Viernes, 1 de junio de 2012 | Hoy
CINE
La directora Suzanne Khardalian estuvo en nuestro país presentando Los tatuajes de mi abuela, un documental que visibiliza la situación de las mujeres en el genocidio armenio. En esta entrevista, explica el proceso por el cual pudo derribar los muros de un pacto de silencio colectivo que recién está empezando a desaparecer.
Por Marina Yuszczuk
Suzanne Khardalian es armenia, pero explicar lo que eso significa le lleva un tiempo. Nacida en Beirut, una ciudad que fue destruida durante la guerra civil del Líbano, actualmente vive en Suecia y pertenece desde siempre a un país que no existe. Es que Armenia, ocupada desde el siglo XIX por un Imperio Otomano que llevó a cabo uno de los mayores genocidios de la historia a partir de 1915 (murieron alrededor de un millón y medio de personas), pasó a formar parte de la Unión Soviética después de la Primera Guerra Mundial y sólo emergió como república independiente en 1991. Mientras tanto, muchos armenios se dispersaron por el mundo. ¿Y las armenias? Las armenias callaron, y del destino de los miles de mujeres que fueron secuestradas por los turcos en los años que duró el genocidio no se sabe casi nada. Khanoum, la abuela de Suzanne, fue una de esas mujeres: capturada por un kurdo que simuló ayudarlas a ella y a su familia cuando tenía doce años, pudo volver a su comunidad varios años después, aunque ya no era la misma. Nadie sabe cómo vivió Khanoum ese tiempo y ella ya no está para contarlo, pero sí se sabe que en 1919 las Fuerzas Aliadas reclamaron a 90.819 jóvenes y niñas armenias que durante la guerra fueron secuestradas y violadas por los turcos, a veces convertidas en sus esposas y otras, obligadas a prostituirse. Muchas de ellas volvieron al pueblo armenio en silencio, pero marcadas: los tatuajes hechos por los turcos en la cara y las manos de las chicas las señalaban como extranjeras, pero también como posesión del enemigo.
Suzanne creció pensando que su abuela era rara, con esos tatuajes extraños en las manos y la cara, pero nunca le preguntó nada: del tema no se hablaba (sólo al filmar su última película Suzanne supo, haciendo hablar con mucho esfuerzo a su familia, que su abuela había sido violada). Más tarde se dedicó a hacer películas como un modo de reconstruir la memoria de ese pueblo armenio desparramado por el mundo, desde Back to Ararat (1988) hasta su último documental, Grandma’s tattoos (Los tatuajes de mi abuela, 2011). Una memoria particularmente difícil, porque al no haber país, ¿quién iba a encargarse de preservar e investigar la historia? De gira en Argentina, Suzanne participó de una charla sobre violencia contra la mujer en contextos de genocidio y terrorismo de Estado titulada “Romper el silencio” y organizada por el Inadi y también presentó en varias ciudades el documental Los tatuajes de mi abuela.
–El genocidio estuvo en mi repertorio todo el tiempo y es algo a lo que vuelvo de vez en cuando, creo que lo que estuve haciendo también es explorar qué es la memoria. Yo me preguntaba, ¿qué hay para recordar en un genocidio? Y estuve peleando con este tema por mucho tiempo. Empecé con la memoria colectiva, de eso se trataba Back to Ararat, porque esa vez quise reflejar el tiempo en el que fue filmada la película, los ochenta y los setenta, con estos movimientos de liberación por todas partes. Pero con el tiempo, y sobre todo después de la caída del imperio soviético, la memoria individual se convirtió en un asunto con el que tenés que lidiar, porque las personas todavía están vivas y quieren respuestas. En Back to Ararat yo describía la diáspora armenia y el sueño colectivo de volver a la patria soñada.
–Cuando empecé a investigar estaba totalmente frustrada porque no podía encontrar nada sobre el genocidio armenio ni sobre el destino de las mujeres, habiendo estado yo también en un estado de negación con respecto a esto. ¿Por qué? Pienso que las respuestas son muy complicadas: incluyen vergüenza, sentimientos de culpa, además de las razones políticas. Es algo que con el tiempo se convirtió en un tema tabú. Y así es como crecimos; podías cantar y bailar y hablar sobre los héroes, pero nunca podías preguntar qué eran esos tatuajes en las manos de tu abuela. O qué les pasó a las mujeres, porque todo lo que podías oír es que las habían secuestrado, que se las habían llevado, pero en frases muy vagas. El genocidio fue contado por los hombres, siempre desde su perspectiva. Además, cuando hablo con hombres armenios se ve que todavía sienten vergüenza. Todo este sentimiento de alienación recién se está empezando a despertar, la comunidad armenia se sintió totalmente sorprendida al enterarse de todo esto.
–Lo primero que encontré y a lo que tuve que enfrentarme fue al silencio. Tan pronto como mencionaba la idea, solamente la idea, podía ver la reacción en la gente: “No, no, no, esto es algo en lo que no vamos a colaborar”. De hecho me llevó bastante tiempo convencer a mi propia familia, y casi obligué a mi mamá a hablar del tema. No quería hablar, me tenía bronca, sentía que yo era una traidora, que estaba deshonrando a la familia. El silencio tenía su razón y yo trataba de entender por qué, sólo que no entendía. Estuve muy enojada con todo esto, pero igual le recuerdo a la gente todo el tiempo, ahora, que no hay nada de qué sentirse culpables, lo que tenemos que hacer es devolverles la dignidad a estas mujeres. Y espero que sea lo que estoy haciendo, porque la dignidad de ellas es mi dignidad, yo soy su hija, soy el resultado de esa generación de mujeres que escaparon y volvieron al pueblo armenio. La verdad, yo tuve que desmantelar ese silencio, derribar ese muro para encontrar los fragmentos de la historia que quedaban ahí. Pero yo creo que gracias al silencio el mensaje se intensifica; gracias a ese silencio que eligen el mensaje es más duro. Creo que tenemos que escuchar ese silencio.
–Bueno, toda mi carrera de alguna forma me estaba llevando a esta película, es como si hubiera hecho todas mis otras películas para hacer ésta. En cierta forma es la cristalización de todo lo que hice. Fue un proceso difícil. Yo me pasé la vida con una especie de sentimiento de inseguridad, como si hubiera algo que no estaba claro respecto a mí. Supongo que era algo que yo misma me estaba escondiendo, no sabía qué era pero lo estaba escondiendo. Tenía una especie de muro alrededor mío. Probablemente mi primera película muestra eso, ahí yo estoy tratando de separarme de la comunidad armenia, cuando hablo de otros armenios como si yo no fuera armenia. Eso pasa cuando tratás de ser objetiva, pretender que el tema no te afecta personalmente. Pero creo que ahora estoy más segura de mí misma, de mi identidad, no estoy preocupada ni quiero esconderla, la llevo con orgullo, que es algo que la mayoría de los armenios probablemente no hacen, porque sufren de una especie de complejo de inferioridad. Y entiendo que cuando te convertís en el blanco de un genocidio, cuando alguien en alguna parte no quiere que existas, eso te hace desarrollar un sentimiento de inferioridad. Tenés en el fondo de tu mente esa idea de que alguien no quiere que estés, y ese sentimiento te acompaña toda la vida. Hoy creo que me deshice de él, estoy orgullosa de ser quien soy, ¿y el genocidio? Sí, el genocidio me convierte en lo que soy, el genocidio está en mí.
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