Viernes, 22 de julio de 2011 | Hoy
RESISTENCIAS
Bien al fondo de la ciudad, en Villa Soldati, donde el Premetro es el transporte de lujo de los más postergados y las empresas recolectoras de residuos son lo único que brilla (por su ausencia), un importante número de mujeres en red luchan desde hace años contra la violencia familiar y de género. Alojan en El Refugio a las víctimas de esos delitos y procuran mantener a raya a los abusadores, al tiempo que comparten con sus pares lo aprendido tras largos años de resistencia.
Por Noemi Ciollaro
Hacia el sur de la ciudad el paisaje comienza a ensombrecerse, los colores palidecen, el asfalto y las veredas muestran cráteres como de bombardeo, grandes fardos de basura pueblan las calles como hongos malignos. Es lunes y en la esquina de Curapaligüe y Castañares, Villa Soldati, multitudes de hombres y mujeres bolivianos y peruanos, generalmente indocumentados, ofrecen su mano de obra a señores y señoras que hacen shopping desde camionetas y autos importados. Lo llaman mercado esclavo, la changa se cotiza a 10, 15 o 20 pesos la jornada, para costura, albañilería, o “lo que el señor guste mandar”. Sobre Castañares caras bobas de felicidad sonríen desde carteles amarillos y nos asalta aquella frase cruel de Discepolín “Tanto dolor que hace reír...”.
Unas cuadras más y en Mariano Acosta y Ana María Janner entramos en Villa Fátima, uno de los barrios de Soldati con más de diez mil habitantes; allí nos espera Rosa Ortega (42), paraguaya, presidenta de la villa y fundadora de El Refugio, un espacio para mujeres víctimas de violencia de género y familiar. Junto a ella están Gloria Miranda (54), boliviana, integrante de la mesa de la comisión directiva de Los Piletones, otra de las villas vecinas, y Daniela Meza (38), entrerriana, representante del complejo de monoblocks de Lacarra y Roca. Las tres han sido víctimas de violencia de género y familiar, y desde hace años luchan para desterrarla de sus barrios.
Asoma el sol en la mañana de lunes y en la vereda de El Refugio, entre mate y mate, las palabras se deslizan rescatando la historia de cada una. Hay risas, alguna lágrima y el entusiasmo de la lucha compartida.
El refugio fue construido hace muchos años por Rosa y Toti, su marido, para alojar a mujeres violentadas que huyen del hogar solas o con sus hijos cuando el hombre se niega a irse. Allí reciben contención, acompañamiento y asesoramiento jurídico para denuncias, tratamiento psicológico y médico.
“Hace veintiséis años que vivo en Fátima y veinte que trabajamos con las mujeres a partir de nuestras propias experiencias, de lo que hemos vivido y padecido. Acá hay de todo y nosotras lo afrontamos, a veces El Refugio no alcanza y llevamos gente a nuestras propias casas, hay casos de violación, de mujeres muertas o desaparecidas”, afirma Rosa.
Ella cuenta que es hija de un hombre muy violento, alcohólico, huérfano, “de chiquitito ya era borracho mi viejo y se crió solo. Yo tenía seis años cuando vinimos de Paraguay, pero a los catorce me castigaron porque quería tener novio y me mandaron un año a Paraguay con mi abuela, a carpir la tierra. Ya me gustaban los chicos hermosos, no tenía sexo ni nada, unos besuqueos, che... Volví a los quince y no me fui más de aquí. Mi papá a nosotros no nos pegaba, su problema era con mi mamá, celoso, terrible, creía que mi vieja le pertenecía hasta en la respiración, ella no lo provocaba nunca, pero él igual le pegaba, le hincaba un cuchillo filoso en la garganta y le decía ‘te voy a matar, puta de mierda’, y nosotros gritábamos. Somos tres hermanos vivos, pero mi mamá tuvo seis embarazos, dos murieron en la panza por los golpes que él le daba y el último nació vivo pero murió a la semana. Ya no toma más, era un enfermo alcohólico, pero esa violencia es lo que yo mamé y hay veces que a mí me sale también, como si repitiera a mi papá. Con el Toti, mi marido, fui terrible, lo controlaba y lo quería manejar, ponerle horario, hasta que entendí que eso no servía, él es un gran compañero, tenemos siete hijos hermosos y se banca mi necesidad de dedicarle tiempo al barrio, estoy viva para servir a los demás y tratar de construir un mundo mejor para nuestros hijos. Esa violencia que digo que tengo ahora trato de usarla para bien, es un instrumento que me da fuerza cuando acá las cosas se ponen difíciles, acá no te podés asustar porque si tenés miedo no hacés nada”.
Daniela se casó muy joven con un hombre bastante mayor, tiene tres hijas mujeres, dos de ese matrimonio, y desde 2007 le han otorgado judicialmente la exclusión de hogar de su marido, que la sometía a golpes y humillaciones.
“Yo soporté de todo, celos, insultos, acusarme de puta ante los chicos, que te ponés ropa para provocar, que adónde fuiste así pintada. Era bajarme la autoestima, despreciarme, dejarme encerrada sin plata, hacerme creer que estaba loca. Primero me callaba y creía que él me quería y que yo tenía la culpa, será que me pinto mucho, que fumo, que me tiño el pelo, pensaba. Quería dejar de ser yo para conformarlo, lo que quieren es que no seas vos, sino lo que ellos quieren que seas. Nunca aceptan que están enfermos, yo hice terapia, pero él jamás”, asegura.
Las cosas fueron empeorando para Daniela hasta que un día su marido intentó tirarla desde un 7º piso y ella hizo la denuncia policial, se mudó e inició trámites ante un juzgado, pero volvió con él cuando le prometió cambiar.
“La luna de miel duró muy poco, retomé los trámites judiciales y le prohibieron el acercamiento a menos de 200 metros, pero me atacó en la calle con mi nieto en brazos. Mi hija pudo quitarme el bebé y se vino al Refugio a pedirle auxilio a Rosa”, relata.
En El Refugio Daniela pudo empezar a recomponerse y al salir de la situación de violencia comenzó a analizar qué le pasaba a ella que no podía despegarse de esas peleas, del sometimiento y la culpa.
“Con Rosa pude empezar a hablar, yo tenía todo oculto, tapado, les prohibía a mis hijas hablar sobre lo que pasaba en casa. Acá me dieron apoyo, pude quedarme a vivir y tuve contención psicológica, legal, médica; me acompañaban a todas partes, eso ayuda, anima y sostiene. Sufrís violencia sólo por ser mujer. Es muy importante que las mujeres sepamos que estas cosas pasan dentro de la casa, sin testigos, y si no hay testigos no hay delito, y el marido no te pega delante de los demás generalmente...”, subraya.
Gloria se separó de su marido hace veinte años, era un hombre terriblemente celoso y brutalmente golpeador con quien tuvo un hijo. Anteriormente se había escapado de Bolivia por haber estado con otro hombre violento.
“Todo fue color de rosa hasta que me embaracé, ahí ocurrió la primera golpiza y lo dejé, me escapé. Pero al tiempo volví, estaba embarazada y pensaba que algo podía arreglarse, él me acusaba de que el hijo no era de él, con quién dormiste, puta, me decía, no es hijo mío, y me fui otra vez. El se casó con otra mujer, pero cuando nació el nene y vio que era idéntico a él la dejó y volvió a buscarme, yo había venido a vivir a Soldati y por no estar sola lo acepté. Pero era un obsesivo celoso, yo soy peluquera y no quería que trabajara. Me empecé a preguntar por qué estaba viviendo así si yo era una persona fuerte, él me arrinconaba borracho y me golpeaba, yo a lo único que atinaba era a taparme la cara, pero vivía con un ojo verdeado mientras el otro estaba sanándose, siempre la cara golpeada, me ves la nariz torcida porque él me la rompió, cicatrices por todo el cuerpo, me pateaba en el piso. Yo le tenía terror, y me preguntaba por qué no me podía defender. Hasta que un día llegó y cuando quiso golpearme lo corté con un cuchillo y cuando vio su sangre me pidió que lo curara, que le pusiera la gotita para pegarle la herida. Pero yo me sentía mal, pensaba ¿y si lo mato? ¿Qué le va a pasar a mi hijo? El me hacía humillar por mi hijo, que tenía dos años, le enseñaba a escupirme.”
Gloria recurrió a un juzgado y la derivaron a una terapia de grupo con otras mujeres en la misma situación. “Las compañeras del grupo me decían que él no iba a cambiar y yo preguntaba por qué no los ayudaban a ellos también, ellos no nacieron violentos, pero me decían que me ocupara de mí. Yo pensaba que él necesitaba ayuda, porque yo lo dejaba pero él iba a hacerle lo mismo a otra mujer, ellos también necesitan ayuda. No han nacido violentos, la vida los hizo violentos. Ellos también necesitan terapia. Algunos se componen, aprenden que esa no es manera de contener a su familia, les enseñaron que la violencia es normal, que él es el macho, el poderoso y puede hacer lo que quiera como hacía su padre...”
Sin embargo Gloria tuvo que volver a recurrir a la Justicia y antes de resolver su situación “la policía lo sacaba de mi casa y él volvía, hasta que un día se fue, anduvo tres meses por la calle y lo acuchillaron, pasó seis meses en terapia. Yo junté plata y lo llevé a Bolivia y lo dejé con su familia; recién ahí pude vivir tranquila. Hace dos meses falleció allá. Era alcohólico y no se pudo recuperar en ninguna parte. Pero por todas estas situaciones fue que empecé a trabajar en el tema de violencia de género y familiar, la había conocido a Rosa, hicimos cursos sobre violencia juntas y muchas cosas para capacitarnos y poder ayudar a otras mujeres”.
Como charlamos sentadas en la vereda, se acercan vecinas, saludan, cuentan novedades y buscan soluciones para temas que afectan al barrio.
“Es que tenemos muchos problemas acá –comenta Rosa, recientemente elegida presidenta de Villa Fátima por sus vecinos–, hay mucho abandono, en el centro de salud no hay medicinas, el colegio y los jardines se caen a pedazos, las viandas que les dan a los chicos son una pasta gomosa incomible. Lo más grave es la basura, hay montañas de dos metros de altura, por todos lados. Si la gente se animara a acercarse a estos barrios vería cómo le mienten, esto también es la Ciudad de Buenos Aires...”
Corría 1989 cuando Rosa, Gloria y muchas otras mujeres comenzaron a trabajar en violencia de género, pasaron más de veinte años, fue en la época de las ollas populares y muchos conflictos sociales, recuerdan.
“En ese tiempo estaba funcionando el Centro de Salud Nº 6, ahí se había juntado un grupo de médicos y asistentes sociales buenísimos que nos invitaban a cursos y venían al barrio a hacer charlas de prevención sobre HIV y procreación responsable. Y les pedimos que trataran el tema de la violencia, ahí nos animamos, ahí nos despertamos, sentíamos que teníamos la protección de ellos, no eran abogados ni nada, pero cuando golpeábamos sus puertas nos escuchaban y nos ayudaban”, recuerdan.
Rosa cuenta entusiasmada que “salimos a golpear puerta por puerta en los barrios y surgimos primero como mujeres promotoras de salud y empezamos a ocuparnos también de violencia familiar y género. Al principio las mujeres se quedaban en las casas a mirar la novela, y yo les decía vamos, vagas, salgan a la calle, no sean conchudas, vengan que esto es el bien para nosotras. Y hacíamos reuniones con los profesionales, no se cansaron y nos formaron, éramos más de treinta promotoras de salud. Así empezó a verse la violencia familiar, cuando las mujeres nos animamos a salir de nuestras casas, porque estábamos encerradas y cada una con su cultura, la paraguaya, la peruana, la boliviana, empezamos a crecer y a liberarnos, no sabíamos nada de nada”.
Risueñas y con la musicalidad de sus tonadas, dicen que al principio no fueron muy diplomáticas y que en cuanto se enteraban de que había un golpeador o abusador “íbamos todas juntas con escobas, con lo que fuera y les dábamos palazos, o sea que éramos violentas, empezamos como habíamos vivido, no teníamos quién nos defendiera, pero eso fue generando organización y muchas mujeres empezaron a darse cuenta de que si se sabía lo que nos pasaba era más fácil defendernos. Así aprendimos a hacer las cosas en conjunto, nos hicimos fuertes, armamos el trabajo en red y fuimos teniendo referentes en todos los barrios. Primero los maridos les prohibían hablarse con nosotras, pero no les hacían caso y nos llamaban a las casas para que habláramos con ellos, y así los hombres empezaron a darse cuenta de que ya no quedaba todo entre cuatro paredes”.
“Desde que nosotras empezamos a actuar los hombres saben que las cosas son más difíciles para ellos y que en poco tiempo les llega la orden judicial de desalojo, hubo casos en que los familiares del hombre violento se enfrentaron con la policía; ocurre que hay casos en los que la familia de la víctima es violenta, no sólo el marido. Siempre el hombre busca a la mujer que se va, y ella generalmente vuelve, por lo menos una vez, cree que todo va a cambiar. Hay casos en que se solucionan las cosas, muchas veces si la pareja vive sola y deja de interferir la familia de él, encuentran su camino, si no es muy difícil, hay familias muy violentas”, explica Gloria.
“Nuestra actividad frenó la violencia de género en el barrio, esto es así, ahora los violentos saben que no pueden ocultar lo que hacen, pero tenemos que seguir trabajando muy fuerte”, asegura Daniela.
Las mujeres de El Refugio piensan que no se puede descansar y recuerdan a Antonia, que desapareció misteriosamente tras recurrir a la Justicia porque su marido la golpeó brutalmente y se sospecha que la mandó a matar; y a Elba Charqui Mamani, boliviana de 27 años y dos hijos que denunció a su marido por maltratos y apareció descuartizada en octubre de 2004. Poco después su marido confesó el crimen, fue condenado y está preso. Sólo son dos casos de los muchos ocurridos; sobre la mayoría hay silencio, se pierden en el olvido, a pesar de marchas y reclamos.
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