Viernes, 20 de enero de 2012 | Hoy
VISTO Y LEíDO
Los años que vive un gato (Tamarisco) es la primera novela de Violeta Gorodischer, un viaje de la infancia a la adolescencia con escalas en el furor consumista de los ’90 visto desde la clase media, la homosexualidad como estigma y el tabú de la enfermedad en una niña, tópicos que la autora disecciona con precisión y sobre los que reflexiona en esta nota.
Por Flor Monfort
No hay portazos definitivos ni patadas voladoras, no hay sangre por más que hay enfermedad, ni demasiadas lágrimas por más que la que enferma sea una nena. El filo por el que camina la narradora de Los años que vive un gato es la incomodidad, expuesta en miles de fotogramas en los que conviven la contradicción de una clase que se dice progresista pero discrimina, que pretende sostener una ideología de izquierda, pero su acto más heroico para exponerlo consiste en viajar de vacaciones a Cuba. Todo eso atravesado por una época, los ’90, y condensado en la experiencia de una familia tipo que sobrevuela sus propios demonios con el malestar que supone el despertar sexual de los hijos, el tránsito de la pareja y esa rareza que es el vínculo de padres, madre e hijos, mundo externo y mundo interior. La cadencia del tiempo marcada por el paso de los años de la mascota de la casa.
–Yo siempre quise que fuera una novela luminosa, que fuera hacia un final esperanzador. Nada está al azar: el matrimonio, la mucama, la enfermedad, todo está muy calculado. Las grietas de la clase media en la década del ’90, Cuba, Disney, la complejidad de una familia que está pendiente del qué dirán de una sexualidad diferente, y elegir que esa sexualidad diferente fuera lo gay también es porque transcurre en los ’90, porque hoy por hoy eso ya no jugaría de la misma forma. La voz de una nena que se hace mujer y el lugar desde el que escribe es el de la mujer que reconstruye el recuerdo y que tiende hacia una liberación. El final se acelera en ese sentido. Por eso hay un capítulo que es de quiebre, el del campo, donde la saco a ella de la casa; todo lo que se cuenta antes es puertas adentro (que fue una opción de título para la novela) y todo lo que se cuenta después tiene que ver con su relación e interacción con el mundo.
–Ahora hay un efecto realidad que domina todo y se piensa que la primera persona es autobiográfica. Yo diría que el 80 por ciento de mi novela es ficción, pero no puedo ir explicándole a uno por uno y tampoco me interesa. Me inquieta cómo la marca del yo está mal leída, hay un efecto reality que tamizó las lecturas contemporáneas, no digo de todos, no quiero generalizar, pero en algún punto es como si no se pudiera leer de otra forma. Es ridículo, la gente dice “el reality está guionado” y al mismo tiempo “la literatura es real”. Obviamente que hay un juego, de hecho mucha gente me preguntó si la nena de la tapa soy yo (no soy), pero de ahí a cotejar con la realidad y decir “esto fue así”, me parece muy rara la lectura que se hace. Siempre una se basa en experiencias propias para escribir, pero hay muchas cosas que son ficción y yo tenía que mantener el mismo tono para las dos, ese fue el desafío. Muchos me dijeron que estaba mal el capítulo de Disney porque allá no hace tanto frío. Y a mí no me importa, no es documentalismo, es ficción. Quería transformar el sueño de Disney en una pesadilla, es una incomodidad de clase, la clase a la que una pertenece, y que le conoce las grietas y desde ese lugar poder contarla, porque yo me hubiera sentido muy incómoda contando otra clase. Escribí algunos cuentos populares y no me parecía incluso correcto ideológicamente hablar de las grietas de otros: hay gente que lo hace y no la juzgo, pero a mí había algo que no me cerraba.
–En la década del ’90, que no es toda igual, hay un apogeo y una caída, cuando todo el mundo se iba a Miami a consumir, como yo estoy poniendo el ojo en una familia progre que tampoco es toda la clase media, dicen “vamos a Cuba, que es la cuna del socialismo”. Lo que aparece entonces es este doble discurso, que es como el primer agujero, de irse a Cuba y no ver las grietas del sistema castrista, como las mozas que se prostituyen con los italianos o volver acá y acusar a la empleada de robo. Ese discurso de “la mucama come con nosotros”, pero falta algo y la culpa es de ella. La idea es no victimizar a la narradora y ella es la que la acusa...
–Es una de las frases más remanidas del progresismo. No solamente yo soy de clase media, sino toda la gente que me rodea, entonces esto de ser los primeros en levantar la mano a favor del matrimonio igualitario y dejar pasar miles de comentarios homofóbicos es algo que tengo muy observado y lo quise poner en un género que adoro, que es el de la familia disfuncional, exponiendo los matices de todos, cada clase con su miseria, porque la mucama tampoco es una víctima, tiene su otro costado. Uno de los tópicos entonces es este de la clase media y el doble discurso, otro tiene que ver con el temor de la mirada ajena frente a las enfermedades y el no verbalizar, aun habiendo psicología de por medio, a la enfermedad. Eso es un poco lo que hace el clima tan opresivo, por eso al final se pone en palabras la enfermedad y algo se libera.
–No lo sé. Yo quise que fuera hacia ese lugar. No sé si fue tan intencional que la curación de la hija mujer fuera de la mano con la aceptación de la homosexualidad del hijo, pero sí fue intencional que la curación concreta llevara a la de otros aspectos, una sanación en todo sentido, una circularidad del cuento que me interesaba. En esa liberación se agilizó el tono narrativo. Pero la verdad es que nosotros convivimos con la muerte todos los días y no somos conscientes de eso, te podés enfermar o te puede pisar un auto, la condición humana tiene esa fragilidad, que no está atravesada por la clase, pero que también me interesaba reflejar: la muerte nos iguala a todos.
–Empezó como un libro de cuentos y después no podía soltar a los personajes. Gladis era un personaje de otra nouvelle, era mucama también pero estaba más focalizada en sus visitas a la bailanta. Le faltaba carne, yo todavía estaba muy preocupada por la forma, las oraciones y la corrección del lenguaje, pero no había víscera. De todas formas me sirvió escribirla, es una novela que está encajonada y donde trabajé una tercera persona muy pegadita, por momentos primera, que me entrenó para ésta. Y después hay algo que me pasó que tiene que ver con cambiar la mirada sobre la literatura como evento social, es muy lindo juntarse, pero a veces hay que apagar el stereo y hacer un insight. Guillermo Saccomano, con quien trabajé la novela, me enseñó a pensar la literatura como una práctica introspectiva, como una búsqueda espiritual en algún punto. No pensar mucho en quien lo va a leer ni cómo lo va a leer, por más que una la escriba para que sea leída, y no atravesarse por esos fantasmas de la sociabilidad literaria y tener un círculo muy pequeño y muy sólido de lectura y de seguimiento de la novela. Tardé tres años en total.
–Sí, esto de contar cosas drásticas pero que la mirada sea inocente, y cuanto más inocente la mirada, más grado de precisión. Después cuando es adulta, es más inteligente, más sagaz, ya sabe cómo mirar, y entonces la narración cambia y toda esa atmósfera infantil tan detallada, tan enorme, se empieza a difuminar un poco. No creo que se pierda el nivel descriptivo en la adolescencia. Cambia, pero no se pierde. Fue algo trabajado: las resonancias, la muerte del gato, la descripción de la incomodidad sexual, debían contarse desde una voz más adulta, diferente de la de la nena. El tono y la voz tenían que cambiar necesariamente; tenía que haber una visagra entre un momento y otro. Entonces; cambia el tono y cambia por ende la mirada, pero el laburo de campo fue igualmente intenso: reconstruir milimétricamente la sensación de una resonancia magnética, averiguar detalles de cómo se sacrifica un animal en las veterinarias, plasmar la extrañeza deforme de la primera vez de un telo, etcétera. Lograr ese cambio en la voz a lo largo de la novela fue lo más complicado de hacer, y una de las cosas que más rescato.
–Sí, fines de la década ya no era todo tan apoteósico para la clase media y se empezaban a ver las primera grietas. Lo que les pasa a ellos funciona como metáfora de lo que les pasó a muchos. El de la madre es el personaje más proclive a dejarlo todo, o al que le juega más la culpa, por tradición o por mandato es la mujer la que cumple ese rol, aunque sea profesional e independiente.
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