Viernes, 9 de septiembre de 2011 | Hoy
VIOLENCIAS
Dos niñas wichí fueron violadas por más de un hombre el último fin de semana en dos pueblos cercanos del oeste de Formosa donde el “chineo” es una práctica habitual y en algunos parajes hasta sistemática, realizada –según denuncian desde la comunidad– “por varones criollos, pudientes o pobres”, que salen a “ramear” de los pelos a una “chinita” y violarla entre varios. La impunidad y el miedo protegen a los agresores antes que a las víctimas, que muy pocas veces pueden completar las denuncias y en menos casos aún estas denuncias llegan a convertirse en casos judiciales.
Por Roxana Sandá
Las noches de Ingeniero Juárez y El Potrillo, pueblos de Formosa donde llegan con mayor rapidez las patas de las gallinas que el agua potable, son oscuras a conciencia. De la institución local, “para ahorrar energía”. De los habitantes más empobrecidos “porque no hay tendido eléctrico o porque donde hay lo cortan si no pagamos lo que nos exigen”. Este fin de semana, la oscuridad cómplice facilitó la violación de dos niñas wichí, de 11 y 14 años, que habitan esos pueblos. “Fueron los criollos”, denuncian los voceros de la comunidad aborigen de El Potrillo, “quienes obligaron a tomar gasoil” a la primera, para “marearla y violarla entre siete”. A la otra la sometieron durante las celebraciones del Día de la Mujer Indígena, “entre diez o catorce; no recuerda”, en la escuela donde estudia, frente a la comisaría del lugar, para dar a entender sin medias tintas el espesor de la impunidad.
Los ataques sexuales ocurrieron en momentos que la Comunidad Wichí Barrio Obrero, de Ingeniero Juárez, había tomado el Centro de Integración Comunitario (CIC) del lugar, que reclaman como propio, y exigido el retiro de los representantes actuales con mandato vencido, para poder nombrar “autoridades legítimas”.
Uno de los referentes de la toma, Agustín Santillán, detalló a este suplemento que desde el 31 de agosto, cuando iniciaron la toma pacífica del CIC, se intensificaron las amenazas que sufren desde hace años. “Nos persiguen, nos conminan a que no accedamos ni a la electricidad ni al agua, por lo que nuestra comunidad tiene que beber de un dique contaminado, donde los vecinos tiran sus residuos.” Santillán dijo que “ahora estamos más tranquilos porque la policía no intentó volver a sacarnos del lugar, como los primeros días. Deben comprender que no pueden usurpar nuestra asociación civil”. Unas 3000 personas componen ese territorio de 6000 hectáreas donde, aseguran, “los criollos reciben beneficios productivos con anuencia de las autoridades locales, mientras que la comunidad se desintegra por la tuberculosis, la desnutrición, las pagas miserables de sus artesanías y la violencia sistemática contra niñas, niños y mujeres”.
Las sombras del anochecer que el domingo último unían el camino entre la despensa y la casa de El Potrillo donde vive la nena de once años junto a su abuelo y sus tres hermanas mayores no dejaron resquicio para el auxilio. “La mandaron a comprar pan”, explicó la traductora de la comunidad, Ana Mariño, cuando actuó como intérprete de la niña, que sólo habla en su lengua originaria. Unos siete adultos la toparon, no lograron convencerla de seguirlos, la arrastraron hacia una oscuridad mayor a la del entorno, la obligaron a tomar gasoil, la marearon, la intoxicaron y la golpearon. “Ella no recuerda muy bien lo que sucedió después, pero el examen médico reveló que la habían violado repetidas veces.”
La encontraron gracias al aviso de unos vecinos, en un punto indefinido del mismo campo que rodea las viviendas, desmayada, con lastimaduras en el cuerpo, la ropa arrancada, las manos aferradas al aire. La trasladaron de urgencia al Hospital Eva Perón, de Ingeniero Juárez, a unos 130 kilómetros de distancia, pero la gravedad de su estado obligó a la derivación al Hospital La Madre y El Niño, de la capital formoseña, donde también le realizaron el examen forense.
Su abuelo y sus hermanas radicaron la denuncia en la comisaría y ante el juez, aunque la investigación del caso no avanza. “Así es como vivimos: no tenemos a quién recurrir cuando pasan estas cosas”, lamentó Mariño. “Estas injusticias las padecemos desde hace tiempo, pero cuando exigimos que se investigue no pasa nada. Son innumerables los casos de agresión sexual contra las jóvenes wichí y contra las propias criollas.” Llámese El Potrillo o Ingeniero Juárez, la violación de mujeres es moneda corriente, “pero por la distancia, la pobreza, el desconocimiento o el miedo, los violadores no son denunciados”. En diciembre, otra niña wichí quedó embarazada producto de una violación, pero sus padres decidieron silenciarse “porque no tienen medios económicos para afrontar el hecho y por miedo a que los maten si hablan”.
El viernes pasado, la Escuela 438 de la Comunidad Barrio Obrero, de Ingeniero Juárez cerró sus puertas a eso de las 20. En el edificio con capacidad para enseñanza primaria y secundaria amplia, con alumnos de hasta 24 años, conviven criollos y originarios. La salida siempre es numerosa, las voces acompañan varias cuadras a los que viven lejos. Nadie se explica cómo pudieron retener y violar a una adolescente de 14 años en el mismo predio, con el edificio de la comisaría enfocando desde enfrente. Dos obviedades: la chica está shockeada. No quiere volver a la escuela.
Agustín Santillán pudo averiguar “que la agarraron entre diez o catorce criollos”, que cree que los varones son alumnos de ese colegio, que al cabo del ataque ella huyó desesperada a la guardia del Hospital Eva Perón, donde le extendieron un certificado a desgano, bajo un diagnóstico inaceptable de “lesiones leves”, que ni la chica ni su familia van a reclamar “porque los que la atacaron le avisaron que si dice algo, la matan”. El médico “que la atendió y constató lo que le había sucedido puso cualquier cosa, pero esto siempre pasa porque nos discriminan, sin vueltas”.
La antropóloga social Ana González describe “el chineo”, una práctica habitual y en algunos parajes hasta sistemática, que es realizada “por varones criollos, no indígenas, pudientes o pobres, que salen a ‘ramear’ de los pelos a una ‘chinita’ y violarla entre varios (...)”. Se manifiesta como una pauta del Oeste provincial tan arraigada, que es vista como pasatiempo juvenil antes que como práctica denigrante hacia las víctimas.
Dice González en una columna publicada en este diario, que “la impunidad con que se mueven los agresores está, las más de las veces, apañada por diversos agentes estatales locales y por la sociedad no indígena misma. Cuando las víctimas intentan denunciar, se las hace callar con un chivo o una vaca. Si no acepta, ella y su familia sufrirán amenazas y agresiones violentas. El silencio no es ‘costumbre’, es simplemente una brutal disparidad de poder, de imposibilidad de poder hacerse oír por las instituciones que tienen la obligación de proteger derechos humanos, pero muchas veces reproducen el racismo y la discriminación estructural. El silencio es desamparo y desprotección, es dolor y humillación contenidos, no sólo de las mujeres indígenas, sino de toda su etnia, de toda la comunidad”.
No es ocioso agregar que aún no hallan a los autores de las violaciones de Ingeniero Juárez y El Potrillo. Tampoco concluir que en ese tablero, niñas, jóvenes y adultas de los pueblos originarios han sido históricamente oprimidas e invisibilizadas por su triple condición de mujeres, pobres y aborígenes.
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