada, cubierta de ampollas. ¿Cómo no me voy a enloquecer si quieren cerrar este caso así como así, sin citar ni siquiera una vez a la única persona que estaba con ella, sin someterlo a una reconstrucción? Yo le pregunto al fiscal Ramiro Varangot, ¿qué está esperando para llamar al sospechoso a declarar?”. Y de su pregunta, nada loca, nada desubicada, nada fuera de lugar, nos hacemos eco.
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