Viernes, 10 de enero de 2014 | Hoy
PERFILES
Por Marta Dillon
No le preguntaron su nombre, pero rápidamente la juzgaron: “Usted se ha excedido”, le dijo el periodista y por toda respuesta ella mostró las marcas en su cuerpo, el brazo lacerado por cargar baldes de agua hasta un sexto piso de un edificio en Mataderos abandonado por la provisión de energía eléctrica mientras la Ciudad ardía bajo 40 grados de sensación térmica. No estaba dispuesta a recibir juicios, el suyo fue un acto total, radical, un grito de guerra en pleno pavimento, ahí donde los cronistas insisten con cada ola de calor en poner a cocinar un huevo. Ella tiene otro discurso también para los huevos: con las manos entre las piernas en un gesto que habla de demasiado peso dice que nadie los tiene. Las manos le llegan a las rodillas, las piernas se le abren para denotar el lugar que ocupan, mustios, colgantes, y después levanta otra vez los brazos al cielo haciendo flamear su remera fucsia, las tetas al aire, libre al fin de todo lo que la aprisiona, libre al fin de una compostura imposible cuando todos los días te levantás y te mojan otra vez la oreja con la palabra sibilina que habla de cualquier cosa menos de ese martirio de acarrear baldes desde la calle y hasta el sexto piso por escalera. “Tengo 65 años”, grita, y las carnes que se mecen gozando tal vez de la mínima brisa del movimiento no sólo transforman esa esquina en la que ella se manifiesta aplaudida por los vecinos desde los balcones, acompañada por las sonrisas y las cacerolas de sus amigas; también la transforman a ella, amazona urbana montada en su calza verde flúor y apuntando contra los hombres que no hacen nada, no se calientan a pesar de la temperatura y si lo hacen es para derretirse un poco más junto al fuego de los piquetes. Ella, transformada, guerrera ajena a los “uy, uy, uy” del periodista que se topó con su acto de libertad y se quedó sin más palabras que un par de lugares comunes, más preocupado por la edad de la señora que por aquello que quería decir, que estaba diciendo, que le plantaba en plena cara. “Va a provocar un accidente, señora”, pero ella ya no era una señora, probablemente nunca le interesó un mote tan escueto como el de señora, riñónera a la cintura, calzas apretadas que no esconden nada y exhiben en cambio la fuerza de la carne, la potencia del cuerpo, el cuerpo que sufre y se planta, a ella no la jodan, si no queda nada, si nadie escucha, si el balde reclamará de su brazo cansado otra vez para hervir el arroz o mojar las partes en un alivio fugaz como parpadeo; nadie va a robarle el goce de menores en plena calle para poner una advertencia, para que vean y crean su vaticinio. Señores, acá se viene el matriarcado, anuncia y se propone como avanzada, lejos de los debates de salón sobre la pertinencia de usar el cuerpo desnudo como herramienta de lucha, de protesta de denuncia. Ella denuncia, sí, pero sobre todo se sacude de las convenciones, de lo que se supone que se puede, se mete en el terreno que nadie le habilita, porque las tetas al aire quedan bien en la playa de Punta del Este o cuando cuelgan de un cuerpo donde no se encuentra grasa ni siquiera con escáner. Vean si no a las chicas de Femen, ese movimiento feminista europeo con sedes en cualquier lugar del planeta y militantes que apenas pasan los veinte años y ponen las tetas para denunciar a Silvio Berlusconi, la homofobia en Rusia o la dictadura sobre los cuerpos de la Iglesia Católica. Ella, la mujer a la que no le preguntaron el nombre pero a la que piden que se tape un poco para que pueda hacer uso de la palabra –cosa que obedece sólo para engañar a la cámara y ofrecerle un primer plano que será pudorosamente blureado– denuncia todo eso en un solo acto, personal y libertario, pone un pie en el territorio de la victoria enrostrando al mundo que la mira por TV eso de lo que es capaz una mujer “cuando pierde la chaveta”, dice, pero no es la chaveta lo que ha dejado en la senda peatonal de una calle de infierno, sino ese corset que se supone que tenemos que llevar todas, ese cuerpo empaquetado ajeno al placer y al goce sobre todo a la “edad madura”, como insiste el cronista. Ella levanta los brazos, apunta sus pezones como ojos acusadores sobre los que la dañan y la comprimen y en ese acto individual de libertad nos libera un poco a todas y nos deja creer que la premonición del matriarcado es posible. A cualquiera de nosotras, a las chicas de los calendarios y a las de Femen que la miran por TV. ¡Hasta la victoria, compañera!
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