Viernes, 14 de junio de 2013 | Hoy
RESCATES
Esther Williams
1921-2013
Tírenle la toalla y seguirá mojada, los ojos verdes que agradeció el technicolor no perderán la humedad, el pelo recogido brillará más que el tocado de strass y la sonrisa dibujada domará al chorro furioso que le lancen sobre la cara. Nadie podrá nunca sacarla del agua untada desde donde entretuvo y embobó a una generación de hombres –a más de una– mientras las mujeres haciendo piruetas en la pileta de lona preguntaban “¿no parezco Esther Williams?”.
La deportista que durante la Segunda Guerra no pudo competir en los Juegos Olímpicos de Helsinki fue cuatro años después (1944) la nadadora estrella de la popular Escuela de Sirenas (Bathning Beauty), la película de la Metro Goldwyn Mayer que inauguró el musical acuático, dirigida por George Sidney. Un gossip de la época cuenta que en un primer momento sólo la habían contratado para decorar las escenas de Red Skelton (el humorista estrella de radio y tv), pero que sus extravagancias acuáticas aumentaron su fina estampa y parieron al icono kitsch. El Rhett Butler de la pantalla la bautizó “sirena” y desde aquella agua bendita “sirena” es la palabra que más se usa para hablar de ella. Esther no era una mujer con escamas, era una sirena con piernas largas. ¿Fue esa esbeltez la clave de la admiración? ¿O fue su sincronizada destreza? Malísima actuando, incapaz de memorizar un parlamento, la mujer que no sabía hacer nada si estaba seca era inigualable cuando estaba empapada. “Disciplinada y aburrida como Vargas Llosa”, le escribió Puig a Cabrera Infante. Esther dejó que el oleaje en intrépido marasmo marcara su destino, ella sólo mostraba los dientes blancos, braceaba largo, sonreía de costado y convertía el agua en fuego cuando nadaba espalda. De su boca, burbujas mejor que palabras. Debajo del mar, Esther era la perla de la ostra, el figurín que daba vueltas carnero hacia atrás con Tom y Jerry o pataditas infantiles con una tortuguita animada y también un cisne goloso que giraba alrededor de un caño tan blanco como su vestuario. Arriba, la trapecista de las cataratas, la esquiadora capaz de tirarse de una montaña mágica de agua sin otra alfombra que sus pies aleta.
Filmó más de veinte películas entre los años ’40 y ’50, muchas de ellas se confunden –o habría que escribir “se desbordan”– hasta en la memoria emocionada de sus fanáticos, demasiada agua. Murió a los 91 años mientras dormía (según dijeron las voces oficiales), en su casa de Bervery Hills, con un Rolls-Royce estacionado en la puerta y una pileta siempre climatizada –su obsesión última–.
Se casó cuatro veces, tuvo tres hijos y cuando Hollywood le dijo adiós –-aseguraba que vivir con un marido latino (el argentino Fernando Lamas) valía el no estar ya en la pantalla– la nadadora continuó su sueño americano fundando una empresa de piletas y otra de trajes de baño (se pueden comprar –hay fotos de todos modelos y géneros– desde su página oficial).
A lo largo de los años, la tía vieja de la pelirroja Ariel de Disney posó ante la cámara siempre con una cara nueva, como si el cloro en lugar de afectarle la vista le hubiera moldeado su rictus de estrella. Sin embargo, algo nunca cambió en Esther –ni en la jovencita rodeada de flores de loto ni en la abuelita coqueta en silla de ruedas–: sus cejas. Las usaba altas, tan altas como le permitiera el contorno final de su cara, haciendo aún más larga su silueta interminable. La bailarina húmeda nunca mostraba las yemas de sus dedos arrugadas ni ferocidad alguna que pusiera en riesgo su maquillaje, quizás porque como había nacido en la glamorosa década de Gatsby, supo desde siempre que sólo tenía que mantener a salvo el fulgor de la perlas.
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