Viernes, 14 de octubre de 2011 | Hoy
MUESTRAS
Más confesional que folklórica, más autorreferencial que autobiográfica, la muestra Mi localidad, de Constanza Alberione, retrata el mundo que cada uno lleva a cuestas.
Por Dolores Curia
La puerta de calle conduce a un pasillo común y por él se llega al fondo, donde está el PH de la artista rosarina Constanza Alberione y el porteño Guillermo Iuso. Hay que avanzar sin hacer demasiado ruido porque “los vecinos no están muy bien de la cabeza”. Detrás de la segunda puerta aparece el patio, en azules y grises. Iuso, recordado por muchos como el gran provocador del 2007 (expulsado del Rojas cuando en el ciclo Confesionario puso en escena una polémica historia de su invención sobre un abuso sexual), es el protagonista del cuadro que Constanza tituló Mi marido.
En el taller hay lugar para todos: de un lado de la pared posan en fila india las obras que formarán parte de la muestra Mi localidad (que inaugura el jueves 20 de octubre en la Galería Miau Miau), también hay dos mesas llenas de lápices y crayones, los legos de cuando Guillermo era chico (separados, en envases de plástico, por color) y un tobogán intervenido que dice “Pasarla bien es el compromiso que más me oprime”. Sobre otra pared cuelgan hojas A4 escritas con marcadores Sylvapen que muestran un work in progress, muy casero, del libro que Guillermo prepara y que sacará en breve por la editorial Mansalva.
Una anécdota actuó como disparador para esta muestra: “Durante un tiempo viví en una casa donde me sentía muy triste y sola. Decidí hacerle unas bellas cortinas, largas, unas de color salmón claro y otras de un salmón más oscuro, que fuesen frondosas para darle a la casa una atmósfera de durazno. Cuando las puse, una persona me dijo: ‘¡qué horror! tu casa parece un frasco de mermelada’. Entonces sentí: ¡una vuelta a la cultura mermelada! y pensé: ojalá mi casa se convierta en un salón de fiestas”. Lo de la mermelada viene a cuento de un episodio de la historia del arte rosarino: corría la década del ’50 y hacía su aparición el Grupo Litoral (entre los que estaban Leónidas Gambartes, Francisco García Carrera, Juan Grela, Gutiérrez Almada, por ejemplo) que buscaba aportar a la modernización del arte patrio con ese “color local” que tanto había crispado los pelos de Borges. La generación siguiente (la del ’70) se reveló denigrando a sus maestros. Los jóvenes, que daban los primeros pasos en dirección al arte de acción y los happenings, lanzaron un “Manifiesto contra el Arte Mermelada del Grupo Litoral”. En esa proclama acusaban a sus padres de “quedarse en el simple juego decorativo, negar lo intelectual, refugiarse en la belleza y la intuición, y de la imposibilidad de asumir racionalmente la actividad creadora”.
Superficialidad almibarada, sensiblería y ornamentalismo, en boca de Constanza son valores. Con las obras de Mi localidad, cuestiona las críticas contra la mermelada preguntándose cuánto de signo negativo hay, realmente, en la “decoratividad”. Y amplía: “A mí me gusta jugar de local. Quisiera rescatar esa idea de un arte regional, en un sentido amplio, no porque deba ser nacionalista o patriótico. Los cuadros pueden ser regionales también en la medida en que tengan que ver conmigo o con el que los haga. Ahí es donde el contexto y lo personal se cruzan. No como programa sino como decantación. No me interesa nada parecido a una consigna, ni siquiera puedo decir que siga una línea o que en mi trabajo haya alguna evolución. Lo que sí veo o a lo que, por lo menos, aspiro es a concretar esto de la ‘localidad’, de que en mis trabajos pueda verse alguna característica que permita reconocer de dónde vengo. Creo que el arte, cuando es bueno, da pistas del contexto en el que se produjo”.
En Mi localidad, las huellas de producción probablemente estén pero de un modo que poco tiene que ver con lo folclórico sino, más bien, con el tono confesional. Lo que hay en las obras de Constanza es un localismo distinto, privado: una autorreferencialidad dosificada. Porque en sus cuadros puntillosos y detallistas, se lee una reconstrucción de las dos últimas décadas de su vida. Están, por ejemplo, las casas en las que vivió. Pero no todas merecieron el retrato, sino sólo aquellas en las que fue más feliz. Una casa en Rosario donde convivió con una chica que la sacó de un pozo (emocional). Un tercer piso en un edificio sesentoso donde las suyas aparecen como las únicas ventanas con luz en plena madrugada. Entre los cuadros aparecen retratos de todos sus ex (con sus ropas y poses características, o las que ella mejor recuerda).
Con el género del retrato, la pintora se amiga con el pasado: “Elijo para retratar a personas que amé y a muchas de las cuales también odié bastante. Cuando los pongo en el papel creo que logro embellecerlos y rescatar lo mejor de ellos”. Así, se quedan inmóviles (e inmortales), por siempre jóvenes y en su mejor momento.
Mi localidad se inaugura el jueves 20 de octubre en Galería Miau Miau (Bulnes 2701).
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