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Viernes, 8 de febrero de 2013

Breve manual de la injuria

DIXIT. No se trata de dar ideas. Tampoco es que haga falta. Los insultos, los giros, los chistes sexistas son tan abundantes como todavía son las aguas del mar. Pero no está de más refrescar sus orígenes, qué hay detrás del exabrupto, por qué huellas se está andando cada vez que este tipo de injurias se enuncia y se desmiente con la excusa de que era en broma; para que duela menos, sí, pero también para tener herramientas a mano a la hora de algún duelo verbal de sobremesa de esos que no faltan, menos en época estival.

 Por Sonia Tessa

¿Un hombre que apenas sabe hablar se ríe diciéndole “vieja chota de mierda” a una mujer, abogada, que además es la presidenta de la Nación? ¿Por qué? Diez días después del estallido del escándalo de la entrevista pública a Miguel Torres del Sel, en Córdoba, después de varias denuncias presentadas en el Inadi y en la Justicia penal por sus dichos discriminatorios, queda en el aire un batallón de preguntas. Antes que nada: el cómico que saltó a la fama con su humor misógino y clasista en el trío Midachi sacó 615.368 votos el 24 de julio de 2011, y quedó a un tris de ser gobernador de Santa Fe, a sólo 3 puntos y medio del actual, Antonio Bonfatti. Entonces, si este “buen hombre” obtuvo tanta adhesión en las urnas, por qué no indagar en la facilidad para agraviar a las mujeres, sí, pero también –aún más– a trans, “putos”, bolivianos, todos aquellos que no ocupen el lugar central del macho en la cultura. Por qué a tantos les causan risa los insultos a cualquier mujer –trans, migrante, etc.–, sea presidenta, peluquera del barrio o hincha de fútbol. Se trata de estereotipos: hay quienes cuestionan los moldes. No el Midachi, claro, con su personaje de la Tota, que se divierte tocando el culo de las chicas en la televisión. El no.

Vieja chota

¿Es lo mismo que viejo choto? Son dos insultos, claro, pero la vieja es mucho más denigrable. La “vieja chota” es la vecina que no permite a los chicos jugar en la vereda a la hora de la siesta. Horror, la vieja chota (y nótese la connotación de chota) es la que no tiene capacidad para hacer nada por sí misma. Porque ya no es joven.

Diana Raznovich lo dice en una de sus viñetas feministas. Un señor pelado, con canas en sus pocos pelos, le dice a una mujer: “Yo sé que tenemos la misma edad, Mercedes, ¡pero para el criterio general, vos sos una mujer madura y yo estoy en la flor de la vida!”. Y entonces, ser una “vieja chota” es mucho más fácil para nosotras que para ellos, siempre en condiciones de salir con mujeres más jóvenes porque los habilitará como “grandes seductores”, en lugar de la figura de la “decadente” que muchos –y muchas– usan para calificar a mujeres enamoradas de hombres más jóvenes.

La vejez, claro, es mucho más agraviante para las mujeres, siempre definidas por el patriarcado de acuerdo con el “servicio” que pueden brindar a los hombres. Una “vieja chota”, dicen ellos, “no sirve para nada”. Y ese no servir es, justamente, la condena que cualquier mujer temió a lo largo de su vida durante siglos: no servir para engendrar hijos, para tener un cuerpo joven, para “calentarlos” a ellos.

Para no ser viejas chotas se hacen cirugías, lipoaspiraciones, ondas rusas, horas de gimnasia. Cualquier cosa que disimule el paso del tiempo sobre el cuerpo.

Es demasiado pedirle al Mi de Midachi que rebobine qué está diciendo con ese insulto. El sólo se maneja con los lugares comunes. Para él, patriarcado es apenas una palabra difícil.

Loca

Si hay un agravio que sufren las mujeres desde tiempos inmemoriales, es aquel que las une para siempre a la locura. ¿A qué mujer no le han dicho “loca” cuando reclamó un derecho en un espacio público, cuando pidió explicaciones, cuando señaló que le estaban faltando al respeto? La loca es la que explica todo. Sucedáneo de la bruja medieval, la loca es la mujer peligrosa porque rompe el molde. La sumisión es el único antídoto contra ese mote. Jamás te lo dirán si hacés lo que otros quieren. Eso sí, sin quejarte.

Ahora, en ciertos sectores, se puso de moda hablar de la supuesta insania mental de la Presidenta. Lo dicen a viva voz, los menos. Lo sugieren, muchísimos. “Se equivocaron con la pastilla que le dieron”, dijo el otro día, muy suelto de cuerpo, un señor de clase media, de esos que se representan como los dueños del mundo –no es una novedad, viene desde la polis griega– para cuestionar un discurso político de Cristina Fernández.

Un supuesto chiste televisivo, por ejemplo, mostró a su imitadora –Fátima Florez, ella también víctima de la violencia machista con la difusión de su video íntimo– ingiriendo cantidades inusitadas de pastillas. El que se las daba, claro, era el imitador del senador Aníbal Fernández. No vaya a ser que una mujer sea capaz de tomar su propia medicación.

La loca no sabe lo que dice, pide cualquier cosa (claro, cualquier cosa que otro no quiere hacer), está fuera de la lógica. ¿De qué lógica? Adivinen.

La loca es algo más que un lugar común: es un estigma. No sólo para la Presidenta, también para cualquier mujer que rompa el molde. Porque es una locura hacer algo diferente de lo que “ellos” quieren.

Gorda

No sería exactamente un insulto, pero a algunas mujeres es lo peor que pueden decirles. Ser la gorda es ser expulsada para siempre del Olimpo de las mujeres sexuadas. La mujer debe comer como un pajarito y tener cintura de avispa. Si algunos kilos de más están delatando algún “exceso”, ahí estarán ellos para señalarlo. Con sus panzas orondas, eso sí, pero mucho menos visibles, según parece. Ellos se sienten los guardianes de la estética, y allí estamos las mujeres para comprobarlo. Porque cuántas decimos también: “¿cómo le puede gustar esa gorda?”, atravesadas como estamos por la cultura.

La connotación de gorda casi siempre es descuidada, poco femenina, incapaz de controlarse. Así se escucha, así se dice. Más allá de sus posiciones políticas mutantes, delirios místicos y profecías nunca cumplidas, Elisa Carrió supo ser mucho más “la gorda” que una brillante profesora universitaria que salió segunda en las elecciones presidenciales de 2007. Locuaz como siempre, Aníbal Fernández la describió una vez como una mujer que no tenía todos los “patitos en fila” (es decir, le dijo loca), también se refirió otra vez a su manera de alimentarse. “Yo la vi comer”, la descalificó. Y no se trata de simpatías políticas, sino de esa forma de humor tan difundido que es burlarse de las mujeres. ¿A cuántos políticos se les dice “el gordo” como integración natural de su identidad?

Gorda, entonces, no es una descripción física. Es mucho más: una descalificación estética y ya se sabe que la mujer debe ser hermosa, para agradar, por sobre todas las cosas.

Inútil

Que llegó ahí porque el que sabe es el marido, que ella sola no vale nada, que si ocupa ese puesto es porque el hermano / tío / primo / novio se lo consiguió. La inútil es otra de las formas de agravio que sostiene esta urdimbre de sentidos macerados desde hace milenios. La inútil, claro, suele ser esa que se esmera por hacer todo lo que le piden, pero jamás cumple las expectativas, porque cumplir las expectativas es el destino de cualquier mujer en un sistema patriarcal.

Es inútil la que no sirve para los fines que algunos consideraron pero, en algún lugar recóndito de la cultura, inútiles somos todas las mujeres. Inútiles porque sólo servimos para lavar los platos: el más difundido y repetido de los agravios callejeros. Suena como otra forma de resistir el avance de las mujeres hacia el mundo de lo público, cuando a muchos los tranquilizaría que quedaran confinadas en su reducto histórico de lo privado.

A la Presidenta también le han dicho inútil más de una vez. Antes, cuando Néstor Kirchner vivía, el “doble comando” era la forma de descalificar los valores intelectuales y políticos de Cristina Fernández. No es la única aunque, claro, que haya accedido al poder por el voto popular resulta tan insoportable que hace falta neutralizarlo: había un hombre para dictarle lo que debía hacer. “En nuestras sociedades patriarcales, las mujeres que ejercen alguna forma de poder se exponen a vejaciones”, escribió en este mismo suplemento la socióloga e historiadora Dora Barrancos, en marzo de 2010.

Puta

Según el sexista diccionario de la Real Academia Española (la filósofa Diana Maffía lo definió como el Tribunal de Inquisición de la lengua), prostituta significa “la persona que mantiene relaciones sexuales a cambio de dinero”. Todas saben que el calificativo de puta es el más denigrante que puede decirse, dicho por hombres y mujeres, y no siempre tiene que ver con el dinero.

La puta es la que hace de su cuerpo lo que le place. Es la que no tiene vergüenza en mostrar su sexualidad. Es la que rompe los esquemas dispuestos históricamente para ellas. La división madreputa operó desde el origen de la historia como dicotomía disciplinadora. Puta, chupapijas, petera, buscona, todos esos insultos llevan al mismo lugar: es una mujer que se atreve a vivir su sexualidad como más le plazca. La calentona, también se usa. Desde la escuela secundaria, chicas y chicos se acostumbran a descalificar a compañeras con el mote de “puta”, y es una sentencia inapelable. Puta es la que tiene varios novios, puta es la que hace algo distinto de la norma, en términos de sexualidad. Y eso la convierte en objeto de agravios, en una mujer susceptible de ser violentada porque, total, es una puta.

Porque las putas no merecen respeto. Que muestre las tetas en la playa, en algún lugar del inconsciente colectivo, dejó a Victoria Donda en ese lugar. “Si ella hace política de esa manera, que se joda”, dijeron hombres y mujeres, más atentos al escote que a las alianzas políticas de la dirigente de Libres del Sur.

Buscona

No es demasiado distinta de la puta. Más que acceder, ésta busca el contacto sexual con hombres que, pobres inocentes guiados por sus instintos, no pueden negarse nunca a una oferta. Si es buscona también es susceptible de ser denigrada. Porque una buscona no se conforma con el lugar determinado para las mujeres desde el origen de la familia: ser objeto de deseo del hombre, alguien que no debe hacerse cargo de su deseo, sino estar a la espera de los que los demás depositan en ella.

Despechada

¿Cuál es la diferencia entre la despechada y la cornuda? La despechada es una mujer que sería capaz de hacer cualquier cosa para recuperar el principio rector de su vida: ese hombre que se fue con otra y le desbarató el cuento de hadas de su historia de amor. Cuando a una mujer le dicen despechada, es mucho más lo que están diciendo: si el patriarcado define a las mujeres en relación con su capacidad de casarse –ser elegida por un hombre– y reproducirse, el despecho tiene que ver con haber sido expulsada del paraíso del amor de ese hombre que completa a la mujer. “Está resentida porque el marido la dejó” es una frase mucho más común de lo que, en 2013, tendería a pensarse. La despechada, la cornuda, la resentida, la amargada. Todas maneras de descalificar a esas mujeres que en este sistema relacional donde todas y todos se definen con relación al lugar del hombre machopropietarioproveedor, se quedó sin el premio, y se tiene que conformar con dar la pelea –con otras mujeres, claro– en busca de la utopía de volver al podio.

Así es como la mujer se vuelca a la venganza, vive sólo para recuperar lo perdido o dañarlo en caso de que no se pueda recuperar. Según el sentido común, que es el menos inocente de los sentidos, se convierte así en alguien de temer. Porque siempre lo que subyace es el miedo.

Mal cogida

Si una mujer llega enojada a trabajar, a nadie se le ocurre que puede haber tenido que lidiar con muchos inconvenientes antes de entrar en su segunda ocupación del día (la primera será la nada redituable de lo doméstico). Si llega de mal humor no será porque durmió poco para cubrir todas las demandas y exigencias que se le presentan. No, será porque está “mal cogida”.

Y es insólito pensar que esa cualidad es denigrante para ella. Si alguien supone –de eso se trata, de suponer que las mujeres no tienen otro motivo para quejarse, estar enojadas o ponerse nerviosas que su sexualidad– que una mujer es mal cogida, no será fácil lidiar con ella. Querrá decir que nada la conforma. Porque cómo se le ocurre juzgar lo que le presentan. Para eso no están las mujeres. Ellas deben agradar, someterse a examen y decir a todo que sí. Incluso al sexo, cuando no quieren.

Histérica

Si hay un agravio que reciben las mujeres que se animan a ponerse por delante de los deseos de los demás es el de histérica. ¿Qué quiere esa histérica? ¿Cómo se atreve a alentar a un hombre si después no va a querer...?

Este agravio, el de la histérica, es un tópico entregado desde las entrañas del psicoanálisis –y una forma muy misógina de leerlo– para hablar del mal del útero. La histérica hace como que quiere lo que en realidad no quiere, como si el desplazamiento del siempre lábil deseo fuera sólo una cuestión de género. Pero, además, la histérica está siempre insatisfecha. Y entonces, que no te pongan ese mote porque será muy difícil sacártelo de encima. Si las mujeres son histéricas, los hombres tienen más derechos sobre ellas, ya que se convierten en sus tutores: en realidad ellas no saben lo que quieren.

Calma, siempre habrá una Liliana Felipe que nos alivie con su “Las histéricas somos lo máximo”, y allí podremos regodearnos con lo mismo que se usa para descalificarnos. “Ay Segismundo, cuánta vanidad. El orgasmo clitorideano se te escapa de las manos.”

Turra

“Esa mina es una turra.” Otro agravio que se suma. Turra puede ser trepadora, puede ser ventajera. La yegua es una turra. Aquella que usa sus atributos para conseguir lo que otros no quieren, o preferirían, no concederle. La turra es la mujer que consigue lo que quiere. ¡Y qué lindo es ser una turra!

En breve inventario, se trata de las ofensas más habituales y extendidas. Forman parte del sentido común tan difícil de perforar. Los reproducen hombres y mujeres, día a día, en espacios de lo más cotidianos y también en lugares públicos, como una entrevista en un teatro. “Los insultos contra las mujeres tienen esa semiología simplona, dimensión que parece pertenecerles en forma prominente, y redundan en la atribución de su inmarcesible capacidad de meretrices. Las mujeres públicas lo son de veras. No hay duda de que los imaginarios sociales todavía muestran plegamientos arcaicos y que existen reservorios misóginos en todos los estratos. A pesar del notable aumento del protagonismo femenino en nuestra sociedad, no cesa la producción de sentidos descalificatorios de las mujeres”, escribió Dora Barrancos.

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