Viernes, 11 de mayo de 2012 | Hoy
PANTALLA PLANA
En Graduados, la comedia estrella de Telefe, sus protagonistas asoman como una manga de desorientados que se agitan entre una iconografía bastante ajena a lo que fueron los ochenta en la Argentina.
Por Marina Yuszczuk
Uno se puede preguntar con razón si es verosímil que, en nuestro país, alguien que está llegando a los cuarenta se defina por la pertenencia a tal o cual escuela secundaria (cosa que organiza o parece organizar el mundo de Graduados, la tira que le está dando a Telefe la medalla de honor en rating). No sólo porque es esperable que en los veinte años que median entre uno y otro momento pasen cosas que generen identidades nuevas –carrera, trabajo, relaciones–, sino porque la secundaria como mito es un poco ajena al imaginario nacional, aunque tuvimos ocasionalmente nuestras montañas rusas, domingos felices y demás atracciones. Pero en la elección del secundario como el momento y el lugar en el que muchas cosas se definen, Graduados muestra su marca de origen (origen de la idea si no del resultado), que es nada menos que la comedia norteamericana de John Hughes, American Pie. No, no es una exageración: repasen el primer capítulo –se puede ver online en la página web de Telefe– y fíjense qué hay en el centro de la mesa durante la fiesta de egresados. ¿Se fijaron? Hay una ponchera. Sí, la exótica fuente de vidrio con el misterioso brebaje rosado que desde siempre vemos en las películas, y que es casi imposible que algún adolescente argentino haya tomado en los ochenta a menos que estuviera en una fiesta temática. Pero los graduados de Graduados toman ponche (también cerveza en porrón, no de litro) y su fiesta de egresados en realidad es una “prom”, como las llaman en el país que inventó el cine y al secundario como territorio del cine.
Parte de la iconografía y de los temas que propuso Graduados desde el principio era made in USA, aunque en los parlantes sonara Virus. Porque en el salto temporal que va de la famosa graduación hasta el presente, se suponía que Loli (Nancy Dupláa), la que era popular en el colegio, se había aburguesado y que en cambio el trío conformado por Andrés, Vero y Tuca (Daniel Hendler, Julieta Ortega y Mex Urtizberea) nunca “transó”. Esto quiere decir: para Andrés, vivir con los padres, trabajar como paseaperros, usar remeras de Sex Pistols y buzo con capucha. Para Vero, tener rastas, un programa de radio y una cultura alcohólica envidiable. Y para Tuca, andar de fiesta en fiesta con la barba crecida y no hacer absolutamente nada. Pero los treintañeros varados en el tiempo son mucho menos relajados de lo que estas vidas podrían sugerir; de hecho, para ser gente que siempre pone la diversión antes que todo, Vero y Andrés al menos se la pasan gritando y son los personajes más tensos de la tira (sobre todo Vero, que es una cabrona de primera línea y rara vez se le escapa una sonrisa). Tuca, en cambio –siempre distendido y tan cómodo en el mundo como Urtizberea–, parece más cool, pero claro: tiene una mucama que se viste como mucama y le sirve juguito de una jarra.
Este es el punto de incoherencia donde Graduados –cuyo trío de neohippies debería ver sin demora Ligeramente embarazada, de Judd Apatow, donde los que no hacen nada se lo toman en serio: juegan y se dedican a inventar maneras rebuscadas de fumarse un porro– está tironeada entre un aire de actualidad que se disuelve, precisamente, en el aire, y el costumbrismo más rancio que es desde siempre la fatalidad de la televisión argentina.
Lo que más se extraña tal vez, en una tira que hasta el momento va muy a lo seguro y se aplana por convencional, es un poco de personalidad en la heroína que tiene la dulzura rea de Nancy Dupláa, porque la verdad es que Loli no hace nada y, hasta donde se ve, no parece que le guste ni desee nada. Loli no trabaja (empezó a participar en la empresa de papá pero no está acostumbrada y al rato se cansa), no tiene profesión ni hobbies, no se puede decir que sea ama de casa porque tiene una mucama cordobesa que hace todo (Mercedes Capola, tal vez lo mejor de la serie), y siempre tiene tiempo para agarrar la cartera y salir corriendo en sus taquitos para atender, como una Bovary del siglo XXI, lo más importante: sus dramas emocionales.
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