FAMILIAS
Mis mamás me miman
La declaración de la Academia de Pediatría de los Estados Unidos recomendando la adopción por parte de parejas del mismo sexo echó luz, una vez más, sobre el deseo de ser madres o padres de quienes hicieron una opción sexual distinta de la hétero. Veinte años de estudios continuados en los países del primer mundo avalan esta posibilidad, remota todavía en Argentina. Pero las situaciones se dan de hecho; nacidos dentro de un proyecto de familia homoparental, o simplemente fruto de parejas heterosexuales en las que alguno de sus componentes pudo asumir después su propio deseo, los chicos crecen.
Por Celita Doyambére
No parecía un trámite distinto de otros. La empleada del registro civil ya había anotado fecha y lugar de nacimiento, había mirado a la beba con esa mueca de ternura a la que obligan los recién nacidos –alguna frase esculpida en mármol para quien trabaja confeccionando partidas de nacimiento– y hasta se había permitido un comentario insidioso sobre la elección del nombre francés que en castellano suena igual a uno de varón. Pero con la mención de los apellidos la fluida amabilidad, digámoslo así, dejó de fluir. De pronto en el registro civil hacía un frío de hielo. “¿Pérez López? ¿Y eso de dónde sale?”. El momento tan temido para las dos mujeres estaba en sus narices y ellas no habían ensayado explicaciones para salir del paso. En realidad, siempre supieron que no había salida, solo que, perdidas por perdidas, ¿por qué no intentarlo? “Se llama así, esos son sus apellidos”, dijeron en el mismo tono, como un coro de zarzuela. “Mire, señora, si usted quiere, nosotros citamos al padre, pero no puede ponerle el apellido que le dé la gana”, escupió la empleada. Qué fácil cambia el clima en las oficinas públicas, habrán pensado las mujeres; ¿cómo la fría distancia puede transformarse en algo tan pegajoso como un chicle olvidado sobre el asfalto caliente? Mejor no discutir, la niña del nombre francés deberá conformarse –”por ahora”– con el apellido de una sola de sus madres, la única que reconoce la ley argentina, la que la parió –o la que la adopte, siempre que la primera ceda sus derechos, que no es el caso–. La otra, la que guió la cánula de la inseminación artificial, la que acompañó el embarazo y el parto, la que está dispuesta a ser tan madre como la primera, no figurará en los papeles y por ahora mastica bronca. Y aunque la pareja está dispuesta a dar batalla, la realidad nacional no augura cambios –en ese sentido– por largos años.
La escena sucedió en Buenos Aires, hace exactos nueve meses, cuando Danielle todavía no llamaba “mamá” a Celia y a Cecilia, como lo hace ahora, sin distinciones. Antes incluso de que la Academia de Pediatría de los Estados Unidos rubricara una declaración sobre la conveniencia de que las parejas de gays y lesbianas adopten a los hijos de sus parejas. O, simplemente, que adopten niños, ya que veinte años de estudios sobre el tema ofrecen, a esta altura, resultados concluyentes: los hijos de parejas de personas del mismo sexo están tan bien adaptados social y psicológicamente como los hijos de parejas heterosexuales. Para muchos podrá sonar a verdad de perogrullo, pero ya se sabe, avalada por la ciencia –y el acuerdo de 55 mil pediatras agrupados en una entidad conservadora como aquella Academia– esa sentencia, pronunciada la semana pasada, ya puede escribirse en letra de molde. Además de alentar fantasías y deseos de gays y lesbianas que ya se embarcaron en la carrera de obstáculos de tener hijos. O están a punto de hacerlo.
“Y bueno –dijo Georgina Barbarossa en su programa nocturno–, en este momento creo que no hay nada peor que tener un padre político.” Peorincluso que tener uno gay, se puede inferir del comentario aun cuando desde el panel de invitados –varones gays y militantes, los únicos que aparecen en cámara cuando las producciones necesitan voces que den su testimonio– alguien apuntó una categoría más baja: ser hijo de policía. Más allá de los gustos de cada uno, lo que queda claro es que tener un papá gay o una mamá lesbiana parece estar anotado, al menos en algún imaginario con micrófono, en la lista de catástrofes posibles. Algo que podrían desmentir fácilmente los mismos protagonistas si existieran las condiciones para poder hablar libremente de sus experiencias. “La sociedad argentina es homofóbica: gays o lesbianas pueden informar a sus hijos de la orientación de la pareja pero deben advertirles que no hablen del tema fuera de la casa. Esto trae problemas cuando necesitan invitar a otros chicos o hablar de la familia en la escuela”, dijo la investigadora Silvia Quaglia, interrogada sobre el correlato nacional de lo declarado en Estados Unidos. Y aunque su opinión puede resultar algo terminante, lo cierto es que, a modo de muestra, de seis jóvenes consultados para esta nota sólo una se mostró dispuesta a contar su experiencia. Porque, vamos, hijos e hijas de gays y lesbianas ha habido siempre, aunque gestados en matrimonios o parejas heterosexuales, que en muchos casos sirvieron como refugio para las propias dudas sobre la orientación sexual y pantalla para desviar las miradas acusadoras del resto de la sociedad. “Supongo que fue una huida hacia adelante, la relación duró un poco más de tres años y la verdad es que podríamos haber estado juntos toda la vida. Nos llevábamos muy bien, nos acompañábamos, teníamos sensibilidades parecidas, pensamientos políticos acordes..., pero cada vez éramos más amigotes y menos pareja. Hasta que me enamoré perdidamente de una compañera de trabajo.” Y tal como Mónica –hoy de 41, un único hijo de 19 y doce años de convivencia con una mujer– entendía la pareja, al primero que se lo contó fue a su marido. “El me alentó a que siguiera adelante y así fue que pasé mi primera noche fuera de casa. Volví radiante a las siete de la mañana, con medialunas y una ansiedad tremenda por compartir mi audacia.” El final de la pareja fue armónico y el inicio de la que siguió también, aunque no duró mucho. La segunda oportunidad fue mejor, todavía tiene actualidad. El niño –llamémoslo Carlos– nunca hizo preguntas, pero la realidad era evidente. “Jamás oculté las manifestaciones de cariño con mi pareja. Obviamente nuestra intimidad estaba a resguardo, como en cualquier otra pareja, pero a medida que iba creciendo era yo la que tenía necesidad de contarle. Y como no había nada oculto, cuando tenía más o menos diez años, un día le dije: ‘Esto que ves se llama de esta manera, lesbianismo, somos una pareja de mujeres lesbianas’. Fue un momento de mucha relajación para mí, de terminar de hacerme cargo y también militante. Iba a un grupo de mujeres lesbianas feministas en el que reflexionábamos justamente si decírselo o no a los hijos, cuándo, cómo”. Carlos tuvo una sola pregunta frente al destape materno: “¿Y ahora qué?, ¿sigue todo igual?”. Las cosas para él, con su mamá y la mujer de su mamá oficiando de tutora en la escuela, estaban lo suficientemente bien como para desear que nada cambiara.
“Mi mamá dice que a los cinco años yo cantaba por la calle una canción inventada que decía ‘esta es mi mamá, esta es la novia de mi mamá’. La verdad es que de eso no me acuerdo. Lo que sé es que a los nueve años empecé a notar que la amiga de mi mamá se quedaba siempre a dormir en casa y entonces tuvimos una charla. Me pasó lo mismo que suele suceder con las nuevas parejas de tus viejos; Andrea me quería conquistar, me hacía regalos, pero cuando me enteré de cómo eran las cosas me agarré un berrinche terrible, le hice la vida imposible, quería a mi papá.” ¿Le molestaba a Valentina que su mamá fuera lesbiana? “Qué sé yo, me parece que quería una familia normal y se representaba en mi viejo. Yo la quería a Andrea, pero cuando me acordaba me daba el berrinche. Pero mi mamá fue clara, ella la amaba y ese amor no entraba en competencia con el que teníapor mí. Eso era inamovible y por más que me quejara no iba a cambiar. Fue una continuidad de charlas interminable. Mi hermano mayor ya lo sabía y no se hacía mucho problema. Después me di cuenta de que lo que me molestaban eran los cambios, porque cuando mi vieja se separó de Andrea a la que odiaba era a Pato, que hace como nueve años que está en pareja con mamá.” El que devolvió la paz a la relación madre e hija fue el padre de la última, aunque no voluntariamente. “Como mi viejo no nos pasaba alimentos mi vieja hizo juicio de divorcio y ahí él empezó con que por culpa de mis tías tortilleras pasaba lo que pasaba, lo decía como un insulto a ellas, que eran amigas de mamá, pero como mis tías verdaderas están desaparecidas... Y a mí que no me toquen a mi familia.” Valentina tomó partido rápidamente frente a las agresiones de su padre, aunque hasta hace dos años, cuando cumplió 18, intentó mantener la relación con él en los mejores términos posibles. No fue fácil, porque no era fácil encontrarlo y ahora, resignada, dice: “Mi papá nos abandonó”. Ese es su problema, cree, no la elección sexual de su mamá. Igual, se hace cargo de las dificultades del caso. “Cuando era más chica tenía miedo de que los padres de mis amigas no las dejaran venir más a mi casa. Con ellas estaba todo bien, yo trataba de que primero se dieran cuenta y después hablarlo, era más fácil que hacerlo en abstracto. Porque la imagen de las lesbianas es la de un camionero y conociendo a mi mamá era distinto, porque como es recopada y reabierta es un referente para muchos amigos que se instalan en casa. Igual me acuerdo que cuando estaba en séptimo grado un amigo me dijo: ‘Dale, no me mientas, tu mamá es lesbiana’, y yo se lo negué. El se rió y me dijo: ‘Bueno, cuando lo puedas entender lo hablamos’, evidentemente estaba mucho más adelante que yo.” Claro que las reacciones no siempre fueron tan alentadoras. En un intento por planificar lo mejor posible el futuro de Valentina, su mamá la inscribió en una escuela fábrica privada con orientación gráfica. Y ahí, lamentablemente para Vale, la mayor parte del alumnado venía de escuelas católicas con prejuicios firmes y saludables. “Al principio me hice amigas, hablábamos de novios y esas cosas, y no sé por qué, un día se me ocurrió contarlo y noté perfectamente cómo pusieron un límite. Aunque no hacía falta mucha imaginación, un día me sentaron en una vereda y haciéndose las humildes católicas me dijeron que entendían por qué yo era rara y no sabía rezar, por qué me interesaba por la política. Era porque mi mamá era lesbiana y ellas estaban dispuestas a contenerme y a enseñarme a ser parte de la gente bien.” Resultado: Valentina se cambió de colegio e hizo toda su secundaria en el Nicolás Avellaneda, donde no tuvo ningún problema. “Las veces que me enamoré fue de hombres, pero si conociera a una mujer no veo ningún límite para esa relación.” Sería tan natural como tomar un vaso de agua. “Tampoco sentí ningún límite con respecto a mis amigas, digo, que porque mi mamá sea lesbiana no pudiéramos tener la intimidad común entre mujeres, eso de pasearse desnuda o vestirse en el mismo cuarto. Una sola vez una desubicada me preguntó cómo ellas hacían el amor. Obviamente la mandé a cagar. No me iba a imaginar a mi mamá cogiendo, nadie lo hace, y tampoco me iba a imaginar a mis mamás cogiendo.” ¿Así las considera? ¿Son sus mamás? “Y sí, Pato me cuida cuando estoy enferma, igual que mi mamá, paga mis alimentos, me presta el auto. De hecho, es mi mamá.”
“¿Puede mi hijo ser gay y católico? Esta cuestión me abrumó luego que superé la conmoción y la vergüenza de saber que mi hijo era gay. En tanto María Elena, mi esposa, remontaba la culpa, la duda y el dolor de tantas vicisitudes familiares, yo inicié un camino de búsqueda a través del campo minado de la teología.” Casey Lopata es el ferviente católico que inicia así un texto que circula en diversos grupos de autoayuda para padres, madres y demás afectados por el comming out –la salida a la luz de la orientación sexual– de sus allegados. En Estados Unidos sobre todo, donde la actitud abierta es un lugar común en la mayoría de los estados y empuja a los más conservadores a buscar los modos de poder encerrar en elcorralito de sus creencias a las ovejas descarriadas. Y es de ese modo como algunos grupos en el gran país del norte escucharon la declaración de la Academia de Pediatría: “Ya que no podemos lograr que sean heterosexuales, al menos que sean monógamos y críen hijos”, dice en tono irónico Felicia Park Roggers por teléfono. Ella es hija de un hombre gay y una mujer lesbiana y fundadora de un grupo que reúne a jóvenes de condiciones parecidas a la suya –los hay hijos de transexuales o de hogares homoparentales–: Colage (Children of Lesbian and Gays Everywhere). Aun cuando Felicia saluda la famosa declaración, es capaz de oler cierto tufillo rancio en las avanzadas de quienes consideran “la causa gay como el derecho al matrimonio, la adopción y la herencia. Lo gracioso es que en mi ciudad –San Francisco– muchos en la comunidad gay están tan abocados a demostrar que pueden ser buenos, blancos, cristianos, padres ejemplares que pronto van a ser los únicos dispuestos a sostener la familia en su versión más parecida a la tradicional: dos adultos, dos niños, un perro y un gato”. Y de hecho la conclusión de Lopata, ese padre preocupado, es una frase de un teólogo del Vaticano, Jan Visser: “Cuando tratamos con personas que son definidamente homosexuales (...) sólo podemos aconsejar que procuren formar una pareja estable, y a uno mismo, la aceptación de esa relación como lo mejor que pueden lograr en su situación actual”. Tal vez hasta allí pueda haber llegado un teólogo, pero la Iglesia todavía es terminante en cuanto a la conformación de familias con parejas del mismo sexo: “amenaza los cimientos mismos de la sociedad”. Desde esta latitud del planeta, de todos modos, quejarse de los intentos moralizadores de quienes admiten los derechos de gays y lesbianas a formar familias suena muy tirado de los pelos. Aunque Mónica X tiene algo que decir sobre eso: “Por supuesto nos importa que se amplíen las libertades, a mí y a mi pareja nos gustaría adoptar y sabemos que no es fácil. Por más que esté autorizada para mujeres solas, si decís que sos soltera, tenés más de 35 y el ciclo menstrual lo más probable es que piensen que sos lesbiana y nunca te lo permitan. Por eso es Fabi la que podría presentarse, ella está divorciada legalmente y sufrió una operación que ya no le permite tener hijos. Ese es el perfil necesario, aunque después viene todo el rollo de las asistentes sociales: ¿qué van a decir cuando vean nuestra cama matrimonial? Tenemos el caso de una compañera del grupo de reflexión para madres lesbianas que tardó siete años en conseguir una adopción plena. En realidad lo que me gustaría es que toda esta sociedad patriarcal cambie, que haya un nuevo orden”.
Una de las preguntas que con más insistencia se disparó durante la semana pasada –cuando la adopción por parte de parejas del mismo sexo fue noticia– fue cuántas posibilidades tienen los hijos de gays y lesbianas de ser, a su vez, gays o lesbianas. La evidencia científica –se podrían citar los estudios longitudinales, es decir que siguieron a niños desde los 9 años hasta los 21, de la psicóloga norteamericana Charlotte Patterson y de las británicas Susan Golombok y Fiona Tasker, a modo de ejemplo– demuestra que la orientación sexual de los padres no condiciona a los hijos. Dicho sea de paso, los homosexuales que conocemos en su mayoría, lejos de haber nacido de un repollo, son hijos e hijas de parejas heterosexuales. “Yo nunca tuve miedo de que mi hijo fuera gay, en realidad me daría lo mismo. No necesito repetir que no hay una orientación sexual buena y una mala. Mi peor fantasma es que mi hijo sea abusado, como me pasó a mí”. Sandro tiene ese fantasma, cualquier otra persona podría temer, por ejemplo, morir antes de tiempo y que su hijo quede huérfano o que lo ataque alguna enfermedad grave. Todo padre o madre que haya podido construirse como tal desea salvar a sus hijos del dolor, aunque esto sea imposible. La función materna y paterna no tiene que ver con el sexo sino con el rol, es algo que se ha escuchado también esta semana en boca de múltiples psicoanalistas y psicólogos, como por ejemplo Juan Carlos Volnovich. Sandro tiene 37 años, un hijo de 11 y una pareja, Luis, con laque convive hace siete. “En realidad creo que un poco por presiones sociales o por fantasías propias una vez cedí a esa otra fantasía femenina que es querer reformar al gay. Convivimos 9 meses y justo en el último mes ella quedó embarazada. Acompañé el embarazo y el parto y mi hijo es maravilloso. Es muy copado el guacho, es especial y mis amigos lo adoran. Siempre nos juntamos a jugar al fútbol y el otro día vino mi hijo y en el medio del partido me dice: ‘Pasame la pelota, Jesica’, imaginate, todos murieron de risa.” Nunca ocultó “su situación” al niño, pero recién hace cuatro años la verbalizó. “Yo tengo un local de comidas y ahí tenía un adorno sobre una mesada, estaba mi hijo, mi mamá y yo laburando y de pronto él pregunta: ‘¿Eso te lo regaló tu novio?’ Sí, dije yo, ¿te molesta? ‘No, para nada’. Y a partir de ahí nuestra relación fue... más homogénea. No tenemos ningún problema, voy a los actos de la escuela con mi pareja, él se queda a dormir en casa. Los chicos tienen la mente mucho más amplia que los adultos y viven las situaciones con la naturalidad que aprenden de los adultos.”
Como en un juego de muñecas rusas parece que ese placard del que están obligados a salir quienes hicieron una elección sexual distinta a la heterosexual siempre hay una puerta más, y otra, y otra. Hay que decírselo a los padres, si se tomó esa decisión, después a los amigos, en el trabajo, en la obra social, etc., etc. Celia conoció a Cecilia en un grupo de madres lesbianas. La primera iba allí porque había tomado la decisión de tener un hijo por inseminación artificial, la segunda porque sus tres hijas –que tuvo de un matrimonio entre los 20 y los 24– ya eran mayores y no sabía cómo congeniar su maternidad con su elección sexual. “Lo primero que me dijo –dice Celia– es que estaba loca, que para qué tener hijos que después crecen y te cuestionan.” Pero, como ellas eligen decirlo, “no se puede ir contra las elecciones de amor”. Y así fue como se rindieron, se enamoraron y decidieron tener un hijo juntas. Lo hicieron por inseminación artificial porque no querían tener el referente de un padre conocido, querían que fuera de las dos. “Dani va a vencer absolutamente todo, le voy a dar mi apellido y la vamos a cuidar de la discriminación. No somos tontas, sabemos que va a tener que ir a la escuela y que las preguntas van a ser difíciles pero el amor es tan inmenso que vamos a salir adelante”, dice Celia. En un principio era ella la que quería quedar embarazada con la donación de un óvulo de Cecilia, pero hubo algunos intentos y no pudo ser. Así que fue Cecilia quien la gestó y son las dos las que ejercen el rol de madres con tareas bien distribuidas. “Inconscientemente establecimos roles de acción, si llora de noche Ceci no se levanta, pero es la que le da de comer. La teta se la dimos las dos, Ceci alimentaba y yo calmaba porque no tenía leche, pero la succión la hacía dormir. Se baña con Cecilia, yo la visto.” Por ahora no saben cómo serán los nombres que la nena elija para llamarlas, hasta ahora las dos son mamá. Pero tampoco Dani sabe pronunciar otra palabra. “Somos normales, somos una pareja normal, sólo que tuve que hacer un testamento a favor de mi hija y vamos a tener que pelear para que mi obra social la reconozca, pero la razón, estamos seguras, está de nuestro lado.” Y lo mejor es que ¡¡¡ la ciencia les da la razón!!!.