Viernes, 1 de junio de 2012 | Hoy
ENTREVISTAS
A lo largo de 25 años, Gabriela Massuh puso en el mapa de la oferta cultural porteña el cine y el arte alemanes gracias a su cargo en el Instituto Goethe. En 2008 publicó su primera novela, La intemperie, y el año pasado debutó con editorial propia, Mar Dulce, con un catálogo y una intención de visibilizar la literatura hecha por mujeres.
Por Flor Monfort
Tantos años en un cargo terminan por asociar una persona a una tarea, que en el caso de Gabriela Massuh siempre fue la gestión cultural y el armado de las actividades del Instituto Goethe, un espacio que consolidó su propuesta pública entre los ochenta y noventa gracias a su trabajo, con ciclos de cine, muestras de fotografía, cursos de alemán y demás acciones que calaron hondo en el clima cultural post dictadura.
Massuh parece, a la distancia, una persona seca, fría, extremadamente eficiente y súper exigente. Puede ser que algo de eso haya en su personalidad, pero en 2008 debutó en las ligas literarias como autora, y con una novela que de fría y calculada no tiene nada. Ese año conoció al editor de Interzona Damián Tabarovsky. Le mandó el texto, que venía rebotando en otras editoriales y él quiso publicarla. Había tardado casi cuatro años en escribirla y su salida generó un runrún en el mundo literario: una mujer con un cargo institucional instalado había escrito una novela de altura, en primera persona y con un fuerte componente autobiográfico. “Una vez que se publicó, me separé mucho de la novela, para mí el 2008 fue un año muy malo. En junio empezó a agudizarse la enfermedad de mis padres y en un determinado momento estaba cada uno internado en una clínica, uno en Saavedra y la otra en el Británico. Fue una época absolutamente tumultuosa y lo que se decía sobre la novela era medio en sordina. Nunca me enteré de lo que se dijo pero sé que se habló, las críticas fueron muy buenas pero del runrún tal vez no quise enterarme. Yo sabía que era una gran exposición pero un gran alivio también. Cuando tuve los primeros libros en la mano pensé ¿y ahora qué pasa? Pero nunca fue algo de lo cual tuviera demasiada conciencia. Tal vez ahora cuando me encuentro con gente joven y me hablan de la novela tomo más conciencia. No me va a pasar eso con la segunda...
–Una novela que se llama La omisión, y sale ahora en junio por Adriana Hidalgo. Yo creo que hay temas que se escriben porque una se los quiere sacar de encima. Yo quería sacarme de encima todo aquello de abrir los cajones cuando alguien se te muere. En el departamento de mis padres nadie había abierto los cajones y yo tuve que volver a esa tierra arrasada porque ellos se murieron con seis semanas de diferencia. Soy única hija, fue muy duro y necesité trabajar en eso también para poder hacerlo. Me acordé de una historia que me había contado una médica alemana especialista en sida. En su consultorio tuvo que tratar a un hombre que murió y cuya mujer no sabía que él se había muerto de sida. Esa historia siempre me quedó en la cabeza, cómo hizo esa mujer para rearmar la vida de su marido y el hecho de que ella nunca se había dado cuenta de que él era gay. La adapté a la Buenos Aires actual y a esa idea de empezar a abrir todos los cajones para ver qué hay.
–No creo que pueda ser así en Buenos Aires y mucho menos siendo mujer, porque tenés que tener una esposa que te cuide. Si vos tenés una esposa que te hace todo entonces sí, te quedás tranquila escribiendo, pero es imposible. Thomas Mann se sentaba horas, Proust se aislaba, pero una escribe como puede y cuando puede. Es muy difícil de lograr el placer de la continuidad, tenés que pelearte mucho con vos misma para lograr esa reclusión que a su vez es bastante dura.
–Las mujeres sufrimos mucho porque creemos que tenemos más obligaciones con la realidad de las que realmente tenemos, y tampoco creemos demasiado en el papel de la gran novelista. Los hombres se meten más en ese papel y piensan “los muchachos van a decir esto o aquello sobre mí”, en cambio las mujeres tenemos más temor. A pesar de la evolución de los géneros yo creo que sigue siendo así.
–Cuando heredé a mis padres pensé “¿qué es lo mejor que puede pasarme para ser feliz?”. Sentí que no era tanto trabajar en lo que me gusta sino con gente que me gusta. Crear algo propio, como una familia, pero en el trabajo. Yo le tenía un enorme respeto a Damián como editor. El me ayudó mucho con esa novela, y me ayudó mucho en un momento en que todo el mundo se asustó: vi un montón de editoriales y no hubo caso. Estuve jugando mucho con la idea de fundar una editorial porque es muy caro, es uno de los pocos rubros en los que en vez de ganar un pequeño porcentaje se recupera el 20 por ciento de la inversión y el resto es una apuesta hacia el futuro. Pero como yo no tengo descendencia, entonces dije: “Voy a poner el dinero en esto. Tengo una equis cantidad de años para seguir manteniéndola y un gran amigo que es mi socio, Juan Zorraquín, que es cirujano, y se entusiasmó más que yo con esta aventura. El es un gran lector y le gusta meterse en cosas que no conoce y suele irle muy bien. El asumió el 50 por ciento. Estamos todos contentos porque somos como la niña mimada del medio literario, nos va muy bien en el recibimiento con los pares, eso para mí era muy importante, yo había trabajado para la Feria de Frankfurt y había conocido a los editores independientes locales y eso influyó muchísimo para tomar la decisión de meterme en algo que desconocía a pesar de que los colegas del rubro eran gente afín: Alejandro Katz, Pablo Braun, Adriana Hidalgo, Eleonora Diament... Mar Dulce no era necesaria, las independientes están trabajando muy bien, pero sí es un buen momento porque se han profesionalizado mucho. Adriana Hidalgo es un orgullo nacional, es importantísimo lo que ha hecho en 10, 11 años, en un medio que en la Argentina ha sido devorado por las extranjeras. Era un momento bueno y fresco de fortalecimiento.
–No es un gran momento, pero sí hay una gran atención entre pares, que es lo mejor que puede pasar dentro de la general invisibilidad que tiene el panorama cultural en Buenos Aires en este momento. En una empresita como Mar Dulce eso es fundamental, porque se vuelve a una dimensión humana del trabajo que es antiempresaria, antianonimato, antieficientista y se vuelve a una especie de artesanía. Es un trabajo muy artesanal el de revisar textos, corregir traducciones, etc.
–Yo le debo mucho al Goethe de aprendizaje y de reconocimiento en el medio local, pero son etapas cumplidas. Yo era como esos empleados que no los podés sacar nunca porque les tenés que dar una indemnización millonaria. No sabía qué iba a hacer si me iba, en el 2000 me dediqué mucho al tema de las organizaciones sociales y a formas alternativas de política. Para mí fue muy enriquecedora esa etapa y quería hacer algo en relación con eso, pensar cómo se puede volver a vivir bien, bien todos, no unos pocos. Para eso es necesario pensar nuevas formas de política o de comunicación social. Fue muy rico el 2001 en Argentina, pero todavía hay mucho por hacer en distintas brechas: agricultura, minería, recursos naturales. Estuve muy entretenida con eso y después con la Feria de Frankfurt, entonces no pensaba. Terminó Frankfurt y estábamos con Damián. Le dije “¿querés poner la editorial?”, y él estaba esperando que se lo dijera hacía dos años...
–Cuando hay hombres y mujeres yo siempre me inclino automáticamente por las mujeres porque es lo que más conozco. También hay un poco de azar, había tres o cuatro escritores dando vueltas, queríamos reeditar algo y yo me acordé de La ingratitud, de Matilde Sánchez, que se escribió durante un viaje a Berlín, en el marco de una beca del Instituto Goethe, y me pareció genial como primer libro. El de Silvina Bullrich, Teléfono ocupado, fue una decisión muy criticada, pero para mí muy acertada. Ella publicaba paralelamente a Cortázar, a Vargas Llosa y vendía miles de ejemplares, pero era la escritora frívola. De las mujeres con éxito argentinas que eran Marta Lynch y Beatriz Guido, ella era la más mala: fumaba e insultaba, era muy dura con la gente, problemática. Todos los veranos aparecía un libro de ella que circulaba en la playa porque todas la leían. Y era una gran escritora sobre todo porque hoy tiene una modernidad absoluta, y mucho de ella no envejeció para nada. Estoy segura de que si se publicaran las grandes novelas de Bullrich hoy se venderían bien. Nuestras editoriales tienen un alcance muy limitado, un poco por la distribución, un poco por la cantidad de ejemplares que se imprimen etc., pero lo que todos ansiamos es un grado más de público, y en ese sentido Silvina Bullrich las sabía todas. Era admirable. No te digo llegar a cien mil, pero veinte mil sería genial, y es muy difícil porque está muy estigmatizado el mundo literario. Está muy cercenado a determinados públicos.
–No sabemos cómo darlo. Queríamos hacer algo en la feria sobre eso, pero finalmente entendimos que tal vez la feria no era el lugar, tal vez hay que pensar un poco más. Hay algo que se modificó a favor nuestro, que es la presencia en las librerías, gracias a la complicidad con los libreros. Yo creo que eso se puede ir ampliando al interior, pero hay que trabajarlo, porque lo que prima hoy es la noción de mercado, lo fugaz, barrer rápido lo viejo para poner lo nuevo. No hay noción de archivo.
–Es una utopía porque es muy artesanal, no tiene un valor de mercado y tampoco queremos entrar en la angustia de la venta. Obvio que hay que vender, pero en ese sentido no hay presión. Lo importante es encontrar más bocas de expendio: en el mercado latinoamericano, por ejemplo, donde todavía no hay vías fáciles de acceso, si bien hay mucho interés e intercambio, los problemas de impuestos y todas las reglas que hay que cumplir hasta llegar al libro son fastuosas al lado de lo que después mueve el libro. Cualquier editorial independiente de México tiene subsidios del Estado y son fáciles de conseguir, no como acá, donde es complicado, realmente. Es un drama insoluble porque es una cuestión política, acá en la Argentina no hubo jamás una política a favor del libro, y eso que la industria editorial siempre fue grande. El Estado se desdice totalmente de algo que se hace en casi todos los países de Latinoamérica: Chile, Brasil, Colombia, México...
–La contemporaneidad. Buscar alternativas tanto de escritura como de pensamiento. Buscar nichos que no se hayan explotado. Puede parecer estrambótico publicar una novela de 1911 de Lima Barreto (El triste fin de Policarpo Cuaresma), pero no es una novela para nada conocida y forma parte del canon brasileño de autointerpretación. Extrañamente es una de las novelas más feministas que he leído. Son ventanas que se abren: editar a Elena Garro (Andamos huyendo Lola) también lo es. Buscar escritores nuevos también es importante para nosotros, y en ese proceso es que encontramos a Selva Almada (El viento que arrasa). Cuando empezamos teníamos varias novelas dando vueltas, pero cuando la leí a Selva me pareció que hacía algo nuevo: la construcción de una realidad a través de la lengua. Su segunda novela está escrita en ese mismo lenguaje pero más radicalizado. Cuando la leí pensaba ¿de dónde salió?, ella tomó algo que está dando vueltas y no es nada ambiciosa. Y es muy de tierra adentro, tiene una visión muy específica de la clase media de la provincia. Mi madre era de un pueblo de Santiago del Estero y hablaban igual, una mezcla española e indígena. Yo tengo mucha aprensión por lo porteño porque es muy jactancioso...
–¡Pero yo nací en Tucumán! Creo que hay que salir un poco del ombligo, tenemos una literatura muy autorreferencial que cuenta muy poco y siempre lo mismo. Creo que hay una especie de respiración artificial en este momento: es tan vertiginoso todo lo que pasa en el mundo que la literatura no puede oponerse a eso con nada. Y la literatura tiene que volver a entretener, ese es un compromiso moral.
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