Viernes, 16 de mayo de 2014 | Hoy
ENTREVISTA
El libro Putas y guerrilleras, crímenes sexuales en los centros clandestinos de detención. La perversión de los represores y la controversia de la militancia. Las historias silenciadas. El debate pendiente, de Editorial Planeta, de Miriam Lewin y Olga Wornat, demuestra que las violaciones en los campos de concentración fueron un plan sistemático de la dictadura militar. Las mujeres secuestradas eran consideradas subversivas, malas madres, aborteras y promiscuas. Lewin cuenta su historia como sobreviviente y las interpelaciones que tuvo que sufrir por ser víctima del Tigre Acosta. Una lucha contra los abusos que va desde los militares hasta la Iglesia, con la investigación que puso preso al cura César Grassi. Un legado histórico y una muestra de una víctima activa que busca honrar la memoria y la vida.
Por Luciana Peker
–¿Es verdad que vos salías con el Tigre Acosta? –la interrogó Mirtha Legrand, sin atragantarse con la pregunta, en un almuerzo televisivo.
–¿Cómo que salía? –le replicó Miriam Lewin.
–Bueno –recalculó–. Si es verdad que salían a cenar, eso es lo que dice la gente...
El 24 de marzo del 2004, mientras la ESMA dejaba de ser un emblema de los represores, Mirtha llevaba a la boca de una periodista, que estuvo secuestrado en la ESMA, el cuchillo de la sospecha. No era la primera vez que sentía el filo de la pregunta sobre por qué se había salvado. Pero esa escena de un almuerzo, acompañada por Estela de Carlotto y Mariana Pérez, reflejó en el espejo de la televisión los bifes que reciben las mujeres por ser mujeres. ¿Ella era amante de represores? ¿Se salvó por dar sexo? ¿Consentía las violaciones que ahora denuncia? ¿Ella también tenía la culpa?
Miriam, la mujer de unos ojos tan claros como penetrantes, no esquiva la respuesta. Está entrenada en mirar de frente.
–Estábamos en capucha o en los camarotes y venía un guardia y te decía: “Vestite que vas a salir”. Nos bajaban con los ojos vendados, nos subían a un auto, no sabíamos si nos iban a matar o qué. Era una situación de absoluta indefensión. En algunas ocasiones terminábamos en un restaurante comiendo con ellos, que estaban armados. Nos interrogaban acerca de si habíamos reflexionado de lo mal que estaba militar. A veces teníamos que escuchar descripciones de operativos donde habían secuestrado gente a ver si denotábamos algún tipo de dolor, porque estaba prohibido llorar.
–La gente nos veía. Nos llevaban a El Globo o Los Años Locos. Nosotras creíamos que teníamos el sello desaparecidas en la frente. Pero evidentemente no era así.
–Era un infierno tener que compartir una cena con culpables de secuestros, torturas y asesinatos de mis seres queridos, de mis amigas y de mi novio. Era una tortura refinada y perversa. Si intentabas escapar ibas a terminar acribillada en la costanera e iban a decir “salvaje enfrentamiento”. Era una situación tan retorcida que un secuestrador te lleve a cenar... Ninguna de nosotras salía. Ellos nos sacaban.
–A pesar de que se decía “Con vida los llevaron, con vida los queremos”, en general, los que aparecimos con vida estábamos bajo sospecha. Esto pasó acá, en el país, y en el exilio, en donde muchas compañeras y compañeros fueron radiados porque se sospechaba que si se habían salvado era porque había existido algún tipo de colaboración con los represores. Si a los hombres se los sospechaba de haber delatado, a las mujeres de haber delatado y de haber tenido sexo con los represores. Era una doble estigmatización. Nos preguntaban: “¿Vos por qué te salvaste?”. Y la verdad es que no hay una respuesta. La respuesta la tienen los represores, pero ellos mienten y le quieren hacer creer a la sociedad que las sobrevivientes colaboramos con ellos o éramos agentes de inteligencia que estábamos de buena gana y no que estábamos esclavizados y con nuestra conciencia y derechos arrasados. Es bastante difícil de sobrellevar porque la culpa está siempre presente. Una se pregunta: “¿Por qué yo sobreviví y no todos mis amigos?”. La respuesta es absolutamente inexistente.
La diferencia entre salir y ser sacada, entre desear y ser sometida, es tan abismal como que una mujer elija y que una mujer sea obligada. “Nosotras éramos un botín de guerra”, grafica Miriam Lewin, periodista de Canal 13 y Radio Nacional y coautora de Ese infierno, conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA y del libro, de reciente publicación, junto con Olga Wornat, Putas y guerrilleras. Crímenes sexuales en los centros clandestinos de detención. La perversión de los represores y la controversia en la militancia. Las historias silenciadas. El debate pendiente, de Editorial Planeta. Un libro urgente y a la vez macerado por los años de silencio, por los errores y por el avance en la comprensión del alcance de la violencia de género: “Tuvo que pasar mucho tiempo para poder hablar. Primero se hicieron los juicios por la apropiación de las propiedades de los desaparecidos y después por la apropiación de los cuerpos de las mujeres. O sea, antes las propiedades que el cuerpo de las mujeres”, evalúa Miriam. Ella pone algo más que las palabras. Le pone –también– el cuerpo a su relato. Miriam fue puta y guerrillera. Escuchó esas palabras disparadas como una acusación fuera de toda justicia, no sólo sobre sus ideas políticas, también sobre su silueta de jovencita.
–Putita, me decían. También que estaba más buena en las fotos que tenían mías que personalmente. Un día me levantaron el antifaz y uno me exhibió sus genitales y me dijo: “Te vamos a pasar uno por uno, hija de puta”. Y me preguntaban: “¿Con cuántos tipos te acostaste? ¿Cuántos abortos te hiciste? ¿En cuántas orgías participaste?”. Yo tenía 19 años. No había absolutamente ninguna razón para que ellos tuvieran que usar este plus de violencia hacia las mujeres –relata.
La dimensión del libro pone en eje la violencia sexual contra las mujeres como un plan sistemático, con diferencias según campos de concentración y regiones, pero con la misma idea de apropiarse del cuerpo de las militantes. Pero también da un paso al frente en reflexionar sobre el machismo en las organizaciones políticas de la década del setenta y en los propios prejuicios que llevaban, muchas veces, a juzgar a otras mujeres tildándolas de favoritas o traidoras por endilgarles relaciones con los secuestradores o por silenciar o mirar con recelo a alguna de las víctimas que ponía en palabras la sexualidad tajeada. “Yo me declaro culpable y hago autocrítica”, analiza, siempre valiente, un paso más para adelante, Miriam.
–Yo le pedí perdón treinta años después a una compañera que vino a decirme en un camarote de la ESMA que había sido violada por Juan Carlos Rolón, alias Niño, y nosotras lo primero que le dijimos es “¿Cómo te violó? ¿Te puso una pistola en la cabeza?”. ¡Mirá la falta de comprensión! ¿A quién iba a recurrir esa mujer a la que le habían matado a su hermano, a su suegra, a sus compañeros de militancia y que era testigo de los vuelos de la muerte? ¿A quién le iba a pedir ayuda? El la saca y le dice que se quiere acostar con ella y entra a un albergue transitorio. Y ni siquiera pudo contar con la comprensión de sus compañeras de cautiverio.
El abuso sexual reparte favores y gatilla el miedo. Pero, además, si las víctimas hablan también perfora sospechas como boomerang. Miriam Lewin realizó, en Telenoche, la investigación sobre los abusos sexuales cometidos en la Fundación Felices Los Niños por el cura Julio César Grassi, que culminaron con una condena de 15 años de prisión y traspasó todo tipo de cuestionamientos, presiones y descalificaciones. Esa experiencia le hizo conocer los mecanismos de la violencia sexual que ella misma padeció, pero que no dimensionaba antes de ver las consecuencias de los abusos en otras personas.
Miriam Lewin también fue una víctima. Nunca pasiva. Siente que debe cumplir con el compromiso de hablar por sus compañeras de cautiverio. Pero también de honrar su sed de vida en cada decisión cotidiana: Miriam dora las cebollitas de los knishes de papa con que festeja las tradiciones judías; abre su hogar para compartir miradas del oficio con sus hijos en una charla interminable; planifica viajes con la erudición de saber dónde se come el más sabroso alcaucil relleno de Italia; comparte con su marido la odisea de lavar los platos o de recorrer las rutas para ver ballenas; cuelga las lamparitas chinas por el techo adornado de verde del patiecito de su casa; puebla de plantas, colores, perros y gatos su marco cotidiano, en donde disfruta del azul intenso de una escalera en donde siempre puede existir un nuevo escalón, un mejor desafío. Pelea con su pelo, que se le rebela menos lacio de lo que ella quisiera e ilumina de rojo sus llamativos ojos fuertes. Ella no vivió. No sobrevivió. Vive. Aquí y ahora y después. Para seguir denunciando a la dictadura. Para construir con sus palabras otro futuro en el que, por ejemplo, niños y niñas puedan leer sus cuentos. Ella decidió, de ahora en más, con un libro como legado de la violencia sufrida por las mujeres en el terrorismo de Estado, dedicarse a su primera pasión: la literatura infantil. Miriam Lewin constató, en un legado histórico, la crueldad específica de los militares contra las mujeres. Y, a su vez, ofrenda una entereza sensible que se convierte en un imán de vida.
–Porque honra la memoria de muchas mujeres que pasaron por el secuestro y hoy no pueden denunciar. Por otro lado, el costo personal psicológico y físico es duro de sobrellevar. Este libro nació como la necesidad de entender qué nos había pasado.
–Las coacciones eran múltiples. La principal era la amenaza de la eliminación física inminente. Nosotras éramos testigos de los traslados. Los represores ni siquiera tuvieron que ejercer presión física. Eran cuerpos femeninos como botín de guerra. En la ESMA estaban reservados esos cuerpos para los oficiales y hubo alguna sanción a algún suboficial o guardia que cometió una violación y en La Cueva, de Mar del Plata, parecía que era al revés, estaban reservados para los suboficiales como una recompensa por supuestos actos heroicos que, en realidad, eran hechos aberrantes. Según los campos de concentración, los crímenes sexuales adquirían distintas características. Además, muchas mujeres eran visitadas en sus casas por los represores y las amenazaban con secuestrar a sus hermanas menores. Toda la sociedad era un campo de concentración. Era una sociedad concentracionaria y machista en donde hubo mujeres que fueron violadas más allá del campo de concentración.
–Algunas mujeres se atrevieron valiente y dolorosamente a contarlo en la Conadep o el Juicio a las Juntas, pero no era materia judiciable. Por ejemplo, una mujer decía “yo estaba embarazada de cuatro meses y me violaron” y los jueces no sabían qué hacer, no les servía para una condena. A partir de que son considerados delitos de lesa humanidad, en la Corte Penal Internacional de La Haya, por las guerras de Ruanda y la ex Yugoslavia, se los empezó a tomar como delitos no prescriptibles. Ultimamente la mayoría de las mujeres y hombres relatan que fueron víctimas o testigos de delitos sexuales. En los crímenes del nazismo no se les preguntaba a las mujeres por la violencia sexual porque se consideraba que era revictimizarlas. Pero no darles la posibilidad de contarlo también es revictimizarlas: es condenarlas al silencio.
–Indudablemente tuvo influencia esto y leer sobre casos de violencia sexual en Guatemala, México, Chile, Uruguay. Las reacciones de las mujeres son similares a cuando son víctimas de trata o de violencia doméstica. Muchas sienten culpa por lo que les pasa. Hace falta comprender que todas fuimos y somos víctimas. No hay mujeres que provoquen o que con su actitud desafiante desaten la ira del agresor. A la mujer se le exige que ponga su vida en riesgo para defender su sexo. Por ejemplo, a la chica (Giulana) que denunció al jugador de Independiente (Alexis Zarate) se le exige que tenga moretones. Se cree que si una mujer no puso su vida en riesgo es porque le gustó y hubo consentimiento. Lo primero que le dicen a una mujer es que, si la asaltan, largue la cartera. Pero si la violan dicen: “¿Cómo no se defendió?”, “¿Qué estaba haciendo en ese departamento?”. El fiscal Pablo Parenti me explicó “aunque la víctima diga que hubo consentimiento, no se puede aceptar en un contexto concentracionario. No hay libre ejercicio de la voluntad”. Por eso en una época se hablaba de amores y no eran amores.
–Esa nota era de Olga (Wornat) y ella hace la autocrítica. De ninguna manera hubo amor porque el amor requiere como condición la elección. Eran mujeres que no sabían el destino de sus hijos, de sus padres, de sus hermanos, les habían asesinado a sus maridos y las amenazaban con secuestrar a sus seres queridos. ¿Qué resquicio de voluntad tenían para resistirse a ese juego maquiavélico? El Tigre Acosta una vez llevó a mujeres a una quinta y las colocó al lado de oficiales de la marina y las distribuyó como si fueran ganado. Toda noción de amor en ese contexto es imposible. Es verdad que hubo vínculos que trascendieron las paredes de los campos de concentración, incluso un matrimonio con hijos. Cuando te enamorás de una persona la elegís. En estas situaciones no había posibilidad de libre elección. Y si alguna prisionera sintió un “agradecimiento” por alguien que la protegió, con el tiempo fue comprendiendo la naturaleza de esta situación. Yo narro mi experiencia con un guardia en Virrey Ceballos que supuestamente me protegía y después dijo cosas de mí que me podrían haber mandado a la muerte. No había piedad.
–La primera condena por delito sexual es la de un suboficial de la Fuerza Aérea, Gregorio Molina, que fue denunciado por violaciones a varias mujeres en La Cueva de Mar del Plata. Fue una condena premiada internacionalmente por tomar el delito sexual por separado. ¿Por qué no está subsumido en el delito de tormentos? Porque no es menos grave. También se considera violencia sexual la picana en la vagina y las observaciones soeces sobre tu cuerpo, que eran constantes, como “mirá qué buenas tetas que tiene”.
–No, pero sufrimos distinto. No es lo mismo para un varón estar desnudo en una cama frente a diez tipos que para una mujer, en muchos casos, virgen o adolescente.
–La imagen que tenían ellos de nosotras era que éramos promiscuas sexualmente, que no teníamos ningún apego por la familia, que éramos malas madres. Nos demonizaban absolutamente porque habíamos abandonado el rol de la sociedad occidental y cristiana. Por eso, ellos disculpaban a algunas mujeres cuando tenían un grado menor en la militancia que sus maridos, porque decían que ella lo tenía que obedecer. La violación también era un mensaje al varón que estaba secuestrado: “Mirá cómo me apodero del cuerpo de tu mujer y vos no podés hacer nada para detenerlo”. Y el mensaje para la mujer era: “Acá el único macho soy yo y el que es tu compañero de militancia o tu marido no puede impedirlo”. Arrasaban tu subjetividad, te denigraban, te humillaban. Y, por otro lado, hacia los otros represores decían: “Mirá qué potente, qué viril, qué macho que soy”. En La Cueva de Mar del Plata hay conscriptos que dijeron que Gregorio Molina iba a la base aérea y se jactaba de las violaciones que cometía.
–Sí, a pesar de que hubo casos de mujeres que quedaron embarazadas y las obligaron a hacerse un aborto, como le pasó a Silvia Suppo, que la llevan a un médico abortero junto con una mujer policía (María Eva Aebi, que está siendo juzgada) porque el comisario (Juan Calixto) Perisotti le dijo que era un error que había que subsanar, como si fuera un exceso o una equivocación. Por eso, me parece importante continuar con la lucha por el esclarecimiento del asesinato de Suppo (el 29 de marzo del 2010, en Rafaela) que está invisibilizado.
–Si pensáramos que fueron hechos excepcionales, creeríamos que hubo algún milico loquito que violó las normas existentes. Pero se dio en todo el país; Jujuy, Bahía Blanca, Buenos Aires, Neuquén, Mendoza, Córdoba y Santa Fe. En todos lados hubo campos de concentración manejados por hombres con mujeres desnudas encapuchadas, engrilladas, atadas. Hay compañeras que no saben quiénes las violaron porque estaban encapuchadas y nunca les vieron las caras. Nosotras éramos un botín de guerra. Dependíamos de ellos para ir al baño, para comer, para sobrevivir. Y entonces, nuestro cuerpo, en la conciencia de ellos, les pertenecía.
–A una mujer sobreviviente de La Noche de las Corbatas, cuando era trasladada de Neuquén a La Cueva, de Mar del Plata, cuando baja del avión le pegan una piña en el estómago y le dicen: “Puta debés ser, como todas las psicólogas”. A una chica en Tucumán, que la obligaron a hacer empanadas, la descalificaron: “¿Qué vas a ser guerrillera vos si sos putita?”. A otra compañera de la ESMA la tildaron de puta montonera mientras la torturaban.
–Sí, por supuesto. El modelo de mujer que ellos pretendían era una mujer sumisa, que se dedicara exclusivamente a las tareas de la casa y la crianza de los hijos. Y cualquier rebelión a este modelo que ellos intentaban perpetuar era considerado un agravio, una transgresión imperdonable. Por eso, en la ESMA nos obligaban a pintarnos, a peinarnos, a vestirnos bien, porque lo consideraban un índice de “recuperación” en relación con el uso de jeans, el pelo atado y borceguíes. Ellos pretendían una renuncia a todos nuestros ideales. Y nosotras veníamos de organizaciones bastante machistas, donde el rol de las mujeres era subalterno. Más allá de lo declamativo, no había muchas mujeres que alcanzaran roles de conducción.
–Nosotras mismas levantábamos el dedo acusador con compañeras que nos decían que se habían acostado con un represor porque había conseguido hacer un llamado a su casa. Nosotras queríamos ser mártires. En nuestra ideología de ese momento, si Fulanita había tenido sexo con un represor también era una puta. El prejuicio nos abarcaba. Por eso, este libro puede ser un granito de arena en este debate sobre lo que padecimos las mujeres.
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