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Viernes, 15 de febrero de 2002

CINE

Doris los prefiere vulnerables

Sabiduría garantizada, de Doris Dörrie, es una película feminista con muy buena leche para tratar a los personajes masculinos. ¡Con tal que la crítica no la Considere “femenina”!

Por M. S.

Un hombre de recia mandíbula, boca pulposa y calvicie progresiva hace pucheros en el baño de un avión: la mirada tristísima, los labios curvados en un gesto que no puede controlar; las lágrimas se escurren por sus mejillas liberando en parte su angustia. “No sé cómo manejar esto, ya no sé más nada...”, le dice a una camarita de video. El tipo, Uwe, acaba de ser abandonado –su mujer se fue de casa con los chicos, harta ya de estar harta de su absoluta desconsideración– y, en medio de la desolación pasada por whisky, consiguió pegarse a su hermano, Gustav, que partía al Japón, a un monasterio zen. Más adelante, ya en la residencia de los monjes, Gustav, el cuerpo dolorido por los trabajos de limpieza y el alma acoquinada porque siente que ha fallado en sus aspiraciones de perfección, gimotea como un niño antes de dormirse, acurrucadito, mirando las sombras de las plantas del jardín que se proyectan tomando formas abstractas sobre la pared alumbrada por los últimos rayos de sol, en una de las imágenes de más refinada sugestión cinematográfica que regala Sabiduría garantizada, la creación de Doris Dörrie estrenada esta semana.
En esta bienhechora película una vez más la directora alemana se acerca a personajes masculinos con una actitud abierta, desprejuiciada, indulgente, a años luz de estereotipos largamente apuntalados por otros cineastas. Está clarísimo que el corazón netamente feminista de D. D. se interesa vivamente por los seres humanos en general, más allá de géneros, orientaciones sexuales, colores, edades... De ella nadie podrá decir -aunque nunca falta algún cromañón de la crítica local, de esos que cuando no pueden acusar a una directora de resentida contra los hombres dicen: “es femenina, no feminista”– que maltrata a los personajes masculinos, que se dedica a escrachar varones, que los manda a un opaco segundo plano (como alguna que otra vez ha hecho su connacional Margarethe von Trotta), en fin, que denigra al género masculino. Reproches que han recibido, casi siempre injustamente, muchas cineastas, desconociendo los reprochadores más de un siglo de evidente o implícita misoginia en buena parte de las producciones cinematográficas... Pero ciertamente, hay mucha persecuta masculina en esto de que las damas directoras –en cuanto se aparecen con alguna reivindicación– son unas amargadas que vilipendian a los pobrecitos hombres a piacere... Entre los films hechos por mujeres últimamente estrenados, se pueden citar personajes masculinos tan simpáticos como el tímido sensible que no quiere una robot tan sometida de La mujer que todo hombre quiere (Gabriela Tagliavini); el padre tramposito y mitómano –pero francamente adorable–, de Besos para todos (Daniele Thompson); el sobreviviente curtido y sin embargo compasivo de Taxi, un encuentro (Gabriela David). Y acaso el ejemplo más concluyente para la ocasión: los más que humanos Jean-Jacques, Moreno y Deschamps de otra película que –como Sabiduría...– mejora la calidad de vida espiritual y afectiva de los espectadores: El gusto de los otros (está en video).
Bueno, basta, salgamos de la habitual presentación de pruebas (todavía necesaria, mal que nos pese) antes de que se acabe este espacio que bien se merecen los muchachos de Doris Dörrie. Creadora que si bien siempre ha demostrado buena leche hacia los varones (recuerden sus dos últimas pelis: Nadie me quiere, ¿Soy linda?), en el caso de Sabiduría garantizada los elige como protagonistas absolutos, quedándose las mujeres (siempre con suficiente espesor otorgado con certeras y sutiles pinceladas) con roles secundarios, casi fugaces. De una presencia virtual en el caso de Petra, la mujer de Uwe que a través del metraje es la destinataria de la larga carta que él le escribe (le graba), un film dentro del film, uno de los hallazgos iluminadores de este estreno.
La verdad es que Dörrie ya había puesto a dos personajes principales masculinos en Hombres –realizada a los 30–, describiéndolos con dosis equitativas de ironía y clemencia, haciéndolos jugar alternadamente distintos roles y dejando transparentar sus deseos ocultos, las verdaderas motivaciones, los sucesivos disfraces. Precisamente uno de sus protagonistas, Uwe Ochsenknecht, encabeza junto a Gustav-Peter Wöhler el mínimo reparto de Sabiduría....
En las primeras escenas, con la precisión que la caracteriza, Dörrie pone bien de manifiesto que ambos hermanos son como dos niños cuarentones, malcriados por el entorno social, por sus propias mujeres a las que no les hace gracia trabajar de madres de sus respectivos maridos, pero que a la vez cumplen –hasta un punto– el rol doméstico asignado por la cultura. Es muy significativa la situación en que Uwe, vendedor de instalaciones para cocinas, teoriza con un cliente sobre ese espacio en el cual son las mujeres las que actúan. Gustav, por su lado, es experto en feng shui (mucha orientación a sus clientes, mucho jardín zen de mesa), pero cuando la fuente de agua del living pierde, ¿quién se arrodilla a limpiar?
Buena nada, que en ese viaje los hermanos empiezan a dejar de ser dos extraños, a dejar de mantener las apariencias, ayudados por el breviario zen que porta Gusta quien, por el momento, es el maestro, mientras que Uwe oficia de discípulo renuente. Una vez en Tokio, a medida que lo van perdiendo todo (pasaportes, hotel, tarjetas, dinero de bolsillo) y se van quedando con lo puesto y ellos mismos, la desesperación cede lugar al humor, la pretensiones se flexibilizan, terminan durmiendo en la calle, en cajas de cartón (“sentirse bien en la propia piel sin un lugar, dejándote llevar calmarás el dolor, en el dolor se encuentra la felicidad”, recita Gustav). Los hermanos se pierden en la ciudad abigarrada y se reencuentran milagrosamente, se abrazan felices. Una chica alemana con buena onda los pone en el camino del monasterio cuando ya están a punto de caramelo para vivir una experiencia transformadora.
En la vida monacal, el maestro se vuelve discípulo porque resulta que Uwe se deja llevar, por lo que Gustav se resiente un poco y pelean como cuando eran chicos y seguramente rivalizaban por el amor de mamá. Pero cerca del final, cuando charlan en el jardín, comparten la evocación cariñosa de la madre: uno la imagina viva, con su falda gris y su blusa rosa y el pelo finito “que heredamos los dos”; el otro la recuerda lindísima, “en especial sus manos, aunque nunca se las arreglaba”; Gustav menciona aquellos aros de perlas “que le regaló papá”, Uwe aspira su perfume “que olía tan bien”... A la hora de la sincera y profunda reconciliación, los hermanos, embellecidos de pura humanidad, reconocen que han empezado a cambiar. Lo mismo que, casi seguramente, el público que asiste a cada proyección.

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