Viernes, 9 de septiembre de 2011 | Hoy
DIEZ PREGUNTAS A: GLADYS AMBORT *
–Desde que opté por partir al exilio, he recorrido un camino particularmente largo y poco convencional. A lo largo de este camino, estudié, me observé y trabajé sobre mí misma. En este proceso, el poder ha sido siempre un tema de inquietud para mí, del mismo modo en que siempre busqué una explicación a lo que me había sucedido en aquella celda de castigo. Cuando por fin escribí mi tesis de doctorado sobre las relaciones de poder logré encontrar conceptos, dar forma a lo que había vivido, y luego crear un relato.
–Al partir al exilio sentí que terminaba de perder todo lo que había hecho que yo fuera alguien: mi familia, mi escuela, mis amigos, mi ciudad, mi país, mi idioma, mi pasado; en breve, mi lugar. Hoy podría decir que lo que perdí definitivamente en la cárcel fue la ilusión que brinda una identidad... familiar, social, o profesional... y la seguridad que ésta trae aparejada. ¿En cuanto a recuperar...? No sé. He sufrido muchísimo por haber perdido todas esas cosas, sufro todavía, pero también es cierto que descubrí muchas otras... La seguridad. Creo que eso sí quisiera terminar de recuperar, la seguridad que brinda internamente el pertenecer a algún lugar, el sentimiento de pertenencia, a pesar de que ya no desee pertenecer a ningún lugar en particular.
–Sí. Con el tiempo, me sorprendía que el referente mental fuera el año precedente en la cárcel, y ya no la vida en libertad. Pero aun así, aunque cada vez con menos energía, nunca perdí la esperanza de salir viva de la cárcel. A pesar de que pasé momentos en que sentí fuertemente que nos iban a matar, no vivía con esta idea en modo permanente.
–Creo que el cambio fundamental es que si hoy un profesor o una directora de escuela denunciara a un alumno por dar una opinión en clase, como fue el caso de mi profesora de Historia y de la directora de la Escuela de Comercio en Río Cuarto con respecto a mí, el respeto de la libertad de expresión haría que a quien llevaran delante de la Justicia sería al profesor o a la directora... brindándoles todas las garantías constitucionales necesarias, de más está decir.
–No creo que en ese momento lo haya vivido en esos términos. Lo dramático era el ambiente, la situación, el hecho de que alguien estuviera pegando alaridos de dolor. Sólo muchos años más tarde me di cuenta de que en ese momento no me animé a preguntarme qué hubiera sucedido si a quien torturaban hubiera sido a mí. La pregunta quedó dentro de mí sin formular, haciéndome mal.
–Me refiero al sentimiento que puede despertar el riesgo o la proximidad de la muerte cuando ésta está relacionada con la defensa de una idea, a la exaltación extraordinaria del ego que puede resultar de la imagen que de sí mismo se piensa que se va a dejar a los otros. En esos casos, el espíritu de heroísmo se manifiesta con orgullo, y produce incluso un estado de excitación o de embriaguez, siendo que permanecer en vida puede ser mucho más difícil de sobrellevar. En la situación en la que vivíamos nosotras, por ejemplo, estábamos condenadas a una pasividad total y expuestas cotidianamente a la tortura y a la brutalidad.
–No sé. Nunca se me ocurrió hacer la comparación. He leído que los militares golpeaban a los hombres con mayor facilidad que a las mujeres. Pero no sé si es un criterio suficiente para definir quién estaba más perjudicado. Si hablamos desde una perspectiva de género, a muchas mujeres nos vejaron sexualmente, a otras les sacaron a sus hijos pequeños, quienes menstruaban no tenían ni siquiera un trozo de algodón (yo tuve la “suerte” de sufrir de una amenorrea durante todo el período de incomunicación en Córdoba, que se prolongó luego durante siete años)... pero nada de eso me llevó a pensar que éramos más perjudicadas que los hombres. No, a cada uno le tocó padecer su cuota de drama, de horror y de dolor.
–Porque me parece que es fundamental. Es lo que he querido subrayar a lo largo de todo el libro. Mido el efecto que cada situación en la cárcel causó en mí, en función del grado de soledad al que estaba expuesta. Hasta el momento en que me aislaron totalmente en una celda de castigo durante quince días y medio y algo se quebró en mí. La ausencia total y absoluta de todo ser humano en torno de mí fue brutal. El aislamiento significa la deshumanización, la aniquilación del ser humano.
–Porque la solidaridad me acompañó a lo largo de toda mi experiencia carcelaria y después también. Entre las presas políticas, la solidaridad era un valor fundamental. El no formar parte de las organizaciones mayoritarias agravó mi aislamiento dentro de la cárcel de Devoto y me ocasionó muchas dificultades; hacia el final, incluso mucho dolor, pero aun así, puedo decir que la relación con las compañeras estuvo mayormente basada en la solidaridad.
–Me hizo la misma pregunta un alumno en una de las escuelas secundarias de Ginebra donde di una conferencia. Le contesté que de la cárcel había salido muerta. Y es cierto que la libertad no coincidió con un sentimiento análogo. Aun así, recuerdo que al llegar a París, me llamaron la atención dos imágenes: una, de un hombre que salía de una panadería con una baguette bajo el brazo, correspondía a la imagen que nos había descripto nuestra profesora de francés en cuarto año en la Escuela Manuel Belgrano; la otra, de uno que comía una manzana cruzando la calle. En Córdoba, en aquella época por lo menos, no se comía en la calle. O quién sabe, quizá sólo me llamó la atención que comiera una manzana... como si hubiera sido normal.
* Gladys Ambort acaba de publicar el libro Algo se quebró en mí. De cómo terminó mi adolescencia en una celda de castigo. Ambort nació en Córdoba y durante la secundaria militaba en Vanguardia Comunista. Fue denunciada por su profesora de Historia y a raíz de ello permaneció detenida por tres años en distintas unidades penales. Se exilió en 1978 y actualmente reside en Suiza. Es escritora y traductora.
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