Viernes, 5 de julio de 2013 | Hoy
Los sábados a las 23, conducidos por Beto Casella en C5N, Alfio “Coco” Basile, Héctor “Bambino” Veira, Guillermo Coppola y Cacho Castaña se transforman en los Buenos muchachos. Perdidos y encontrados en sus personajes, los señores se exponen con una ingenuidad inverosímil para la edad y el historial que portan.
Por Rosario Bléfari
El mundo es otro, pero ellos no se enteraron o se hacen los giles. El grado de exposición provoca piedad cuando pueden parecer nenas desprevenidas levantándose la remera frente a una webcam. Hablan de fútbol, amistad y mujeres, pero una también puede hacerse la gil y quedarse mirando como una voyeur del reblandecimiento del langa, para terminar de estudiar esa masculinidad sostenida contra viento y marea, esa reafirmación de códigos que justifica todo. No hay ni que leer entre líneas, a la intemperie nomás va el infiel a la italiana para quien todo es permitido si sos hombre, mientras las mujeres que sostienen la fiesta, ya sabemos donde suelen terminar. Amigas, dicen por momentos, y el Bambino subraya un reconocimiento respetuoso. La gran cosa es lo del recorrido nocturno por los boliches, que en determinado momento estaciona un rato en sexo. Al principio, cuando la pinta sobraba y estaban tiernitos, todo gratuito; después ya no, explican con naturalidad ante las preguntas del Beto, que quiere saber todo. El Coco no se deja así nomás, cuenta, pero no va afirmar nada que pueda caer en tela de problema legal. Siempre la risa, dice el Bambino. Y de la risa no pueden ni hablar, como cuando les preguntan por Pedrito Rico: “Era mi amigo”, dice el músico, pero aunque casi sale a defenderlo, se tienta. “El niño andaluz”, repite con acento fingido el Bambino y se ríe, y se ríen todos como púberes en una clase de educación sexual. Y a veces hasta parece que fingen la risa, que ya no hay risa, pero la fingen igual. La risa es entonces lo que no pueden decir, la pasión por estar siempre con el amigo cerquita, las chicas alquiladas como autos mientras, un poco más grandes y adinerados, alguna esposa los espera con los chicos en casa, y el consumo sostenido de drogas y alcohol... eso es la risa. Buenos muchachos que supieron divertirse. Pero, ¿son o se hacen?
¿Cuántos capítulos de Buenos muchachos puede una soportar? ¿Dónde se agotan el asombro y la piedad? Suelo leer y escribir en bares de barrio y, aunque sea una especie de calesita infinita que repite sus visiones, me entretiene. Ahora mismo estoy escribiendo en uno, jurisdicción Boedo, siempre de incógnito. A mi alrededor, los diálogos se encienden y se apagan, alguien canturrea un tango. A veces se gritan: “¡Muchachos, hay una señora!”, cuando gritan tanto y ni se escuchan. “Tranquilos”, les digo con un gesto. Son esos mismos muchachos del programa, los reconozco; lo único que éstos son los anónimos, y aunque tienen la misma cantidad de cigarrillos fumados, el mismo cantito italoargentino al hablar con la garganta arenada, la misma obsesión –el televisor siempre prendido en algún partido–, la diferencia es que éstos estaban en la tribuna y fueron los pibes que vieron a estos otros salir en las revistas con la pilcha y la mina. Los de la tele, mientras tanto, coleccionaron anécdotas lindas en su haber (el calificativo linda/lindo está a la orden del día y barniza de bonhomía todo lo vivido). “¡Ay, Coco!”, se desesperaban las chicas de Racing cuando Alfio era una bomba deportiva de veinte años y conocía el acecho de las fans como si fuera un Rolling Stone. Cacho Castaña se come tiernamente las uñas, era parte del elenco estable de las salidas por los siete lugares y tocaba la guitarra y cantaba. Este dato le da el color que ellos mismos reconocen como la bohemia, algo más familiar con lo que podría simpatizar, aunque tendría que haber sido hombre o puta para compartirla. Antes estaba ese escenario en común. Acá mismo está la placa de Osvaldo Soriano, venía a escribir o a charlar y hasta intentaron sostener una pequeña biblioteca en su memoria, acá, frente a la cancha.
El mundo cambió bastante. La prostitución, cada vez más, es leída como violación, y la sociedad empieza a considerar que todo es trata. Y los jugadores ganan más, es cierto, pero también se les festeja menos la vida loca. Hace poco, un joven jugador bastante conocido, a eso de las nueve de la noche, comía una pizza con su novia en la calle Corrientes; no faltó el que dijo, como para sí, pero yo lo escuché: “Andá a dormir que mañana hay que laburar... con lo que te pagamos...”.
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