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Viernes, 2 de septiembre de 2011

ENTREVISTA

Todas las hojas la hoja

Las mujeres en la poesía, en las vanguardias y en el múltiple mapa de coordenadas que abre la disquisición filosófica más antigua: aquella que se traza entre lo uno y lo múltiple. De esto habla Alicia Genovese en su libro Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco (FCE), al tiempo que entrecruza obras, autoras y autores, personajes de ficción y movimientos literarios. En ese cruce, la riqueza de su trabajo, que adelanta en esta nota.

 Por Paula Jiménez

Cuando pensó en escribir este libro se preguntó cómo leer poesía. O más bien: cómo transmitir esta experiencia a quienes se acercan a los versos por primera vez. Y algo más: cómo hacerlo en un mundo donde el lenguaje marciano del lirismo es mirado a la distancia y con cierta extrañeza. Ni las grandes editoriales –cuyos títulos son mayormente de narrativa–, ni las librerías –que poco exponen poesía en sus mesas– ayudan mucho. Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco (FCE) agrupa una serie de ensayos con los que Alicia Genovese va construyendo vías de acceso y abordaje a un género que para el gran público, y merced a las leyes del mercado, parece haberse convertido en un misterio para intelectuales. A lo largo de sus lúcidas, claras e iluminadoras 164 páginas, este libro va desentrañando relaciones ocultas en el universo de la poesía, analizando obras y poéticas y guiando la mirada del lector por un sendero que, lejos de las ataduras formales y los conocimientos académicos, pone a la percepción sensible en un primerísimo plano.

¿Por qué elegiste a Funes el memorioso, el personaje del cuento de Borges, para hablar de poesía?

–No lo elegí, surgió como una reacción, una defensa de Funes. Desde antes de que apareciera la nota de Eco yo siempre amé ese personaje. Siempre me pareció que Funes era el Borges poeta que había mirado detenidamente las veredas de Adrogué, el cielo de Buenos Aires o los árboles de Plaza San Martín y que los volvía a mirar en su ceguera. La figura de Funes siempre me causó conmoción en cuanto a su desmesura: eso de acordarse de todo, de recordar las diferentes caras de un muerto en un velorio, o de un perro que a las tres y diez es de una manera y al minuto siguiente, mirado desde otro perfil, es de otra. Esa es una clave fantástica para todo aquel que se dedique a escribir literatura. Porque escribir significa percibir la realidad de otro modo. Cuando aparecieron opiniones como que Funes era un imbécil porque no sabía clasificar, descartar y generalizar, me pareció que era un gran equívoco, que eso no lo podía estar diciendo un escritor como Umberto Eco. Le resultó una comparación muy sencilla y me pareció que una manera de defenderlo, era defendiendo la figura del poeta, su percepción detenida, la de quien necesita la soledad, el ocio y el tiempo vacío y flotante para nada. En ese “para nada”, generalmente, aparece lo que se quiere escribir.

Decís en tu libro que escribir un poema es trazar un instante en el tiempo. Es elegir, entonces, uno de esos infinitos instantes que Funes recuerda como separados uno del otro. Cada instante un poema...

–Es exactamente eso. ¿Cómo situarse en el instante del poema sin ver la singularidad y particularidad de ese recorte del mundo observado? Si no ves la multiplicidad no podés situarte en lo particular ni definirlo. Si querés traducir algo al lenguaje poético tenés que buscar más. Este es el lugar de lo subjetivo. Ireneo Funes encarnaba esa subjetividad: el tipo que podía ver las diferentes hojas que había en una hoja, desde que amanecía hasta que anochecía.

Decís que el poeta no es el mismo al escribir un libro que otro, que no hay “yo poético” que sea uno y para siempre. Esta concepción me hace pensar en la teoría queer, en el sentido de que allí también se considera que no hay identidades fijas...

–Ya Nietzsche hablaba de eso. Y en la posmodernidad esta multiplicidad reaparece. Haber vivido en diferentes países o haber tenido una hija, en mi caso, son cosas que me han modificado. Pero no se trata del nomadismo posmoderno. Me parece que hay algo falso ahí, demasiado líquido y descomprometido. Hay algo que nos va atando a lo largo del tiempo, ciertos anclajes de origen o de pertenencia, tenemos el mismo ADN. Claro que eso que nos ata no es en el sentido de fijeza esencialista, de identificación sexual o anatómica, que también puede variar. Pero hay una “contextura” que es la misma y que a su vez se va llenando de experiencias que hacen al cambio. No es una flexibilidad absoluta y arbitraria que hace que hoy se pueda ser de un modo y mañana de otro totalmente distinto. Pero son cambios, sí, procesos subjetivos que dan posibilidades de apertura.

Leonora Carrington dijo que el lugar de la mujer en el surrealismo era el de servirles el café a los surrealistas. En uno de los capítulos de tu libro hablás de Olga Orozco, una poeta altamente influenciada por esta corriente. Decís que su gesto revulsivo fue negarse a ocupar el lugar que el surrealismo le asignaba a la mujer, el de puente, intercesora entre el mundo surreal y el ordinario, que era, de alguna manera, también un no lugar...

–Coincido con Leonora Carrington. El surrealismo ha sido dentro de la literatura un movimiento clave que ha abierto muchas puertas, puertas hacia la percepción, a romper con ese mundo ordenado de la Gran Costumbre, como decía Cortázar. Me parece que significó meter un cuchillo y que por ahí saliese todo aquello que estaba negado y que formaba parte de lo reprimido y lo dejado de lado por una sociedad que tendía a la uniformidad. En ese sentido yo valoro muchísimo al surrealismo, pero en los movimientos de vanguardia las mujeres nunca han tenido demasiado lugar. En ese rol de médium que se nos daba a las mujeres entre el mundo invisible, es decir lo inconsciente, y el visible, el lugar dado a la mujer por los surrealistas, fue un lugar sin decisión, sin libre albedrío, que se desliza fácilmente hacia una especie de locura, de desvarío. Y por qué las figuras centrales nunca son mujeres en esos movimientos, es la pregunta. No fue un movimiento particularmente liberador para las mujeres, aunque también hay que hacer excepciones. Alejandra Pizarnik se alimentó del surrealismo e hizo una obra. Olga Orozco tomó toda esa fascinación del surrealismo por lo oculto y gran parte de su obra lo trasunta, es eso. Después, ella paulatinamente se va alejando, aunque se insista en seguir asociándola. Cuando la conocí en sus últimos años, no quería hablar de juegos peligrosos. Y si leemos algunos de sus últimos textos lo dice: “No te pronunciaré jamás, verbo sagrado”, al mismo tiempo que ubicaba su voz y su boca en este mundo. Pero fue tan fuerte su relación con el surrealismo en la Argentina, que se la continuó identificando con ese grupo de poetas: Enrique Molina, Aldo Pellegrini, Francisco Madariaga. Aunque, como todo gran creador, ella siguió escribiendo, su obra no se detuvo ahí.

De los poemas de Las muertes de Orozco, destacás ése en el que escribe su propio epitafio y empieza con un verso que dice “Yo, Olga Orozco, digo a todos que muero”. Decís que la enfatización en el yo femenino es un gesto opuesto al de aquellas mujeres que debieron usar seudónimos para poder escribir...

–Es muy importante para nosotras, lectoras mujeres, haber leído ese poema, que fue escrito en el ’50. Creo que es una afirmación que ella pudo hacer y que después nos sirvió a todas. Es una afirmación del yo sin necesidad de colocar ningún alter ego. Una Olga Orozco muy joven, por otro lado. Y ése es un poema escrito sin política hacia las mujeres, aunque ese poema ha sido una afirmación importante del nombre propio femenino, de un yo mujer.

En La doble voz, tu libro anterior de ensayos, situaste una poesía escrita por ciertas mujeres en la década de 1980, que si bien variaba de autora a autora tenía en común el hecho de buscar desarticular lo que hasta allí se había articulado y contestar al patriarcado y a los mandatos de la época. ¿Podrías hoy también hacer un recorte discursivo en la poesía actual escrita por mujeres?

–En este momento es muy difícil porque las poetas se han incorporado en una cantidad enorme. Yo tomé los ’80 porque veníamos de una época de silencio dictatorial y era claro ver el tipo de poesía que se hacía y que peleaba contra el silencio y contra una ubicación que se nos había dado como mujeres. No sé si hoy podría seguir haciendo ese análisis: creo que ya hay un espacio ganado y resignificado. Me parece que ahora los fenómenos de la subjetividad son mucho más amplios y no se restringen solo al universo femenino. Desde mediados de los ’90. lo que está en juego son las subjetividades. Los estudios feministas son los pioneros en esto y es a donde se remite la crítica de género, pero hoy hay que salir de allí porque la complejidad es mayor. Si uno tomase un corpus de mujeres habría que empezar a relacionarlo con otras identificaciones, de origen, por ejemplo, de cultura mestiza, de entrecruzamientos, de otros factores como las dificultades con el poder y las formas de violencia. En este momento no podría seguir trabajando eso que trabajé en La doble voz, en cuanto a la apropiación de un lenguaje y la construcción de un lugar de escritura, si bien esa idea de rebelión ante lo impuesto sigue apareciendo reiteradamente en la escritura de mujeres.

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Imagen: Sebastian Freire
 
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