Viernes, 14 de junio de 2013 | Hoy
ARTE
Pintar el extrañamiento de una luz que no es la misma en una infancia en Estocolmo que en una adolescencia y adultez en Buenos Aires. La vivencia trágica de una vida que supo hablar una lengua tan distante como la sueca y revivir esos colores en las pinturas que despliega su oficio amado. Un anclaje temático y soberanamente pasional de esta tierra en manos de la artista Guadalupe Fernández.
No debe ser cualquier situación esa que te hace vivir días enteros llenos de luz y otros tantos en la inquietud de una noche cerrada. Ese shock de luz y su ausencia lo atraviesan –entre otros– quienes viven en alguna zona de la península escandinava. Ese cimbronazo le cayó como una invitación prepotente a la artista visual Guadalupe Fernández a los seis años, cuando ya había conocido el paso de los días con las oscilaciones mezcladas de luces y sombras en el arco de veinticuatro horas. No es un detalle para una artista visual y, en general para cualquier persona, sumergirse en la vida con esos altibajos que proceden del giro de la tierra alrededor del sol con las intensidades que da el tiempo.
Guadalupe Fernández, que hoy brilla con su muestra Pasión y soberanía en la sala Alejandro Bustillo, ubicada en el hall del Banco Nación, en la sucursal situada frente a la Plaza de Mayo, tuvo el extraño privilegio de conocer esos días antagónicos, eternidades de desquicio por el coqueteo de la tierra con el sol cuando sus padres tuvieron que exiliarse durante la dictadura.
A los 6 años esta mujer, entonces niña, se sumó al exilio de sus padres –un periodista y una maestra– durante la dictadura. Corrían los años sangrientos y nublados de la mitad de la década del 70 cuando la familia de Guadalupe pidió asilo político en Estocolmo, para tener el privilegio de sobrevivir en esos tiempos de pura oscuridad para este hemisferio atacado por el Plan Cóndor y dentro de estas fronteras por lo que se llamó con un eufemismo de escándalo “proceso de reorganización nacional”. La niña Guadalupe, precisamente porque era niña, vivió con una sencilla naturalidad el cambio de lengua y el cambio de luz. Le cuenta a Las 12, al día siguiente de la inauguración de su muestra: “Porque era muy chica no me resultó difícil aprender sueco y el asunto de la luz se incorporó a mi vida como algo que debía suceder; si hubo un problema, éste vino después, con mi regreso a Buenos Aires, la extrañeza la viví en mi propia tierra, no en la del exilio”. Así es, si algo sintió que era diferente, eso lo vivió a su regreso, en los comienzos de su adolescencia, cuando el país y muy especialmente el mundo del arte realizado por jóvenes creía vivir la historia eternamente rosa de la primavera alfonsinista.
La primera apuesta de Guadalupe para su vida en el mundo de la creación se ancló en su deseo de ser actriz, pero algo se atravesó en su camino: “Me quedaba prácticamente muda cuando tenía que hablar, mi español es perfecto, en mi casa en Estocolmo estaba prohibido hablar en otro idioma que no fuese el de nuestro país, de modo que me parece que la traba era de orden emocional más que otra cosa. La danza, como posibilidad de expresión, también se cruzó en mi camino, pero fue finalmente la pintura el lugar donde me sentí plena, capaz, enamorada”, dice.
Con esta certeza en el corazón, Guadalupe Fernández atravesó y fue parte de la movida artística de los ’80, el mundo donde se agitaba con ansias en el Rojas de Gumier Maier, en el Parakulutral de Las Gambas al Ajillo y aun en los espacios institucionales que surgieron a partir de la bienal de arte joven, como el Centro Cultural Recoleta. Fernández fue parte de ellos y vivió como un privilegio haber sido asistente de Liliana Maresca y luego de Marcia Schvartz.
“Trabajar con Liliana no era sólo una experiencia artística, era una experiencia de vida. Yo hacía lo que ella me pedía: desde ir a pagar una cuenta hasta recortar diarios para alguna de sus obras. Mi admiración hacia ella fue incondicional y su generosidad con quienes tuvimos la suerte de entrar en su círculo generaba algo muy natural: el de hacer cualquier cosa para ella, porque todo –desde un trámite común y corriente hasta participar en la producción de alguna obra suya– tenía la misma importancia. Esa cuestión de vivir en el momento mientras el momento está sucediendo, esa certeza de que ninguna acción es descartable o inferior, es una de las enseñanzas más preciadas que tomé de ella.”
Con Marcia Schvartz la relación se mantuvo a lo largo del tiempo. Guadalupe fue su asistente y en los últimos años armó equipo con ella, con quien daba clases tanto para niños como para adultos. Su taller, que hoy comparte con José Garófalo, artista visual y pionero en el amor hacia el tango como la danza que mueve el cuerpo y nos representa, no es sólo el espacio donde deja vagar su imaginación, también es el lugar donde intenta transmitir a otros su pasión por la pintura.
Si bien Guadalupe Fernández atravesó sus momentos más intensos de formación a través de la vida social de la década del ’80, donde en Buenos Aires descollaba el videoarte y la fotografía, eligió la pintura. Una decisión que ella misma define como soberana y apasionada: “Es un estar ahí desde la nada. Un lapso en el que la creación parte desde ese lienzo en blanco que espera ser llenado, que pide que una le dé sentido. Y es una y solo una, en esa soledad y aislamiento creativo, la que puede lograr –o al menos intentar– llegar a ese sentido. Me abisma, me urge, me alerta la tela vacía y luego cuando empiezo a mancharla se convierte en una obra que, si por mí fuese, nunca tendría fin. Podría seguir borrando, cambiando, añadiendo. El final es más un acto racional que emocional. Si por mí fuese, ninguno de mis cuadros tendría ahora mismo una pincelada final”.
El corpus de obra que hoy exhibe en la Bustillo da cuenta de sus obsesiones: la naturaleza casi calcada en sus formas, pero trastrocada por sus colores bien propios y por su sensación de la luz. Ahí volvemos a Estocolmo, a la nena que vive el exilio, y allí también volvemos a la adolescente que vuelve a su país donde lo primero que la define es su sensación de ser una extraña. Toda su obra está pegada, con mucha mayor evidencia que la de cualquier otro artista, con su vida. Sus paisajes ribereños, su leit movit hoy, provienen de sus largas temporadas en el balneario Santa Ana de Uruguay. Es ahí donde la cautiva la nobleza de un árbol, el eucaliptus, al que le dedica buena parte de esta exposición, tanto como al río que se vive como mar en un casi infinito, porque siempre hay una orilla, otro lugar a donde llegar. No el espacio desde el que la artista mira, sino el espacio que apenas se vislumbra en el interior de su obra, en sus bordes y en la incógnita del fuera de campo. Es allí donde Guadalupe Fernández crea la posibilidad del escape, de una huida redentora. Cada una de sus obras constituye la creación de un espacio donde refugiarse y dejarse llevar por el olvido. Alguna vez le preguntaron cuál sería la forma en que ella misma sugeriría leer su obra y así lo explica: “Pararse, sentarse o acostarse frente a ella, tomarse un instante para la quietud (carencia de movimiento. Sosiego. Reposo. Descanso) y mirar”. En esta actitud donde insinúa a quien mira cada uno de sus óleos cómo organizar la mirada y cómo poner el cuerpo en posición de sosiego es donde se podría encontrar la clave de su imaginario y de su poder soberano como artista.
La chica que trabajó como moza en el bar Bolivia y en El Dorado, que sirvió mesas en Lele de Troya es hoy la mujer que desgrana su obra con la lentitud que les exige a sus espectadores, a contra corriente de la velocidad inalcanzable de estos días donde parecería que en el acto veloz todo vale, todo se traga, sin emplear ni un segundo para apreciar los ingredientes, demorarse en los detalles. Aquí y ahora prima sobre todo la ligereza y la astucia por sobre el trabajo a conciencia, demorado en una búsqueda que nunca termina. Y es allí donde Fernández pone su alerta, grita “stop”, grita “miren”. Es en ese hueco tan sorprendente como laborioso donde se planta su obra, la de una artista que se jacta de vivir a contramano y que hace de ello su valor.
En Pasión y soberanía lo deja muy claro y afirma a Las 12, poco antes de someterse, como una estrella de cine a una sesión de fotografías para acompañar esta nota: “No sólo la pintura es mi pasión, es también mi territorio. El lugar que marco como propio, el lugar que elijo para mí, para ser soberana. Porque la pintura es mi tierra: de trabajo, de felicidad y de expresión”.
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