Viernes, 16 de mayo de 2014 | Hoy
HOMENAJES
Una despedida a la jueza Carmen Argibay por parte de Marcela V. Rodríguez, su amiga y cómplice a la hora de llevar la conciencia de género a los ámbitos judiciales.
Por Marcela V. Rodríguez
Es difícil escribir sobre Carmen cuando todavía espero tomar un café demasiadas veces postergado; cuando todavía espero que encuentre la poción mágica contra el dolor de cabeza. Nuestra correspondencia más frecuente no versaba sobre derecho sino sobre recetas tan inútiles como absurdas para nuestras comunes migrañas. Era una mujer gentil, dulce, amable, amante de todas las artes y con un gran sentido del humor, aunque capaz de mantener una impávida cara de poker cuando su función lo requería.
Carmen siempre reconoció haber sido discriminada por ser mujer. A diferencia de otras mujeres que llegan a cargos altos en la toma de decisiones, admiten que existe discriminación por razón de género, pero no reconocen su propia discriminación, pretendiendo excluirse del sistema de dominación y subordinación, y engañándose con “a mí nunca me pasó”.
Entró en la Facultad de Derecho siendo una adolescente de 16 años. Recordaba “una anécdota que fue una de mis primeras incursiones en la noción de la discriminación por género y de la cual pienso que fue el semillero de varios de mis impulsos”. Tenía que rendir una materia y sólo había una cátedra, cuyo profesor no aprobaba mujeres por considerar que debían quedarse en sus casas. La calificó con un cuatro pese a que era muy buena estudiante y no pudo reprobarla porque estaba el decano y lo podían sancionar si la desaprobaba arbitrariamente, pero podía ponerle una nota baja. Para Carmen, “de esta ingrata experiencia que me ocurrió en la facultad, cuando tenía solamente diecisiete años, surgió mi interés por los derechos de las mujeres y la no discriminación. Esta situación tuvo repercusiones en mi vida, me movilizó, es decir, me fortalecí con aquel episodio”.
Empezó como “pinche” en el Poder Judicial y esa práctica fue sumamente importante para que decidiera especializarse en derecho penal, “una rama jurídica que en aquella época estaba vedada de alguna forma a las mujeres. Todavía recuerdo cuando le contaba a mi abuela cuál era mi vocación y ella, horrorizada, me preguntaba ‘¿Vas a dedicarte a tratar con delincuentes?’”, nos contaba.
Mucho antes de ser ministra de la Corte, impulsó una cuestión central para garantizar los derechos de las mujeres. A mediados de los ’90, recibí un llamado de Carmen para trabajar junto con la Asociación de Mujeres Juezas Argentinas y la Fundación Internacional de Mujeres Juezas en la sensibilización y capacitación de los y las operadores del sistema de administración de justicia, principalmente, jueces y juezas. Impulsó talleres a los que asistieron personas que hoy promueven políticas de género en sus propios ámbitos de trabajo. Llevamos esta capacitación a distintos países de América latina y el Caribe. Carmen, desde la Corte, siguió luchando por hacerla realidad en todo nuestro país.
Sabía que era necesario un mayor número de mujeres en la Justicia, pero aclaraba: “Cuando a mí me dicen que tendría que haber más mujeres en la justicia, les digo ‘momentito. Tendría que haber más mujeres con perspectiva de género, muchas más’. No se olviden que casi todas nosotras hemos sido educadas en una universidad que está formada por hombres y a partir de las experiencias de los hombres –y la inclusión de las mujeres es muy reciente en la historia de la universidad–. Esto quiere decir que tenemos una formación masculina. A muchas mujeres les han hecho creer que para ser exitosas en la profesión tienen que adoptar características masculinas para actuar. Eso es desastroso porque entonces nunca vamos a conseguir la equidad”.
El feminismo, así como otras corrientes críticas, ha revelado cómo el derecho ha mantenido una ficción respecto de la existencia de un punto de vista objetivo, neutral, abstracto, encarnado en esos seres situados en “torres de marfil”, jueces y juezas, supuestos observadores imparciales de la realidad. Pero detrás de ese velo está ocluido el punto de vista masculino dominante que ha reforzado y ha legitimado la perpetuación del propio sistema de dominación y subordinación entre los géneros. Carmen consideraba que “el paradigma de antaño de dominación masculina tiene como consecuencia la reproducción de la lógica masculina por parte de las mujeres en el ejercicio del poder. Esta situación se puede y se debe revertir por medio de la concientización en perspectiva de género. La modificación de la forma de educación es una de las medidas que se deben tomar”.
No solo se preocupaba por la discriminación de género, sino también por la de los pueblos originarios, entre otros grupos discriminados, así como por cuestiones como la accesibilidad a tribunales de las personas con discapacidad –conocía a la perfección cada uno de los problemas que debían enfrentar–. Comprendía a las mujeres víctimas de delitos, pero también a las que iban a esperar para ver, al menos, unos minutos a sus compañeros, hijos, esposos y ni siquiera tenían un banco para sentarse y, menos aún, baños cercanos.
Carmen demostró una coherencia entre el decir y las prácticas. Quizás el ejemplo más conocido fue la firme exposición de sus principios y posiciones antes de la aprobación de su pliego, algo que muchos jueces y juezas de todo el mundo eluden para no tener que asumir los costos de quienes están en desacuerdo con esas posiciones y los consiguientes lobbies en su contra. Ella vivió el estigma y la discriminación por identificarse con las mujeres. En lugar de ser admirada por sus principios y convicciones, por la honestidad en defenderlos, fue demonizada por quienes están en contra del derecho a la despenalización del aborto, por ser soltera y por ser atea.
El poder no subestimó lo que su presencia en la Corte Suprema podría implicar. De allí la campaña en contra de la aprobación de su pliego.
Se dedicó con satisfacción a promover la capacitación de jueces y juezas, hizo posible la apertura de la Oficina de la Mujer, se preocupó por resolver innumerables problemas del Cuerpo Médico Forense. Debía ser de las pocas personas que conocían cada recoveco, cada laberinto del Palacio de Tribunales. Eligió el despacho más modesto, el más accesible y el que le permitía trabajar en conjunto con sus colaborad*s.
Le preocupaban, muy especialmente, la trata de personas y la prostitución. Reconoció que “hay algunos jueces que se hacen los distraídos o que no entienden que la situación de esclavitud sexual no consiste en que las víctimas tengan grilletes en los tobillos o rejas en la ventana, sino que no tienen la posibilidad de decidir, no tienen la posibilidad de salir de la prostitución. Entonces están totalmente aisladas, son ilegales, indocumentadas, muchas veces drogadictas, porque las introducen en el mundo de la droga, no tienen redes de contención de ninguna especie y nadie les da una mano. En este momento hay que empezar a trabajar en la desarticulación de las redes de explotación sexual porque el problema se está agigantando de un modo inconmensurable. Si la sociedad sigue pensando que la prostituta consiente, como si fuera posible que una criatura que a los 14 años fue introducida a la prostitución, luego a los 18 tenga la voluntad de decidir si quiere o no quiere cuando en realidad no puede porque no tiene otra salida, porque nunca se la ayudó en el momento preciso, la esclavitud sexual va a hacerse cada vez más gravosa”. Consideraba que a “los clientes los tienen que penar, porque son cómplices, son encubridores”.
El feminismo ha luchado para levantar la venda de la Justicia, para que vea y escuche las voces y los cuerpos de las mujeres, de las personas desaventajadas, de quienes están excluidas del sistema. Sé que Carmen no admitiría que nos detuviéramos ahora. Recordada algo que escribió hace varios años: “Paralizarnos, detenernos, es lo que no podemos ni debemos hacer. Si estamos empeñados en luchar contra la violencia, tenemos la obligación de superar todos los temores, para no coartar esa acción, para embarcarnos en un testimonio ferviente contra la violencia de todo tipo y signo, para seguir en esta lucha, por la igualdad, que no nos interesa declamada sino efectiva”.
Sin embargo y en este momento, no puedo evitar sentir que la Justicia está nuevamente más ciega.
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