Vie 30.05.2003
las12

ARTE

interiores

Alejandra Seeber, artista plástica, vivió su infancia en Tierra del Fuego. Hace unos años está en Nueva York, y hace muestras allá y en Buenos Aires. Siempre cambia de lugar. El mes pasado hizo su primera muestra individual en Europa, en Verona, y ahora está en Marsella documentando un edificio de Le Corbusier, investigando la vida en el lugar y pintando con niños en el atelier que el arquitecto diseñó para ellos en la Cité Radieuse.

Por Rosario Bléfari

A mediados de los noventa Alejandra Seeber, una joven artista plástica, consigue trabajo en una agencia de publicidad. Mientras va y viene de las salas de edición se le ocurre hacer una presentación de sí misma en video como hacen los actores y los realizadores de publicidad cuando editan sus trabajos. El fin era práctico pero Alejandra, no pudiendo con su genio, transforma ese objeto en una de sus obras. Viviendo en Buenos Aires, en Nueva York, en Venecia o en París, pasando por momentos de gran incertidumbre por no tener un domicilio fijo, una familia cerca, una estabilidad económica, la ansiedad de Alejandra Seeber dibuja una constante: el interés por ciertos asuntos, los espacios cerrados –”mis interiores”, los llama a veces–. “Bien adentro del proceso, un pintor cuando pinta, en un momento ‘entra’ al cuadro. Me gusta hacer casi real ese momento. Un observador cuando mira, ‘entra’ al cuadro, y me gusta pensar que el ojo encuentra lugares por donde moverse, entrar y salir.”
Esa misma idea la llevó ahora a Marsella, a la Cité Radieuse o Unidad de habitación, uno de los edificios que construyó Le Corbusier. Es un proyecto en el que documenta el edificio (en parte subvencionada por la Fundación Antorchas) y donde trabaja con niños del lugar –en Buenos Aires hace unos años también tuvo talleres para niños que culminaron en una muestra sorprendente de los pequeños artistas en el Centro Cultural Borges: SOPA–.
Pero antes de llegar a este lugar, un mes atrás, estaba en Verona, donde expuso en una galería su última serie de interiores, su primera muestra individual en Europa. La muestra se llama: Entra, acomodatti (la traducción aproximada de “vení, pasá”). Alejandra pinta interiores desde hace ya bastante tiempo, más precisamente desde 1996. “Me interesan los interiores porque a través de los objetos que se ven en ellos puedo imaginar quiénes viven allí o qué pasó en ese lugar, un espacio describe más a una persona o un hecho que cualquier otra cosa. Me gusta tener que imaginar el resto, es un espacio, un escenario en donde han sucedido o van a suceder cosas. Me gusta esa idea de la pintura. Un cuadro es un pedazo de pared. En la antigüedad estaban los frescos, hoy son los cuadros. Me gusta recordar eso y explotar esa idea. Si un cuadro es un pedazo de pared, estoy interesada en los interiores porque automáticamente disparan el discurso a la retórica. Y si va a suceder algo, en donde el cuadro esté, me gusta pensar que será el set, la imagen que va a estar detrás de esas cosas que sucedan. Me gustan como paisajes. Me gusta pensar que una pintura puede ser un lugar que se puede recordar. Me gusta la idea del tromp l’oil en la pintura, y en ese sentido uno de mis interiores estaría ‘imitando’ el lugar en donde va a estar colgado. Me gusta que la representación de la imagen dentro del objeto (de la pintura) esté hablando de sí misma, ya que al haber una pared (dentro del cuadro) inmediatamente se está refiriendo a sí misma que está a su vez colgada en una pared. Una perspectiva en un espacio, es muy efectiva, casi como un camino al horizonte. Actúa.”
–Te mudaste mucho y habrás pasado muchas veces por ese ejercicio de imaginar una vida en el tiempo breve que dura ver un departamento para alquilar.
–Sí, me mudé mucho de casas y busqué muchas veces casas para vivir. Pocas cosas me provocan una emoción tan fuerte como el mirar una casa vacía: anhelo, ilusiones, ansiedad, tristeza o cuando uno puede ver vestigios de la vida anterior en ésa. A veces no se puede explicar pero a pesar de que un departamento esté todo pintado de blanco hay una energía rara y uno la siente, esto es para mí un hecho pictórico. Los cuartos de hotel me interesan por lo mismo, y porque me llama mucho la atención esa especie de volver todo a un grado cero entre uno y otro huésped.
–¿Cómo han ido evolucionando los interiores que pintás, qué nuevas combinaciones aparecen?
–Las pinturas más recientes de interiores están divididas en dos escenas. Son dípticos dentro de la misma tela. Como tienen orígenes diversos –de las revistas, de mis propios dibujos redescubiertos, de bocetos y de otras obras de arte–, así pasa que la casa de Truman Capote en el Hamptons enfrenta una imagen elegida de un dibujo de un interior de Gustav Stickley. Estos dúos están unidos por un disociador, una mancha. Son como un ruido que perturba la paz y el silencio de una casa, las manchas, estos invasores, unen los dos mundos dentro de cada pintura. Me interesa que convivan dos realidades tal vez muy diferentes, una al lado de la otra, unificadas por la interrupción que actúa distinto en cada lado, lo que queda al descubierto en el mismo momento.
–¿Cómo recordás las primeras muestras y qué elementos de aquella obra siguen apareciendo aunque se hayan transformado?
–Bueno, tiempo después de haber estado en la primera Bienal de Arte Joven de Buenos Aires hice una muestra compartida en el espacio Giesso. Había querido hacer pequeños objetos. Mundos que hablaran de lo mismo que los cuadros, aunque no supiera bien de qué hablaban los cuadros. Lo que más me entretuvo fue hacer los objetos relacionados con los cuadros y todo lo demás es como una nebulosa. Era muy grande, muy difícil, los cuadros eran grandes. Hay un par de los que pienso ahora que tendría que haber pintado cien cuadros más porque esos dos empezaban a decir algo que hoy se sigue sosteniendo, características que subsisten y me dieron pautas. Eran los cuadros más graciosos de la muestra. Había un paisaje geometrizado con papel pegado. Los demás estaban medio solemnes. Me acuerdo de unos grises, oscuros, con formas que los volvían metafísicos sin que yo quisiera eso. Un péndulo, una escalera. Algo de la física, tal vez no estaba tan alejada como creo.
–Pero después te concentraste en unos manteles y hubo una muestra bastante monotemática, ¿no es así?
–Sí, después hice la muestra de los manteles, también en Giesso, de la que hasta el día de hoy estoy orgullosa. Era una serie que fue guiándome muy fluidamente. Había algunos que imitaban unos murales del subte y eran cuadriculados. Todo había empezado por querer hacer algo que tuviera que ver con azulejos, y derivó en perspectivas de cuadrados que eran manteles. Cortaba la tela y no tenían forma de cuadro. Ya antes había hecho intentos de salir del cuadrado del cuadro, pintando ventanas redondas adentro de las que ponía la escena o incluso con bastidores ovalados. Los manteles fueron los que me llevaron a los interiores, fue la perspectiva del cuadrado del mantel lo que me llevó directo a los interiores, aunque hubo una parada en cuadros en los que pintaba pelucas.
–Pelucas o cabelleras, sin la cara ni la cabeza que las sostuviera, ¿es la primera vez que aparecen estas ausencias, las zonas en blanco, que después habitan por un tiempo los interiores?
–En el ‘97 hice una muestra en el ICI. Había estado trabajando con computadoras y mostré por primera vez mi trabajo digital armado especialmente para esa muestra junto a cuadros muy grandes de interiores donde seguían las pelucas, pero esta vez estaba vacío el lugar donde iban. Esos espacios vacíos que dialogaban con otros espacios vacíos. A primera vista esa muestra estaba dedicada al color rojo y a una actitud provocadora de los cuadros, pero lo más importante fue ese trabajo con el vacío, es decir la ausencia de pintura en algunas partes de la superficie y también empecé a afinar los códigos de la pintura en sí misma. Investigando ciertas leyes para correrme de ellas, porque nadie me las enseñó pero las llego a intuir por el pintar mismo. Uno lee un cuadro, es mucha información muy codificada. Traté de ir a desglosar esos códigos que están encriptados en una imagen y a veces es sacar y a veces es probar otro recurso. Especular más con los códigos. Lo raro es que al hablar de los cuadros pareciera que son abstractos porque no puedo hablar de otra cosa que no sea la codificación y de lo que estoy haciendo cuando pinto. Creo que uno tiene conciencia de la perspectiva antes que del color. Es un acuerdo que permite un paso al mundo fantástico, gracias a que se acepta esto, se puede aceptar el resto. Un acuerdo para poder ver lo demás.
–¿Sería ese acuerdo interno exteriorizado, abiertamente expuesto, el que te define pop en la clasificación rápida que alguien pueda hacer de tu obra?
–No, eso es por el color. Quien usa color es clasificado como pop o kitsch. Porque en un punto se toma como un cuestionamiento del gusto usar colores fuertes. Cuando empecé a pintar en la secundaria, en el primer taller al que fui, todos eran más grandes y con otro joven nos aburríamos con la carbonilla –todo blanco y negro– mientras los grandes trabajaban el color. Terminé y me anoté en dos carreras: Arquitectura y Psicología, al año siguiente en la Escuela de Bellas Artes y dejé lo demás. Pero la Escuela ni siquiera era una buena academia. Yo sentía que perdía el tiempo. El arte pop, por ejemplo, no existía, no había nada de eso y ya era historia, yo lo veía en todos lados, Lichtenstein estaba en las agendas. Sin embargo, allí no figuraba y todo era como una tierra de polvo y sombra, un lugar sombrío donde un montón de cosas no se filtraban.
–Y la beca de Guillermo Kuitca, ¿qué papel jugó?
–Entré entonces a la beca de Proa de Guillermo en La Boca, creo que era el ‘95. Mi taller estaba en La Boca frente al Riachuelo. Había otros artistas. Era dedicarse a la obra de uno y también a la de otros artistas muy seriamente. Un equipo viendo tu proceso, durante un tiempo largo y muy intenso. Y el taller. El esfuerzo era muy grande porque era todo ese trabajo y la intensidad del estudio y aparte trabajar para vivir. Hasta ese momento el arte para mí pasaba por otros lados y no era tan específico del mundo de la pintura. Yo me aburría hasta ese momento hablando con otros pintores. Tampoco conocía a muchos. Cuando terminó esa beca hice una muestra en el ‘96 en el Rojas. La segunda beca que hice con Guillermo Kuitca, ya en el Centro Cultural Borges, ésa fue o más importante que la primera, además Guillermo fue siempre para mí la esperanza de que un pintor argentino pudiera proyectarse internacionalmente y sobre todo ser la antítesis de la idea de que para ser bueno hay que morir o sufrir mucho.
–¿Qué es este nuevo proyecto en el edificio de Le Corbusier? ¿Cómo se convierte en otro hecho pictórico si es que lo hace?
–Fui invitada por les atelliers de la ville de Marseille, lo que sería importante difundir, alguien más podría querer presentarse... y creo que hablaría de la dificultad de trabajar con un edificio, todo el proyecto consistió en tratar de infiltrarme para poder vivir más de cerca la arquitectura de Le Corbusier y confirmar o no las utopías planteadas por él. Le Corbusier fue pionero en pensar en la vida moderna y exhortar a cambios arquitectónicos, en concientizar y prever la importancia del urbanismo, así es que en los años treinta y pico empieza a pensar estos lugares. Fue el paso de la casa al departamento. Su destino era gente sin recursos,y era pagado por el Estado. Esta unidad está en Marsella, también a estos edificios los llaman, en Marsella, simplemente: Le Corbusier. Es de hormigón armado y está cerca de las sierras. Se comenzó en el ‘47 y se terminó en el ‘50. Los destinatarios del proyecto estaban shockeados y no querían vivir ahí, porque decían que era como un gallinero. Hoy es el edificio más caro de Marsella. En ese momento estaba en el medio del campo, por eso fue diseñado con un piso con carnicería, panadería, supermercado, una biblioteca y hasta un hotel; hoy los alrededores están todos poblados. En el hormigón armado hay impresas conchas de la playa, y el color es el mismo de la arena y las montañas que lo rodean. Le Corbusier comenzó en todo este proceso con la estandarización del hombre, el famoso Modulor. Para hacer viviendas a medida para mucha gente hizo falta dictaminar de alguna manera cómo era el hombre filosófica y físicamente. Un poco dictador –pienso–, como utópico que era no podía dejar de tener esta característica al intentar generalizar. Mi proyecto es ver en qué acertó y en qué falló. Trabajar con gente que viva hoy en día y que haya vivido desde hace mucho. Entrevisté a toda la gente con la que pude hacer contacto y documenté el edificio. Además estoy haciendo un taller con niños en el atelier diseñado para ellos, les hago dibujar su casa y reflexionar sobre lo moderno, lo cómodo, lo práctico. Tengo conmigo ahora las telitas enrolladas empezadas por los niños de Le Corbusier y me enteré del nombre que le puso al atelier: Atellier 399, porque desde los 3 años a los 99 uno puede hacer arte en ese lugar. Pero ya me estoy despidiendo de Marsella, querría vivir aquí, la gente es todo lo contrario a fóbica, el mar es azul y suaviza diariamente cualquier tipo de frustración que uno pueda tener. Los colores de las distintas telas que se ven por todos lados bajo esta luz y las distintas músicas que se oyen, todo es encantador, invita a pasar y acomodarse, pero me tengo que ir.

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