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Viernes, 4 de mayo de 2012

ENTREVISTA

El poder de las mayorias sub 20

La socióloga Rossana Reguillo, autora de Culturas juveniles. Formas políticas del desencanto, a esta altura un clásico de debate profundo sobre la juventud reeditado por Siglo XXI, vuelve a plantear nuevas discusiones sobre los territorios de reconfiguración de las identidades juveniles. De cómo la parábola se va trazando entre los períodos de exclusión de la década pasada y la explosión actual de las redes sociales.

 Por Laura Rosso

Rossana Reguillo está en Guadalajara, México. Allí vive y trabaja desde hace muchos años como profesora-investigadora del Departamento de Estudios Socioculturales en el Iteso, la Universidad Jesuita de Guadalajara, donde dice ser “parte del inventario”. La entrevista con Las/12 es vía telefónica y tiene por objeto conversar acerca de lo que representa ser joven hoy en América latina. Una tarea nada sencilla por cierto, pero que Reguillo –doctora en Ciencias Sociales especializada en Antropología Social– tiene como uno de sus temas de investigación. Su libro Culturas juveniles. Formas políticas del desencanto fue reeditado por Siglo XXI. Una versión revisada, con nueva introducción, un capítulo agregado y un glosario titulado Pequeña guía para extraviados, en honor a Carlos Monsiváis, de quien aprendió “la importancia de la comprensión y la escucha de las hablas particulares”.

Su libro se ha convertido en un clásico que mantiene activo el complejo debate de las y los jóvenes. ¿Cuál cree que es la razón de su vigencia en el tiempo?

–Me parece que es un libro pensado y escrito con mucho trabajo de investigación, con mucha información de tipo empírico, conversaciones con los jóvenes en distintos países, en Argentina, en México, en El Salvador... Digamos que es un libro que aunque fue escrito en su conjunto a principios de la década del 2000 –y hay una actualización importante–, proyectó lo que iba a ser justamente la década que terminamos en 2010. De alguna manera fue un libro que abrió un debate, una discusión que mostró algunos territorios de reconfiguración de las identidades juveniles. Creo que su vigencia estriba en que las condiciones estructurales que le dieron sentido y origen no han mejorado, sino que se han agravado.

En la introducción usted dice que un libro “nunca se termina”...

–Esa es una frase de Aníbal Ford, a quien le debo mucho de este trabajo en concreto y de otros más. Cuando pones el punto final en un libro siempre se produce el efecto de “y si hubiera...”, o “tal vez mejoraría esto... o agregaría lo otro”. Lo cierto es que muchos de nosotros trabajamos por proyecto, no por publicaciones. Hay una frase muy contundente en este sentido de Rita Segatto, la antropóloga argentino-brasileña, que dice que ella escribe no para publicar sino para entender. En esa tesitura, yo creo que un libro jamás es un proyecto cerrado, y en la misma medida en la que los lectores van poniendo cosas de su cosecha, va habiendo diálogos. A mí este libro me ha traído diálogos con chavos que van de la Patagonia a Tijuana, y eso es muy halagador y muy confortante para el trabajo de una investigadora.

El libro plasma lo que ocurrió en la primera década del 2000. ¿Cómo es el mapa que recorre a los y las jóvenes en América latina?

–Lo primero que diría es que tendríamos que hacer una diferenciación de lo que entendemos por jóvenes, porque no son un continuo homogéneo sino que hay una enorme diversidad de jóvenes que habitan América latina y el Caribe. Hay jóvenes con todo prácticamente resuelto, con accesos a la “cultura-mundo” muy aceitados, y jóvenes que, por utilizar una palabra que emplean los colombianos, están del lado de lo desechable, donde no hay manera de que vuelvan a incorporarse a la sociedad. Partiendo de esa diferenciación, trataría de hacer una generalización –que siempre es peligrosa–, pero que me parece que en este caso se puede aplicar. Entonces, en términos de transformaciones hubo, a finales del siglo XX, un achatamiento de las expresiones políticas de los jóvenes, y por política no estoy entendiendo participación en partidos sino justamente ese accionar juvenil en asuntos de lo público. Durante los ’80 el desencanto fue grande. Cuando la crisis comenzó a manifestarse, a partir de 1982, lo que se podía detectar era una especie de parálisis, esa consigna de “no hay futuro” incorporada de una manera muy pesimista, aunque había intentos de hacer cosas.

¿Qué transformaciones percibe desde la crisis del neoliberalismo?

–Creo que el agravamiento de la crisis y la expulsión de los jóvenes hacia la pobreza y la exclusión derivó en la orilla contraria del río. Hoy tenemos una juventud muy vigorosa en lo que toca a lo político, participando en el espacio público con una enorme energía, tanto en los colectivos barriales, artísticos y de autogestión de producción, como en las redes sociales. Eso me parece una transformación importantísima y aunque está también extendida esta idea de “no hay futuro”, parece que esa consigna ha cambiado a “no habrá futuro a menos que todos nos pongamos las pilas”. Una segunda cuestión es la transformación en los modos de agregación juvenil. Para mediados del siglo XX hasta finales, las agrupaciones juveniles –como los punks, los rockeros, los metaleros, los skin, o el colectivo de los derechos sexuales a la diversidad, o el colectivo de acción barrial– tendían a ser agrupaciones muy cerradas, muy tiranas, donde la idea del nosotros subsumía todas las diferencias subjetivas, individuales. Se trataba de agrupaciones que no toleraban ningún tipo de disidencia interna por más democráticas que se presumieran. Ese nosotros era a rajatabla. Y esto ha cambiado. Hay ahora una enorme porosidad entre las distintas agregaciones. Hay colaboraciones, intercambios, ablandamiento de las fronteras musicales (que es fundamental en términos de identidades juveniles). Hoy el sujeto en el grupo no tiene que sacrificar su especificidad y su diferencia en aras de ese nosotros juvenil. Eso es un avance democrático importantísimo, que ha catapultado su poder de enunciación pública. Hoy es posible verlos participar en acciones conjuntas, algo impensado en los ’90. Esto tiene que ver con el tercer elemento que voy a citar, que es la aceleración tecnológica y la mundialización de la cultura. Me parece que esto también potencia su acción, pero sobre todo los ha hecho más sensibles en términos planetarios. En términos de relato planetario, hoy son mucho más habitantes del planeta que sus antecesores, están más en la punta del acontecimiento.

¿Qué espacios de pertenencia encuentran para generar un futuro posible? Seguramente hay diferencias no solo en términos regionales, sino de género, de rangos de edad, etcétera.

–Correcto, pero creo que la mayor diferencia estriba en la ubicación socioeconómica, es decir en su posición estructural en el sistema. Eso marca una diferencia fundamental. En mis últimos trabajos pude detectar que en México, de manera gruesa, estaba frente a dos tipos de juventudes. La que parafraseando a Néstor García Canclini llamé la juventud conectada, con acceso al mundo, y la juventud totalmente desigual y desconectada. A ese gran mapa a nivel latinoamericano habría que ponerles todos los matices y diferenciaciones posibles, porque para muchos jóvenes los espacios de pertenencia se han agotado. En términos institucionales están totalmente descolgados del sistema y solamente cuentan con apoyos privados como son las familias. Curiosamente, en la medida en que se agudiza la crisis del modelo neoliberal y a medida que avanzamos en términos democráticos, en algunas regiones del continente vemos un interesante retorno de las familias. La familia como soporte fundamental de los jóvenes que no pueden acceder de otro modo a las mínimas condiciones de vida. Se trata de familias que están haciendo un esfuerzo enorme por ofrecer un mínimo piso a estos jóvenes precarizados en familias precarizadas. Luego tienes otro tipo de jóvenes, en situación de privilegio, donde sus espacios de pertenencia, sus soportes institucionales todavía gozan de cabal salud. Son chavos que acceden a la universidad, por ejemplo. Pero hay otro sector, que es el que más me preocupa, en América latina. No se puede generalizar pero, a los efectos de la economía lingüística, lo voy a plantear así: jóvenes que han sido abandonados por la sociedad y cuyos espacios de pertenencia y espacios de posibilidad se dibujan en tres escenarios. Un primer escenario, que sería el crimen organizado y la delincuencia como una alternativa de solución inmediata de vida. Un segundo escenario, que sería en de las neoiglesias y las sectas, que se ofrecen como un territorio de una cierta esperanza y un mínimo de reconocimiento para este tipo de jóvenes que están en la última escala del abandono social. Y un tercero, que es el nomadismo perpetuo. Son migrantes latinoamericanos que componen ese ejército terrorífico que es decapitado en México y que son encontrados en fosas clandestinas. Hace tres años, aproximadamente, se ha descubierto esta red que actúa sobre la migración latinoamericana y muchos de estos jóvenes –que son secuestrados por el crimen organizado y por el narcotráfico– son obligados a trabajar como sicarios para ellos. Si no aceptan son asesinados, decapitados y tirados en fosas comunes. O sea, es escalofriante la situación.

Usted menciona dos grandes narrativas –una de sanatización y otra de exaltación–, en las que se pretende embolsar a los jóvenes. ¿A qué alude con estos dos grandes ejes?

–Ahí estoy pensando cómo la sociedad construye la categoría de juventud desde esos extremos. Te puedo dar varios ejemplos argentinos muy citables. En 2003 hubo un jefe de policía en Buenos Aires, Rafael Di Angello, que cuando recién llegaba al puesto expresó: “Cerraremos las villas miseria para que no salgan los delincuentes”. Una operación espacial y punitiva con respecto a los jóvenes sumamente peligrosa. Pero esto no es privativo de Argentina ni de México; pasa en Colombia, en Brasil, en Venezuela: un profundo miedo de la sociedad a sus jóvenes como aquello excedente del cual se teme. Una satanización de los jóvenes como si fueran los peores operadores del mal. Miedo instalado. Hay, por el otro lado, un discurso muy extraño que alude a la exaltación del joven como idea. No al joven concreto, sino el joven como posibilidad, como esperanza, como futuro. Y un tercer vector que se vincula con eso, que podríamos llamar la juvenilización de la sociedad, donde todos andamos en busca del abdomen perfecto, del ombligo perfecto... El ser para siempre jóvenes, que es una especie de mitología instalada, pero que activa voluntades.

¿Cómo ve la situación de las adolescentes y las mujeres pobres en cuanto a la ampliación de sus derechos?

–Muy complicada. Siempre hay que hacer diferenciaciones regionales y legislativas. Los códigos penales son muy diferentes en la región y eso es un elemento que hay que considerar. Pero digamos que aunque ha habido avances importantes para las mujeres jóvenes, es indudable que siguen estando en una triple condición de marginalidad: por ser jóvenes, por ser pobres y especialmente por ser mujeres. Aunque estoy convencida de que ha habido un avance democrático en la conformación de colectivos juveniles, me parece que los mismos aún no logran resolver entre ellas y ellos un acceso igualitario. Incluso en los colectivos de corte delincuencial, como la mara salvadoreña o centroamericana. Los jenjas, que son los jefes, son hombres todos, no hay ninguna mujer en la conducción de una pandilla. O los electrónicos, un colectivo de vocación planetaria donde hay poquísimas mujeres DJ. Creo que las mujeres jóvenes, ellas mismas tienen que trabajar muchísimo por la consecución de mayores derechos y sobre todo de mayor igualdad.

Su libro es anterior a la masificación de las redes sociales, a Facebook y la conectividad en general, ¿no es cierto?

–Exacto. Lo anuncio en el último capítulo. Hago una enunciación, pero es anterior, y aunque este último capítulo lo terminé el año pasado, preferí no entrar en ese territorio porque es lo que estoy trabajando ahora. Es un libro por venir.

¿Las redes sociales se han tornado una herramienta ineludible en su trabajo de investigación?

–Totalmente. Facebook está en el centro de mis afanes investigativos. Es terrorífico porque a veces me exige una energía extra tremenda. Me permite no sólo ver en qué están, qué les preocupa, qué están posteando sino conversar con ellos.

¿Qué beneficios advierte?

–En primer lugar, la posibilidad de una interacción inmediata. Es instantánea. Hay la posibilidad de armar discusiones, que a veces se ponen tensas... Está la posibilidad de una palabra colectiva que se va construyendo, donde opera un fenómeno muy interesante. Se trata de jóvenes posteadores que se convierten en autores. Lo que estas redes están logrando hacer es desestabilizar la noción de autoría. Se pronuncian desde su subjetividad con respecto a lo que está pasando en el mundo. Aprenden ortografía, aunque los maestros digan que no. El uso constante los está obligando a trabajar de otro modo el lenguaje. Por eso creo que los maestros están asustados innecesariamente y que deberían ponerse a facebookear con sus alumnos. Porque, además, resolver un problema en Facebook es divertidísimo.

Escribió un blog durante la crisis de la gripe A. ¿Qué conclusiones obtuvo a partir de esa escritura sobre los temores de esta época? ¿Hubo una “mirada epidemiológica” –expresión que utiliza en torno de la narrativa que se impuso a los jóvenes– en este sentido?

–Ese fue un ejercicio tan fascinante como agotador porque yo no tenía experiencia en el ciberespacio. Eso me obligó a aprender el dominio técnico y un lenguaje de otra naturaleza. En términos de la epidemia, la investigación que hice estudiando cotidianamente los efectos en el espacio público fue una aceleración de nuestros miedos apocalípticos. En México se vivió de una manera totalmente aterradora, parecía el fin del mundo. Entonces esto permitió que emergiera (como en períodos de crisis emocional, cuando se quiebra el espacio de la vida cotidiana) lo mejor y lo peor de una sociedad. Emergen los brotes autoritarios y fascistas, emerge el individualismo egoísta, pero también emerge una profunda solidaridad, una preocupación por el otro. Eso me permitió ver cómo la epidemia detonaba pendularmente estas dos cuestiones sociales. Por otro lado, parecía que ganaba –en términos de representación legítima de lo que fue la epidemia– una especie de mal exógeno, que iba a quebrar todas las estructuras sociales conocidas. Y cómo la sociedad tuvo que hacer frente a esta versión –a esta representación– para no dejarse apabullar por el fin del mundo. Y con respecto al blog, fue fascinante, fue exitosísima la respuesta que tuvo; no me la esperaba. Me mandaban historias por correo... En el fondo también porque los medios de comunicación tradicionales no estuvieron a la altura, no se hacían cargo de lo que la gente estaba experimentando, reproducían las cifras de tantos muertos. Fue una cobertura muy prescriptiva y muy asustadora. Para mí fue un aprendizaje de cara a mi otra línea de investigación, que es la construcción social del miedo y de la que habrá un libro en breve.

¿Cuál es su reflexión acerca de que tantas publicidades insistan con que ser buena madre es mantener a tus hijos libres de gérmenes?

–Ese es un discurso muy antiguo, que hunde sus raíces en la historia de los siglos XIX y XX, que es el higienismo. Pero yo creo que esta obsesión es una especie de coartada –lo llamo amuleto–, que genera mucha tranquilidad. Es decir, si paso la toallita o el desinfectante, estoy haciendo lo que se supone que tengo que hacer para alejar lo que no puedo percibir. Es una especie de reacción cierta ante una amenaza difusa e incierta. Porque yo no puedo ver el virus, pero sí puedo hacer de cuenta que hay un enemigo flotando en el aire dispuesto a arrebatarme a mis hijos y a mi gente querida. Entonces es muy cómodo porque mientras tú te mantienes comprando esos productos, hay muy poca reflexión y no te tienes que cuestionar por qué tenemos estos bichos y estas epidemias y cómo se conecta esto con el actual modelo de desarrollo económico político por el que hemos optado y por este capitalismo predador que está acabando con el planeta. Por eso digo que es una especie de coartada y de amuleto protector. Lo entiendo dentro de esa lógica, son estos gestos repetidos, rituales de sanación que repetimos casi inconscientemente.

¿Cómo es el link que hace entre jóvenes, memoria y futuro? Hace poco se cumplieron 36 años del golpe de Estado en nuestro país y la Plaza de Mayo, aquí, en Buenos Aires, se llenó de jóvenes.

–Tocas un tema que en estos momentos me tiene con el cerebro absolutamente ocupado en términos de preguntas. Lo pude detectar el año pasado en la Argentina, con la impresión que me llevé de ver a esos jóvenes totalmente repolitizados en el sentido duro del término politización. Es decir, vinculados con la acción partidista. Siempre les digo a mis alumnos que ustedes, los argentinos, van a contravía de todos. Cuando nosotros estamos hundidos en la peor crisis de credibilidad política, ustedes están en el enamoramiento total. Pasa exactamente lo contrario en el resto de los países. El proyecto de nación que fueron capaces de colocar los Kirchner ha reactivado un sentimiento de participación política. Entonces, la memoria se activa cuando hay condiciones para que esa memoria se active, cuando hay un proyecto capaz de decir que esa memoria vale la pena.

La memoria hace sentido.

–Se constata la no impunidad y ése es un mensaje fundamental para las nuevas generaciones, que va a transformar profundamente la cultura política del país. Y en el caso de México vamos exactamente al revés. Hay un montón de chavos en la calle haciendo un montón de cosas, sobre todo de cara a la guerra contra el narcotráfico, pero con un sentimiento de orfandad y abandono terrible. Porque las instituciones son corruptas, porque no hay ningún mensaje de proyecto de nación.

¿Qué falta en los territorios, en las agendas públicas y en los contextos de las y los jóvenes latinoamericanos para que gane terreno la esperanza?

–De manera sintética te puedo decir que veo tres dimensiones. Una primera que tiene que ver con la política estructural. Es urgente que los presidentes y los gobiernos, cuando se juntan en sus cumbres a darse abrazos, entiendan la gravedad de la situación por la que están pasando los jóvenes en el país y elaboren una estrategia del tipo Plan Marshall. Se requiere una inversión millonaria en términos monetarios que posibilite la generación de empleos y el acceso a la educación. Tiene mucho que ver con política pública. En segundo lugar, espacios de escucha donde los y las jóvenes sean realmente considerados como sujetos de derecho y sujetos políticos y no como seres incompletos a los cuales hay que vigilar y castigar, diría Foucault. Se trata de abrir canales donde las propuestas y los proyectos juveniles puedan tener una visibilidad social mucho mayor. Y una tercera dimensión que pasa por la responsabilidad de los grandes medios de comunicación. No quiero sonar normativa ni moralista, pero sí me parece que es necesario invitar a estos grandes medios a hacer una reflexión ética sobre el modo en que construyen los relatos sobre los jóvenes. Todavía persiste en el imaginario mediático esta idea de que los jóvenes son salvajes, llenos de hormonas y carentes de neuronas, a los cuales hay que controlar. El problema no es sencillo porque se dejó crecer. No hubo visión de Estado, hubo visión de gobiernos. Pero creo que se puede y que más allá de la voluntad declarativa se requiere la voluntad política. Y también creo que muchas de las soluciones van a venir de los mismos jóvenes.

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