Viernes, 8 de junio de 2012 | Hoy
CINE
Si en su debut como dramaturga y directora de teatro –La mujer que al amor no se asoma, 2007– la también actriz Jazmín Stuart ya se mostraba comprometida con los temas de género, en su primera película –que codirige junto con Juan Pablo Martínez– ahonda en el gran tema de las mujeres: la propia madre. Desmadre, que se estrena el próximo jueves, es una pintura acertada de esa relación de pasiones encontradas que todas conocemos, aun cuando ni siquiera se conozca a la madre.
Por Marina Yuszczuk
Esto es un escándalo: cuenta la historia que en las primeras ediciones de los cuentos –no precisamente de hadas– de los hermanos Grimm, antes de que una serie de intervenciones volvieran el contenido “apto para todo público”, la que mandaba a matar a Blancanieves no era la madrastra sino la mismísima madre. Una mujer celosa de la belleza de su hija mujer, a la que veía como una rival más que otra cosa, estaba dispuesta a sacar a la niña del mapa con tal de seguir siendo ella, por siempre, la más linda del reino. La que interpreta Claudia Fontán en Desmadre, menos drástica, no llega nunca a ese grado de violencia, pero es capaz de seducir al amante de la hija. Y la hija (Florencia Otero) no se queda atrás: una noche llega a casa malhumorada y encuentra a la madre muy enfiestada con amigos y amante propio, así que se acerca a este tipo y lo mira provocadora. Como él, previsiblemente, se la come con los ojos y le dice que es hermosa, ella se abre un par de botones del saco, le muestra el cuello. Esta versión más suave del escándalo, comprimida en un gesto que la madre ni siquiera llega a ver, parece dar cierta satisfacción a la hija, asegurarle un triunfo sexual y secreto, una superioridad íntima.
No es difícil entender por qué en el caso de Blancanieves se decidió cambiar la historia: entre madres e hijas hay cosas que se pueden y cosas que no. Del crimen ni hablar, pero incluso la envidia de una madre por la belleza de su hija más joven es algo que no suena bien, no cuadra con ninguna variante de esa coraza tan naturalizada a la que suele aludirse como “buena madre”. Al mismo tiempo, tanto el cuento como la flamante Desmadre (a estrenarse el 14 de junio) ponen en escena una verdad rabiosa: que una madre y una hija, además de ser familia, son dos mujeres. La superposición de roles y de vínculos en una misma relación que además muta en el tiempo, no deja de tensar las cuerdas de ese ring en el que madres e hijas se miden, comparan fuerzas, se miran como espejos (y como espejos deformantes, en una de ésas). Sobre todo cuando la hija es adolescente, como sucede en Desmadre. Basada en la novela mexicana Para ella todo suena a Frank Pourcel, de Guillermo Fadanelli –y con guión y dirección a cargo de Jazmín Stuart y Juan Pablo Martínez–, la película encara el tema con honestidad, sin juzgar a sus personajes ni imponiéndoles ideas preestablecidas que las persigan como sombras molestas y morales.
En Desmadre, la rubia Florencia Otero –una actriz joven y talentosísima que hace musicales desde los nueve años, y acá tiene su primer protagónico– es Carla, de 19 años, pelo negro y flequillo severo. Carla vive sola en un departamento que es del ex marido de la madre, no trabaja ni sabe muy bien para dónde disparar, y especialmente no sabe qué hacer con esa madre que de repente le anuncia en el teléfono, claramente borracha, que llega de visita desde España. Esa madre a primera vista poco maternal tiene las piernas larguísimas y el desparpajo adorable de Claudia Fontán, y es claro que en su vida siempre privilegió las relaciones amorosas por sobre la relación con la hija. Entonces, Carla y la madre son un poco extrañas la una para la otra, se incomodan, se repelen, se ponen a la defensiva sin que se vea muy bien qué es lo que defienden. Y al mismo tiempo se buscan, se miran, aunque sea de reojo, tal vez con unas ganas de acercarse que no encuentran un cauce fluido en los brazos de ninguna de las dos. Esa contradicción las define –y no solamente a ellas– al punto de que se podría aventurar que ser madres e hijas es vivir en estado de contradicción, un poco desgarradas.
El costado doloroso de esa situación se adivina en Desmadre cuando Carla, a solas, agarra la billetera de la mamá mientras buscaba otra cosa y encuentra una foto de las dos en la mítica infancia, sonriendo relajadas y felices. Frente a esa foto, Carla llora como nunca, en secreto: de esa felicidad perdida, allá en un tiempo más idílico, no se dice nada. En el presente, la chica encuentra una alegría parecida, reposada, en la relación con su tía, interpretada por una particularmente dulce Silvia Kutika. Con ella puede, sí, hablar del trabajo que no tiene y de novios, compartir una comida, tirarse a tomar sol en la pileta, cada una flotando en su colchoneta inflable. Pero claro, la tía no es la madre, esa que en la película –que privilegia la perspectiva de la hija– significativamente no tiene nombre. Porque lo dice muy claro, y con una nota de brutalidad, el personaje de Claudia Fontán: dos mujeres sólo pueden ser amigas si una no es mucho más joven o más linda que la otra. Amigas no: ese parece ser el límite que le pone esta madre a su hija. Pero y entonces, ¿qué?
“Es que yo creo que las dos son iguales, y ahí es donde chocan”, arriesga Florencia Otero. “Ellas son muy parecidas. Inicialmente la película se llamaba Para ella todo suena a Frank Pourcel, como la novela de Guillermo Fadanelli, y el título es muy interesante porque lo que compuso Frank Pourcel ahora se escucha como música de fondo, algo liviano, y es como que para ella todo suena a música de fondo, nada es importante, todo pasa por alrededor y ella es lo que vale. Pero nunca se sabe a quién se refiere ese título. Dice “para ella todo suena”, y vos no sabés si se refiere a Carla o a su madre. Es que, en realidad, para las dos es así”. Ese “ella” que vale indistintamente para la hija y la madre habla de una fusión, o confusión, que no termina. Para Claudia Fontán, el malentendido entre los dos personajes se basa “en la competencia, la no aceptación del otro como individuo. La no aceptación de esa chica hacia la madre que tiene, y de la madre hacia la hija como mujer, como una persona separada”.
Fundirse o fusionarse, identificarse o separarse, parecen ser las alternativas en esa danza que tiene a dos mujeres girando y dibujando distintas figuras a lo largo de sus vidas. Al mismo tiempo, a pesar de una cultura falocéntrica que repite el mismo cuento del gran contador Freud (Edipo, Edipo, y más Edipo), a esta altura ya parte de nuestro folclore, el de madres e hijas es probablemente el vínculo más profundo en la vida de toda mujer, el que le permite descubrir y armar también su propia sexualidad, su identidad femenina. Es cosa de chicas, como quien dice, y a veces la pasión más arrasadora que pueden experimentar dos mujeres. Una que puede ir de la intimidad al rechazo más brusco. Lo sabe Carla, cuando en Desmadre se queda sin ropa limpia y debe andar en pijama porque la madre le marca “con mi ropa no”. Pero si la belleza de la madre se le prohíbe, Carla siempre puede mirar con deseo a su amiga Olimpia (Luz Cipriota), cálida y delicada. “De repente admira a Olimpia, y de repente tiene ese acercamiento con ella porque ve ahí un ejemplo más lindo de mujer”, explica Florencia Otero.
Como si todo este desmadre fuera poco (el “bardo” al que alude el título de la película), hoy la figura de la madre, y las mamás concretas que la personifican –que la mayoría de las veces no relegan conquistas personales, como el trabajo o los amores, por criar a los hijos– se redefinen tanto como se las juzga. Claudia Fontán llama la atención sobre la forma en que fue cambiando la idea de maternidad en el transcurso de apenas dos generaciones, entre las madres “de antes” que criaban de modo más intuitivo, más centrado en el cuidado, y las de ahora. “Ahora” es esta sociedad de la información, en la que se lee y se sabe mucho sobre muchas cosas, y la maternidad no queda afuera de esta nueva autoconciencia. Las madres, por lo tanto, son evaluadas, a veces con ese término insidioso, “buena madre”, que casi siempre se conjuga en femenino. Pero las hijas, por supuesto, también evalúan. La de Desmadre, por ejemplo, murmura por lo bajo un rosario que incluye demandas del tipo “por qué me tuviste”, “por qué tuviste tantos novios”, “por qué sos como sos”, y así.
¿Qué se puede esperar entonces de ese vínculo cuando madres e hijas ya son adultas y llevan vidas separadas? Probablemente, algo tan sencillo como que predomine y resurja el cariño. Para Claudia, lo deseable es que tenga lugar “la reconciliación, el encuentro. Hay un momento en que cada una puede rehacer su vida sin echar culpas, sin sentir que la otra es responsable de lo que me pasa”. Florencia Otero también se refiere a esta encrucijada que no necesariamente tiene un momento señalado en la vida de dos mujeres, pero que siempre reacomoda las fichas en el tablero: “A partir de ahí cambia para bien o para mal tu relación con tu madre. Una elige perdonar o aceptar que cada uno hace lo que puede, y que también andá a saber cómo voy a ser yo cuando sea madre. Entonces conciliás con eso y decís ‘bueno, seamos familia’”.
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