Viernes, 20 de abril de 2012 | Hoy
VISTO Y LEíDO
En una edición firmada y numerada, bellamente editada, Beatriz Cabot hilvanó en Album de familia la historia de su marido desaparecido en 1977 a través de unas pocas imágenes familiares y de aquellas que dan cuenta de cómo la vida se impone a la muerte.
Por Marta Dillon
Es fácil ceder a la tentación de la caricia. Fácil seguir el impulso de llevárselo al pecho y abrazarlo como se haría con alguien querido, con quien necesita consuelo. Y sin embargo hay tanta fortaleza en esta historia familiar que apenas se puede sostener la mirada de los dos hijos de Beatriz Cabot sin que asomen las debilidades propias como un recordatorio de que vivir es necesario. Vivir como quien amasa a conciencia los días y las experiencias para hacer con ese material el refugio de quienes vendrán. Se llaman María Julia y Mariano, su madre, la que firma este Album de familia, ofrece de ellos unas pocas señas particulares: el sol tatuado en la espalda de ella, el arte de mirar convertido en oficio en el caso de él. Sabemos que ellos, a su vez, han tenido hijos. “Para nuestros nietos Violeta, Lisandro y Benicio”, dice la dedicatoria y el plural desconcierta tanto como anticipa que hay quienes no mueren del todo porque su flor sigue viajando en la sangre de los que siguen.
¿Qué queda de un hombre que ha vivido sólo 27 años? Album de familia recoge unas pocas evidencias que no admiten inventario porque lo que se ve es nada más que la entrada al laberinto de la memoria, al modo en que la memoria ha aprendido a fluir en cada latido de la vida. Osvaldo Portas nació en 1950. Se lo puede adivinar un bebé amado por el cuello de la camisa saliendo coqueto de un suéter a rayas que tal vez se haya tejido en alguna casa. Por la pelota que sostiene en 1952 cuando fue fotografiado. Un niño audaz en su disfraz de corsario, un excelente alumno por el carnet que le regaló el Club Atlético Independiente por ser el mejor de la escuela 37. En el ’65 posa con sus amigos en saco y corbata, tal vez emularan a los Beatles, tal vez a alguna otra banda que ni siquiera se dedicaba a la música. El y Beatriz, los ahora abuelos, están impresos con puntos en una hoja de diario amarilla y un poco lastimada que de todos modos deja que se filtre la mirada de frente de Osvaldo, el parecido con su hijo Mariano, la energía de una pareja que sabe que está unida. Algo en la forma de pararse de ella, algo en el codo a codo que se puede adivinar o desear, qué importa. “Osvaldo y yo, 1969”, dice el epígrafe. Las vacaciones en la playa, la tía Elba, el papá de Osvaldo; la vida cotidiana, esa que se detesta tanto como se añora, esa que no habla de sí misma sino que transcurre hasta que se corta. En la última foto de Osvaldo en este Album... se lo ve espiando al cielo en un descampado que probablemente sea del conurbano bonaerense, en jeans y camisa, con su hija María Julia a su lado. Por la descripción sabemos que estaban remontando un barrilete, que era el año 1976. Después el anuncio de su muerte en un recorte de diario: viernes 19 de agosto de 1977. Y sin aclaración, un acta policial, forense, la descripción de un frasco de vidrio con unas manos de hombre, una derecha y otra izquierda, a las que lavaron y tomaron huellas. Después seguirá la noche y más tarde la revancha de la vida. Un dibujo del abuelo ausente, casi un identikit que fue posible porque donde no había cuerpo había relato, porque tal vez a esa abuela Beatriz se le viera su compañero al lado aun cuando hayan querido reducirlo a unas huellas dactilares, a eso que entraba en un frasco, a una noche demasiado larga, demasiado oscura. Si algo queda de un hombre, haya vivido lo que haya vivido, son esas perlas que saben enhebrar quienes los han querido. Como joyas están exhibidas estas fotos, estas imágenes que se saben manoseadas, miradas hasta descubrir en el papel el detrás de escena, hasta que nada de lo que hay en ellas quede sin ser visto o al menos registrado. He aquí el collar, el recuerdo de familia que pasará de mano en mano igual que de boca en boca andarán los relatos que se adivinan detrás de las palabras, pocas y contenidas, de este libro que es un golpe y una caricia, que se puede sujetar contra el pecho para decir, como dice una de sus páginas: “Hay verdad. Hay memoria. Seguimos”.
Album de familia —Editorial La Luminosa— se presentará mañana sábado a las 12.30 en Espacio Ecléctico, Humberto Primo 730.
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