Viernes, 4 de abril de 2014 | Hoy
HOMENAJES Su literatura fue ignorada mientras vivía, pero desde que murió no para de difundirse y revalorizarse. Una nueva lectura de su obra aviva la reflexión sobre Sara Gallardo, autora de palabras que no se lleva el viento.
Por Malena Rey
Cuán importante es el paso del tiempo para valorar un proyecto literario es algo que se comprueba muy seguido: los rescates de autoras de otra época a la luz del presente son moneda corriente, y a veces hasta parecen forzados por la industria editorial o por una moda pasajera y redundante. Otras veces, más felices, son completamente necesarios: hacen justicia y vuelven activa una obra que parecía olvidada, plantan la semilla de un redescubrimiento. El caso de Sara Gallardo es, en este sentido, paradigmático: si bien murió en 1988 y dejó mucha obra, hasta entrados los 2000 nadie parecía preguntarse por ella. Le llevó muchos años ser releída, recuperada. Muy de a poco fue atrayendo la atención de nuevos lectores, y gran parte de ese interés se debió a la publicación en 2004 de su Narrativa breve completa, en una edición de Leopoldo Brizuela. Lo que permitió ese volumen que reunía toda su producción ficcional –excepto sus dos novelas más extensas, Eisejuaz y Los galgos, los galgos– fue ponerse al día, multiplicar las lecturas posibles, enamorarse de sus tonos, de sus experimentos. Y diez años después siguen cosechándose frutos con la aparición del reciente libro Escrito en el viento. Lecturas sobre Sara Gallardo, el primer análisis crítico de sus distintas facetas como autora, mujer y madre; un libro colectivo que viene a exhumar su producción literaria para hacerla hablar en el presente, y que demuestra cuán fundamental es leerla. Y que quiere reparar el olvido que sufrió su obra, que quedó por fuera de los estudios literarios de género iniciados en la década del ’90, de los que sí formaron parte Silvina Ocampo, Storni, Pizarnik y Lange, sus contemporáneas. Si bien el enfoque es eminentemente académico, hay lugar para evocar los perfiles de Sara desde múltiples ángulos, como si la miraran a través de un prisma.
La iniciativa de examinar su obra es mérito de un grupo de investigadoras del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, que la eligió como objeto de estudio a 20 años de su fallecimiento, en 2008. El proyecto tuvo su primera puesta en común en las Jornadas Homenaje a Sara Gallardo, realizadas en diciembre del mismo año. Allí, las participantes expusieron y contrastaron sus hallazgos, evocaron a la autora de El país del humo como si la leyeran juntas por primera vez, cruzando sentidos, amplificando sus potentes efectos. Y hoy, esos ensayos le dan cuerpo a Escrito en el viento, que reúne los aportes de Paula Bertúa y Lucía De Leone (las compiladoras), José Amícola, Laura Arnés, María Sonia Cristoff, Mariana Docampo, Nora Domínguez, Carolina Esses, Alejandra Laera, María Rosa Lojo y Gloria Pampillo, a los que se suman los de Felisa Pinto, amiga de Gallardo y también reconocida periodista, y el testimonio de dos de sus tres hijos: Paula Pico Estrada y Sebastián Alvarez Murena. Dividido en tres partes, según se trate de estudios críticos, de una mirada sobre sus procedimientos por parte de otras colegas escritoras, o de las reflexiones emotivas de sus hijos y su amiga cercana, el volumen echa luz sobre zonas inexploradas de su escritura –sus temas recurrentes, sus cambios de tono, la figuración pública que va construyendo, las contradicciones de clase– sin agotarlas, dejando correr el aire para que queramos seguir leyéndola y descubriendo más cruces. En este sentido, las semblanzas y textos se acercan a la producción integral de Sara –extendida en novelas, cuentos, relatos infantiles, columnas periodísticas– y la ubican también en su contexto, diferenciándola de otras autoras como las bestselleristas Marta Lynch, Beatriz Guido y Silvina Bullrich. La metáfora que recorre la organización del libro es la del viento –una figura recurrente en su literatura–, que vendría ahora a mover sus papeles, inquietos, y a armar un orden propio, lleno de destinos y de fugas.
Sara Gallardo Drago Mitre de Pico Estrada, tal era su nombre completo antes de separarse de su primer marido y juntarse con el escritor y traductor Héctor Alvarez Murena, no dejaba lugar a dudas: todos esos apellidos que se extendían como los vagones de un tren afirmaban su pertenencia a una familia acomodada. Nieta del polémico Miguel Cané, bisnieta de Bartolomé Mitre, e hija del historiador Guillermo Gallardo, “sabía que ella no iba a escribir como una mujer si deseaba ingresar al mundo de la literatura”, dice Nora Domínguez en su artículo “El gesto de la política: Silvina Ocampo y Sara Gallardo”. Y se refiere a una anécdota fundacional contada por la misma autora, en la que su padre alaba las bonanzas de un libro diciendo que “no parecía escrito por una mujer” (tal es el peso simbólico de esta anécdota que aparece analizada en tres artículos del volumen). ¿Qué implicaba que la “buena literatura” fuera masculina en la década del ’50, cuando Sara comienza a probarse como escritora? “En diversas entrevistas cuenta cómo se preocupó por respetar ese mandato paterno. Sin embargo, esto no impidió que algunas de las compuertas de su imaginación iluminaran zonas de representación y subjetividad femenina que, ya sea cumpliendo destinos inexorables de rivalidad entre mujeres, o dejándose llevar por el goce de la experiencia amorosa, dieron con el relato exacto que encajaba en una apuesta de escritura singular y liberadora”, agrega Domínguez. Pero la liberación vendría más adelante, porque sus primeras tres novelas tematizan la pertenencia de clase, dialogan con la tradición rural argentina, actualizando el conflicto de patrones y peones, y ya exponen su tono, entre lírico y sutil, entre lo sentimental y lo fantasioso. Por ejemplo, en su primera novela, Enero, Gallardo se mete con el abuso de la hija de los puesteros y un embarazo no deseado, sin arriesgarse a la denuncia, sino que, al decir de Alejandra Laera, “está todo el tiempo al borde de la transgresión sin llegar a consumarla”. Más adelante vendrían Pantalones azules y la celebrada Los galgos, los galgos, una novela más melancólica y desencantada del destino de la oligarquía. Pero su búsqueda estilística asomaba por otro lado.
La experiencia que fue ganando como mujer independiente, como viuda joven y como madre influyó en el estilo de Sara, que se fue depurando y volviendo más y más propio, y original. Se fue acentuando su dominio de la oralidad, se fue profundizando su registro subjetivo y se fue haciendo más variada su paleta de matices.
Muchos de los artículos de Escrito en el viento coinciden en que hay un antes y un después en su escritura con la aparición, en 1971, de su novela Eisejuaz. Con este libro único y complejo, Gallardo abandona su zona de confort para instalarse en la exploración con el lenguaje: la experiencia Eisejuaz, como la llama en su artículo Mariana Docampo, implica no sólo el desplazamiento del yo narrativo de mujer a la primera persona masculina, sino que además esa voz es la de un indio mataco desdoblado y loco. Los estereotipos femeninos desaparecen y gana terreno una nueva exploración estética, que también corre para sus dos libros siguientes, los bellos y fragmentarios El país del humo y La rosa en el viento.
Lo curioso es que todo este desplazamiento se hace en paralelo con sus innumerables viajes, y su oficio como periodista, actividad que le permitía ganarse la vida y que la llevó a convertirse en columnista estrella de Confirmado. Como bien observa Lucía De Leone en “Una autora en busca de un personaje”, Sara “construye su figura de escritora de literatura, dialogando y tomando distancia de sus intervenciones periodísticas (...). Esas columnas funcionan como precuelas o antecedentes periodísticos de la escritura literaria”. En esas colaboraciones, como también dice su amiga y colega Felisa Pinto, Gallardo retrataba con sus palabras las costumbres de las mujeres y del mundo femenino consumista y frívolo, y cortaba el tono serio de las revistas políticas “de hombres”. O sea que la frivolidad y la escritura por encargo convivían con el trabajo sobre un tono literario muy sutil e inspirado que serían su marca.
De todos estos devenires, por suerte el libro Escrito en el viento decide no quedarse con ninguno. Justamente, su mérito está en abrir el juego y que todos los perfiles se miren, se hagan guiños, como una forma de decirnos que ninguna mujer y ninguna escritora puede reducirse a un solo análisis ni a una sola lectura: no hay paso del tiempo que valga cuando una obra y una vida ofrecen una materia inagotable para volver y revisarla.
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