Viernes, 31 de mayo de 2013 | Hoy
DíA DEL PERIODISTA
Regina Martínez
Por Roxana Sandá
Regina Martínez había arrancado tempranamente con su costumbre de hablar con los desposeídos, cuando en el Veracruz natal, el estado mexicano al que volvería años después, la pobreza era un zurco donde mujeres, hombres y niños caían como moscas. Cada uno de esos rostros, los brazos caídos, las protestas interminables, cubrió Regina, la espalda pequeña, la sonrisa ancha, los ojos achinados por desconfianza más que por fisonomía. Siempre temió que la traicionaran, si hasta su último novio había resultado un informante del gobernador. Proceso, el periódico donde trabajaba, era uno de los medios veracruceños más perseguidos y censurados de la región. Las amenazas permanentes que sufrían sus trabajadores provocaron el fenómeno inesperado de periodistas desplazados hacia otros territorios por riesgo concreto de muerte. Por eso fue inadmisible y repugnante que la muerte de Regina, el 28 de abril de 2012, fuera interpretada como “un crimen pasional”, expresión doblemente bárbara en una geografía donde los asesinatos masivos de mujeres dieron origen al término “femicidio”, que días atrás explicara con brillantez su creadora, la antropóloga feminista Marcela Lagarde, en su paso por Buenos Aires. Hace tiempo, Lagarde había realizado las pericias de los crímenes de Campo Algodonero, en Ciudad Juárez, donde también se pretendió enlodar mutilaciones, desapariciones y asesinatos de jóvenes y niñas con el mote de una saña pasional. La periodista Soledad Jarquín Edgar, directora de la publicación Las Caracolas, fue clara en ese sentido al denunciar que Regina, “como otros muchos mexicanos y mexicanas, ha pagado con su vida el altísimo costo de la intolerancia de quienes advierten que decir la verdad les significa la pérdida de poder político y económico, la exhibición de su cinismo sin par y la molestia de una buena parte de la conciencia mexicana que no está adormecida y que rechaza esa condición (in)humana del ser político. Esas son las (sin)razones por las que se asesina a quien ejerce con profesionalismo la cada vez más peligrosa tarea de informar y de opinar”. A Regina la asesinaron por “ser buena periodista, dispuesta a decir la verdad, demostrar con hechos el abuso del poder político y económico: periodista incómoda para quienes corrompen al Estado mexicano”, sentenció Jarquín Edgar. Otra par que también debió exiliarse por las amenazas que venía sufriendo, Ana Lilia Pérez, suele recordar con amargura que en su querido México los verdugos tienen las manos sucias y la conciencia negra. En los últimos años, las represalias tomaron un matiz aún más oscuro contra las mujeres. En 2011, la periodista Yolanda Ordaz de la Cruz apareció decapitada porque sus investigaciones en Notiver, otro periódico de Veracruz, quemaban al establishment local. Martínez venía haciendo algo similar por principios y por indignación: unas 67 veces había cubierto las mismas interminables manifestaciones de pobladoras originarias que la reconocían como una de ellas siempre y hasta a lo lejos los días de lluvia, cuando con una mano se protegía de los gotones sosteniendo un ejemplar de Proceso y con la otra extendía el grabador para captar todas las palabras que al cabo incomodaron hasta matarla. “Los periodistas no podemos ser rehenes de nuestro miedo”, advirtió el escritor Juan Villoro cuando el mes pasado participó en Xalapa, Veracruz (considerada por Reporteros Sin Fronteras el área más peligrosa para ejercer el periodismo), de la marcha de protesta para exigir justicia por el asesinato de Regina. A ella, que no le gustaba llamarse a sí misma periodista porque le sonaba petulante, y prefería entenderse reportera de la realidad, “porque somos las mensajeras, no el mensaje”, el 7 de junio la honra desde ese violento oficio de escribir con todo el cuerpo y aún en ausencia, más presente que nunca.
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