Viernes, 20 de abril de 2012 | Hoy
Las ex entrenadoras y jugadoras de la selección nacional de fútbol de los Estados Unidos Amanda Cromwell y Lauren Gregg visitaron la Argentina para darles clínicas deportivas a chicas de la Villa 31 y Villa Martelli. Ellas propusieron estimular con normas activas de los clubes y las universidades el deporte femenino y profesionalizar una pasión que en la Argentina sólo llega a los bolsillos masculinos. Las jugadoras amateur aprovecharon el impulso para pedir dejar de ser discriminadas y poder soñar el mismo sueño de los pibes: jugar y vivir de darlo todo por un trabajo en equipo que, de paso, es un golazo contra la violencia de género.
Por Luciana Peker
Morena tiene dos años. “Cuando nació le regalaron unos botines”, dice Erika, su mamá, de 21. A los 19 se convirtió en mamá y tuvo que crecer de golpe, pero todavía sueña con ser jugadora de fútbol. Algo más que jugar como juega ella en canchas de varones y de mujeres. Algo más que correr con devoción o abrazarse a una pelota que nadie le puede sacar, sino patear por el futuro. No sólo para dejar de trabajar de secretaria o para que Morena esté siempre al costadito de la cancha y con sólo dos años acapare las miradas y las patadas de la cancha. Darlas, devolverlas, divertirse. Y ganar dinero por jugar. “Sueño con ser profesional”, recalca Erika, que ya jugó en un Mundial de los y las Sin Calle y participó de la clínica que dieron en Argentina las ex entrenadoras y jugadoras de la Selección Nacional de fútbol femenino de los Estados Unidos Amanda Cromwell y Lauren Gregg. Amanda, de hecho, hace jueguito con Morena, primero como una gracia, pero con más que gracia Morena devuelve el invite. “Ella demuestra que si las nenas juegan al fútbol es por una cuestión de costumbre”, marca la entrenadora del equipo de la villa de emergencia de Retiro Cecilia Carbajal.
La propuesta es una clase especial de las directoras técnicas y ex jugadoras en el Campo 1 de deportes de Olivos para catorce chicas de “Las aliadas” de la Villa 31. La solidaridad de género no tiene mejor sinónimo que las aliadas. La garra también se ensambla en el nombre de “Las Panteras”, que son dieciséis pibas de Villa Martelli que participan de un programa de la Dirección de la Mujer de Vicente López que coordina la entrenadora y activista del fútbol como herramienta para el empoderamiento de género Mónica Santino. Ella resalta que no sólo sirve la experiencia sino también la normativa para impulsar clubes de fútbol femenino y a las mujeres dentro de los clubes. “En Estados Unidos existe una ley denominada Título nueve que obliga a las universidades, clubes y organizaciones intermedias a invertir el mismo dinero en el deporte masculino y femenino. Fue un logro muy importante del movimiento de mujeres norteamericano y sería bueno contar con un instrumento similar en Argentina.”
Lauren cuenta sobre el cupo de género en el deporte. “La norma favorece que las mujeres tengan igualdad de oportunidades. Si hay un equipo de hombres tiene que haber un equivalente de mujeres. Nosotras luchamos muy duro y continuamos luchando por la igualdad de chicas y chicos en el deporte. Por eso, es importante que las mujeres argentinas promuevan un cambio.” “Nos beneficiamos con esta norma porque nuestras oportunidades aumentaron. Tanto, que ahora hay más equipos femeninos de fútbol que masculinos”, relata Amanda y reta –también– a dejar de creer que el sexismo en las canchas es un jueguito y no una deuda pendiente de todos. Pero también de todas. A pesar que en la Argentina el fútbol es pasión, no está en la agenda del movimiento de mujeres poner las pelotas al frente de los reclamos legislativos o comunitarios. Pero sí está en el deseo agendado de muchas chicas.
“Es muy importante que ustedes transmitan esta pasión a sus hijos, a sus hijas y a las generaciones más jóvenes. No tienen que pensar en lo que no tienen, sino en crear oportunidades”, les dice Amanda antes de comenzar un entrenamiento riguroso. Si en las películas norteamericanas la fama cuesta, acá también las entrenadoras no dejan que la pelota se escurra azarosa sino que le dan forma al juego. “No van a mejorar si las pelotas están paradas”, exige en el entrenamiento Amanda. “La bola no puede estar dormida”, sintoniza Lauren, con esa mezcla de rigor y aliento con el que les exige: “Si quieren ser profesionales, se lo tienen que ganar”. Si hay un feminismo futbolístico sin duda es un feminismo –o un futbolismo– que prefiere apostar al ataque que quedarse a la defensiva (bilardistas abstenerse).
Amanda tiene botines azules brillantes, anteojos negros y es una mujer de palabra. Una jugadora de remera violeta quiere hacer jueguito por el aire. Pero ella la hace volver al pasto. Le señala los pies y le pide un balanceo de costado. No se trata sólo de técnica sino de una habilidad imprescindible para el amague o el “oooooooooole” que tanto festejan las hinchadas cuando una pelota no puede ser robada. Para eso, hay que saber pasársela a una misma de una pierna a la otra. Primero, manejarla una para, después, compartirla con las otras. “Ahora para adelante y para atrás”, sigue la traducción en un día de sol en zona norte con chicas que no conocen de verdes al ras, sorry o el ascenso social por portación de camiseta.
Una de las chicas está desencajada: su primo murió. Ella cuenta que fue por gatillo fácil. O un autotitulado justiciero de clase media televisiva. No quiere hablar. A su turno, ataja. Apenas ataja. La bronca la patea a ella. Pero ellas –las entrenadoras invitadas– no la conocen como sus entrenadoras argentinas, que conocen tanto de calmar u orientar a sus jugadoras como de enseñarles a golear o atajar.
No conocen la historia, pero las directoras técnicas norteamericanas, igual, no aplican la complacencia. “No van a mejorar si se quedan paradas”, retan a seguir moviéndose cada una con una pelota. La rigidez manda. Pero no recorta la risa que desata la cumbia. Los pies bailan en circunferencia. Las chicas de trencitas, de rodetes, de vincha o pelos enrubiecidos diversifican las cabezas pero unifican los pies: los pies que tienen que mantener a la pelota en movimiento.
Las entrenadoras nacionales saben que sus funciones no son sólo deportivas. A Cecilia Carbajal, siempre afilando las palabras en el otro juego del fútbol, la apasiona el deporte pero su misión en esta clínica es llenar a Máximo, de un año e hijo de Titi, con galletitas Opera para que no haga un puchero para que su mamá deje de jugar. La idea es que las chicas vean un horizonte que vaya más allá de la maternidad, pero que la maternidad no se convierta en una traba para jugar. En Estados Unidos les pagan el pasaje a los encuentros a los hijos/as. En Argentina, el upa de las entrenadoras es parte del ritual.
Liliana Caruso es psicóloga social y trabaja en prevención de violencia de género en el grupo de fútbol del Centro de la Mujer de Vicente López. Ella subraya la importancia de este cambio de paradigma que va de la cabeza a los pies. “Es un momento de recreación, de diversión, donde las chicas encuentran un espacio bien ganado de juego que suele ser algo exclusivo de los varones”, apunta. Y cuenta alguno de los apuntes que se conversan en las charlas de vestuario: “Diferenciamos entre la agresividad necesaria para el juego y la violencia. En los partidos se ve que las mujeres podemos pelearnos y enojarnos y resolver conflictos sin llegar a la violencia, que es el sometimiento del otro”.
“Tenemos que ponerle empuje al fútbol”, empuja con los aplausos convertidos en palabras, después de la práctica, Lauren. Una mujer hecha de práctica hasta en sus palabras: “Para mí lo importante es que las mujeres creen sus propias oportunidades y que no permitan que les digan que no”.
El entrenamiento tiene una estrella: la visita de Eva González, alta, morocha y con todos los títulos que ya pudo jugar. Estuvo en Boca y en la Selección. Pero no pudo cumplir su meta: ser profesional. O algo tan simple para un varón como vivir de lo que le gusta y en donde triunfa. Mónica Santino la presenta a Eva como defensora y una de las mejores jugadoras argentinas: “Muchas tenemos la vocación de ser fubolistas. Hay chicas como Eva que nacieron para ser futbolistas. Eso lo tenemos que lograr”. Lograrlo no es pedir permiso en un picado de varones, exigirle a la maestra de educación física que no someta a las nenas a jugar a la canasta en las escuelas públicas o al hockey en las privadas, ni entretenerse un rato o contar como una anécdota que alguna vez pisaron una cancha de césped. Lograrlo es que el fútbol sea un trabajo. “Sabemos lo que nos cuesta, pero entre todas tenemos que tratar de crecer”, dice Eva.
Ella es futbolista porque creció, desde que nació hace 24 años, en el Club Leopardi, de Villa Luro, que lidera su abuelo Héctor. “Ahí jugaba con los nenes desde los ocho años. Me cargaban, pero no me importaba. Sigue pasando: te dicen marimacho. Por eso, lo más importante es el impulso de la familia. Mi abuelo a mí me llevó a todas partes. Por eso, pude llegar a jugar mundiales y campeonatos en China, Rusia y Brasil”, rescata. Eva llegó lejos. Sin embargo, su pase se queda en la obra social donde cumple horario y agradece que le den permiso para ir a los entrenamientos. En fútbol las cifras son de muchos ceros. Ella no pide muchos, sino uno.
“Las mujeres tienen derecho a disfrutar de este juego como los hombres. Es bueno para la salud estar activa y hacer ejercicio y una aprende muchas lecciones si es parte de un equipo”, describe Lauren. Pero Macarena, de 18 años, y la frustración de toparse con negativas por mucho menos, le increpa la realidad al sur del sueño americano:
–Es que acá no se toma como un deporte –le plantea.
–Yo recién a los 14 años pude jugar al fútbol, a mí también me costó –le cuenta Lauren.
–Además, antes las jugadoras de fútbol en Estados Unidos no cobraban. Ahora sí cobran, pero no es fácil. Ustedes tienen que hacer la diferencia –les propone Amanda en tono de psicología positiva que no es sencilla de trasladar a pibas que viven en una villa donde las mamás tienen que hacer piquetes para que sus hijos/as tengan micros para llegar al jardín de infantes.
Pero el fútbol tiene un código que no deja tirar la toalla. Tal vez el empoderamiento sea lo más parecido. Por eso, Macarena la chicanea como en toda discusión futbolera y se anima a ir por más: “Ya vamos a hacer la diferencia y le vamos a ganar un mundial”.
Lauren y Amanda visitaron, del 15 al 20 de marzo, Buenos Aires, Salta y Jujuy invitadas por la Embajada norteamericana en Argentina y la división Sports United de la Oficina de Asuntos Educativos y Culturales del Departamento de Estado de los Estados Unidos para realizar el programa Sports Envoy. Se reunieron con representantes de fútbol femenino de la Asociación de Fútbol Argentino –AFA– y de los distintos clubes con el fin de dialogar sobre la importancia de la participación femenina en el deporte.
Amanda: –Hay que cambiar las mentes. Todas las mujeres tenemos obstáculos: en la facultad de leyes, en la medicina o en la oficina.
Lauren: –Ustedes tienen una pasión por el fútbol mucho mayor que la nuestra. Pero tienen que creer que se puede.
Lauren: –Sí, pero no hay que dejar que nadie se interponga en el camino de una. Y así sea una nueva generación –sus hermanas menores o sus hijas–, van a poder cambiar la cultura y jugar.
Amanda: –Para nosotras, estar en Argentina es una experiencia tremenda, maravillosa. Nosotras tenemos mucha suerte en nuestro país y creemos que podemos ayudar a que una generación nueva se ponga a jugar al fútbol.
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