ARTE
Miradas verdaderas
Cada vez que viene a la Argentina desde Nueva York –donde vive y donde habitan sus obras hasta en estaciones de subte–, Liliana Porter visita también su pasado “intocado, maravilloso”, lleno de esas historias que devela en esta entrevista y que funcionan como clave para ver su obra que ahora se exhibe en el Centro Cultural Recoleta, curada por Inés Katzenstein a modo de antología.
› Por Moira Soto
He hablado demasiado de mí misma: mi mamá diría que es mala educación”, ríe Liliana Porter al terminar la entrevista con Las 12, con esa risa fresca que en la grabación suena como su voz: con algo de niña aún intacto, con una inocencia que no se perdió. Pero no aniñada, porque esta mujer que se deja las canas y viste con sobriedad es una de las raras artistas que pone en el (magnífico) catálogo –editado por el Centro Cultural Recoleta y el Malba– el año de su nacimiento: 1941. Acaso este modo diáfano de expresarse permaneció desde que Porter, apenas adolescente, dejó Buenos Aires junto a su familia para instalarse en México (poco después, ella regresaría a la Argentina, “porque extrañaba”, viajaría de nuevo a México y de ahí, con la intención de irse a París, en 1964 recalaría en Nueva York, quedándose a vivir en esa ciudad). Y ese mundo de la infancia, con su credulidad y su libertad, juguetón y travieso, retorna en su obra artística. Según ella dice, es “reactivado”, mediante recursos técnicos superpuestos, desde un proceso de maduración como persona y como creadora que sin embargo preserva la mirada de descubrimiento, de asombro, desprejuiciada, que le permite suscitar encuentros y diálogos inusitados entre juguetes y adornos.
Fotografía y ficción se llama acertadamente la gran muestra de Liliana Porter que se ofrece en la sala Cronopios del C.C. Recoleta hasta fines de febrero del año próximo. En la entrevista que sigue, la personal artista apreciada internacionalmente se interna, no sin gestos pudorosos, en ese mundo de su niñez que ha sabido resguardar con amorosa solicitud. Y del que surgen claves para comprender mejor su obra.
Cuando empezaste tan joven a exponer en México, en 1958, ¿tenías conciencia de que, por esas fechas, no era lo mismo ser artista mujer que artista varón?
–No, no la tenía, para nada, porque sólo me remitía a mi propia experiencia. Siempre fui muy apoyada: por mi hermano, por mi familia, por la gente que me rodeaba. Yo creo que el tema de tomar esa conciencia empezó cuando fui a Estados Unidos. Hay circunstancias en que una puede creer que no hay diferencias porque le va bien. Y después, si lo analizás detenidamente, te das cuenta de que una, sin advertirlo, se estuvo poniendo límites. Que quizá si hubiese sido hombre en vez de mujer, otra habría sido la actitud, la respuesta, los alcances de la obra... Lo que pasa es que en mi caso nunca puse énfasis en lo que se llama “la carrera”, y no veía que siendo hombre habría sido todo mucho más fácil, habría estado en un nivel distinto.
Incluso el hecho de estar tan respaldada, tan arropada en una actividad como el grabado, a esa edad y siendo una chica, ya era un privilegio.
–Claro: la primera exposición la hice en México, a los 17, y no me daba cuenta de lo mucho que trabajaba. Ahora, vista esta etapa para atrás, miro la obra desde mi edad, como si aquella chica fuera mi hija, y veo que todo era bastante conmovedor, incluida la crítica que Juan José Arreola mededicó en el periódico. Pero en ese entonces me parecía normal que lo hiciera, tomaba las cosas con mucha naturalidad, ni sabía qué otras críticas escribía Arreola...
¿Tampoco conocías la situación de otras artistas?
–No. En México iba a la Universidad Iberoamericana, que era un colegio privado y en ese país las clases sociales estaban muy marcadas. En ese tiempo, en Buenos Aires yo estaba en una clase media, y en México mis amigos eran todos de clase alta. Entonces, mis compañeras de Bellas Artes de la Iberoamericana eran muy diferentes a las que tuve en Buenos Aires: todas chicas cuya finalidad era encontrar novio, casarse, ése era su horizonte. Imaginate, yo venía de Buenos Aires, del existencialismo, de ir a ver a Bertolt Brecht, esas cosas. Y me encuentro en ese ambiente con todas niñas que se pintaban mucho, usaban delantales bordados, muy burguesas, muy femeninas ¿no?. Mientras que en mi ciudad, en mi medio, se usaba el suéter negro. Y los temas de conversación también eran completamente distintos. En ese sentido fue un shock para mí. Pero no abría juicio aunque al principio me costó adaptarme. Al mismo tiempo, me atraía la novedad, observar cómo vivían y pensaban. Tenía amigas de 17 que disponían de coche y chofer. Y yo venía de otra realidad.
Y volviste a esa realidad en la que habías pasado infancia y parte de la adolescencia.
–Sí, volví a Buenos Aires porque extrañaba mucho. Viví en México de los 16 a los 19. Cuando regreso, vivo con mis abuelitos porque mis padres y mi hermano se quedaron en México. Mi abuelo había tenido una imprenta muy importante donde se publicó, para darte un ejemplo, la revista Martín Fierro. Era alguien sensacional, lo mismo mi abuelita. Ellos fueron otro apoyo muy fuerte. Vuelvo a la escuela de Bellas Artes, voy a todos los concursos de manchas, miles de concursos de manchas. Creo que en un año me saqué doce premios. Y en la escuela todos fueron muy cariñosos. Por eso, cuando estoy en N.Y. y me vienen a visitar artistas jóvenes, aunque esté superocupada, los recibo, porque sé lo que significa que te traten bien a esa edad. Me acuerdo de la primera vez que fui a La Cárcova con la carpeta a mostrarle los grabados a López Anaya, lo afectuoso que fue, cómo me dejó trabajar en el taller...
¿Ya tenías la convicción de que ibas a ser artista?
–Mirá, empecé Bellas Artes después de que mi mamá y mi tía se juntaron y dijeron “¿qué hacemos con Lilianita? ¿No sería bueno que fuese maestra?”. “No, mejor Bellas Artes, más lindo para una muchacha...” Algo por el estilo. Nadie tenía ninguna expectativa especial, ni yo misma. Cuando era más chica se reían de mí porque a la pregunta “¿qué querés ser cuando seas grande?”, yo respondía “una señora cualquiera”. Y les causaba gracia la palabra cualquiera, sonaba medio equívoca. Y tiempo después, cuando ya estaba en México, no fue que yo proyectara una exposición sino que mi profesora me anunció: “Tenés tal fecha en tal lugar, tenés que hacer tantas obras...” Como el profesor que te da tarea para la casa. Y cuando se abrió la exposición, los mexicanos fueron supergenerosos, me hicieron notas, me mimaron... como que me fui metiendo en ese mundo antes de desearlo conscientemente. En general, me ha pasado así con muchas cosas. Por eso es que no percibo lo mío como “una carrera”.
¿Pero sí como la expresión de una vocación?
–Mirá, si lo hubiera pensado más detenidamente, quizá la vocación habría ido más hacia el lado de la literatura. Pero como empecé Bellas Artes después de la primaria, como colegio secundario, para entrar a la universidad me faltaba el título de bachiller, yo creo.
Dos amas de casa felices
¿Cumpliste alguna vez tu deseo de ser una señora cualquiera?
–Sí, cómo no: me casé dos veces. Durante el primer matrimonio digamos que fui realmente una señora cualquiera. Tengo que recordar que, cuando era chica, no hacía la cama ni ninguna tarea doméstica, porque mi mamá me decía: “Cuando te cases, ya te va a sobrar tiempo para hacerlo”. Entonces, cuando me casé, como era una novedad, me encantaban las cosas de la casa, no les tenía bronca de antes. Me encantaba jugar a que era la ama de casa, tener todo arregladito... Venía una amiga que era muy feminista y se escandalizaba: “Pero vos sos tarada...” Porque le parecía que yo hacía el papel de esclava del hogar, pero a mí me fascinaba, de verdad. Era un juego que hacía porque se me daba la gana. No sé si era un ama de casa ejemplar, porque los dos éramos artistas y, sin duda, el arte siempre fue lo más importante de mi actividad en la vida. Es decir que todavía ahora, para mí arreglar la casa es como un descanso, como una vacación de lo otro, puedo pensar en otra cosa mientras ordeno o limpio. Ahora que lo miro para atrás, me doy cuenta de que mi mamá tenía ideas bastante feministas, avanzadas en el sentido de ser consciente de que no había que esclavizarse con las tareas domésticas.
¿Qué tipo de ama de casa era ella?
–Lo más creativa del mundo, siempre le daba un toque personal a todo. A la pascualina le escribía Lilianita o Luisito –el nombre de mi hermano– con tiras de masa o me hacía unos vestiditos geniales porque ella bordaba. Entonces les ponía una ventanita que se abría y te encontrabas con alguna figurita, cosas así. Mi hermano y yo tuvimos una infancia fantástica. En este viaje fui a visitar mi casa de cuando era chica en Florida, una gran emoción. Mi mamá era alguien que vivía la vida poéticamente. ¿Viste que los chicos son de agarrar una hormiguita y aplastarla? Mi mamá me decía: “No, ¿no ves que la hormiguita tiene mamá y papá y la van a extrañar?” Al final, la devolvía al hormiguero... Ella nos enseñaba con mucho sentimiento a querer la naturaleza, a querernos con mi hermano. Y éste es el momento en que nos llevamos maravillosamente, es increíble cómo nos apoyamos. Pero me doy cuenta de que esos sentimientos se educan, se desarrollan.
Además, tu mamá –siempre buscando el lado luminoso y bueno de las cosas– era alguien que había sufrido muchísimo.
–Sí, justamente, como su vida había sido tan dramática ella podría haber sido o una amargada o volverse loca o reinventar todo. Y fue esto lo que hizo, se volvió muy positiva. Creo que hay mucho que me viene de ella en esto de mezclar lo real con lo ilusorio. ¿Viste cuando uno es chico que critica a los padres? Con mi hermano nos mirábamos y decíamos: “No, ya está inventando”. Y después, cuando se murió y estábamos arreglando su departamento descubrimos miles de cosas que creíamos que las había fantaseado, eran verdad. Invitaciones que decía que había recibido y encontramos...
¿Cómo reaccionó ella frente a tus primeras creaciones artísticas?
–Creo que siempre estuvo muy orgullosa. Mirá, ahora me impresiona que, a las hijas de mi hermano, yo les hago elogios parecidos a los que me hacía mi mamá, y frente a los cuales –como suelen hacer los chicos– yo reaccionaba con un poco de fastidio: “Ay, cómo me hincha”. Porque cuando una es chica, adolescente, se siente insegura, gorda, fea... Creo que en mi caso también tuvo que ver la presencia de un hermano mayor, que te puede transformar en lo más asexuado del mundo por aquello de “con mi hermana, no”. Entonces, yo no me enteré de muchas cosas a mi favor hasta después de que me casé...
Y pensar que tuviste que ir vos al rescate de ese hermano guardián, que había quedado en México y no volvía.
–Sí, me mandaron a ver qué pasaba. El estaba en una situación amorosa, muy comprometida digamos. Y me encontré allí con mi profesor de grabado que me dijo: “No, cómo vas a volver ahora a Buenos Aires, tendrías que ira Europa a ver museos. Decile a tu papá que te pague el viaje...” Me convenció, empecé a prepararme, iba a ir en barco, mirá la época: podías elegir. Le escribí a Seguí para que me esperase, pero un ex compañero de Bellas Artes, Juan Carlos Steckelman, me mandó una carta proponiéndome que pasara por Nueva York, así veía la Feria Mundial. Le hice caso, llegué a esa ciudad y al día siguiente me fui al Museo Metropolitano. Y pensé: si me quedo sólo una semana aquí, soy una tarada. Entonces, devolví el pasaje para quedarme el tiempo que fuera. Resulta que el mismo día de mi llegada hubo una fiesta y conocí a dos chicas que andaban buscando departamento. Las llamé y nos fuimos a vivir las tres juntas. Al cuarto día, averigüé dónde había un taller de grabado y como no sabía inglés –había estudiado francés–, llamaron a Luis Camnitzer para que tradujera. Y entonces me entero de que él estaba viviendo con Luis Felipe Noé, los dos con la beca Guggenheim. Nos hicimos muy amigos y después terminé casándome con Luis Camnitzer al año siguiente.
Obra femenina,
sin estereotipos
¿Fue entonces en Estados Unidos que tomaste conciencia de género?
–Sí, porque justo empezó muy fuerte el movimiento feminista. Al principio, eran estos grupos decididos a despertar, como se decía allá, la conciencia de la situación. En ese primer momento, la verdad, no me identificaba, había muchos grupos. Algunos proponían tener el mismo poder, estar en la misma posición que los hombres. Y yo me preguntaba ¿qué tal si una no está de acuerdo ideológicamente con la posición que asumen los hombres? El concepto de igualdad, en abstracto, me parecía bien, pero si lo llevamos a época actual y el modelo es Bush, no me interesa. Por otra parte, yo era una persona más bien sobria, reservada, y había una cosa agresiva en cierto feminismo que me chocaba un poco. Por supuesto estaba de acuerdo en cosas obvias como que era inaceptable que por el mismo trabajo la mujer ganara la mitad que el hombre. También la mujer tenía menos oportunidades, su opinión no era tenida en cuenta. Un grupo muy especial que siempre me interesó es el de las Guerrilla Girls, que demostraban con cifras –y lo siguen haciendo– que las mujeres artistas eran discriminadas en los museos, que la mayoría de los desnudos eran femeninos... También existía una especie de oposición entre las feministas blancas y las feministas negras, con problemáticas totalmente distintas. Y en el caso de las negras, les daba lo mismo el abuso de poder de un blanco o una blanca, siempre se trataba del amo. Yo era el otro, latina, una situación complicada. Y cada sector se iba para algún extremo porque había mucho enojo: viste como cuando una es adolescente y quiere irse de la casa y se pelea a muerte. Es la forma de liberarse, pero después todo se normaliza, se equilibra. Una cosa que siempre tuve clara era que nosotras mismas teníamos que cambiar, no boicotearnos, adquirir la suficiente autoestima. Había mucha bronca contra los hombres, pero justamente no era mi caso, por mi experiencia con mi papá, mi hermano y mi marido, a los cuales adoraba...
¿Dirías que tus ideas, tu temática, la forma de aplicar tus recursos tienen que ver con tu condición de mujer?
–Sí, yo pienso que mi obra es femenina. Quizá suene absurdo porque sé que la expresión “femenino” responde a una construcción cultural, que a algunos les hace pensar en algo más suave, en fin, en determinados estereotipos. Pero lo que a mí me parece es que existe una sensibilidad femenina, esto me lo ha señalado mucha gente. Obviamente, todos tenemos componentes femeninos y masculinos.
Artista argentina
viviendo en N.Y.
¿Qué sentimientos o emociones te provoca la actual muestra del Centro Cultural Recoleta?
–Estoy muy contenta. Me gusta el título, Fotografía y ficción. Es una muestra donde su curadora, Inés Katzenstein usó para ilustrar sus ideas obras del ‘68 hasta ahora, pero no es una retrospectiva que muestra todas las etapas. Está más cerca de la antología.
¿Cuál sería la línea narrativa de esta exposición?
–La que Inés eligió es demostrar cómo la fotografía, desde el principio es un elemento importante en la obra, no como técnica sino como concepto para llegar a lo que quiero decir. Me gusta el título porque es ambiguo, parece que encerrara una contradicción, como si la fotografía no fuese ficción. La muestra que se hizo en el ‘91 en la Fundación San Telmo sí estaba pensada como retrospectiva. En esa época la curé yo. Pero creo que la actual es la que más me gusta de todas las exposiciones que hice acá.
Vos te reivindicás como artista argentina, ¿en dónde residiría tu argentinidad?
–En mi visión, que viene de mis primeros años. Yo creo que las primeras experiencias de la infancia y la adolescencia a una la marcan para siempre. Eso por un lado. También podría suceder que una decida cortar, cambiar de idioma, negar el pasado. Pero no es mi caso: esas primeras etapas están muy vivas en mí. Aunque me encanta vivir en Nueva York y me sienta muy cómoda allá. Sin embargo, al mismo tiempo soy consciente de que soy extranjera, hablo en español. Aunque viviera 300 mil años, muchas cosas no dejarían de recordarme que soy de otro lado. Por otra parte, vengo acá y es rarísimo, como si volviera al pasado. Porque el pasado está intocado, maravilloso, y al mismo tiempo estoy en el presente. El otro día fue impresionante cuando fui a ver mi casa de cuando era chica. No es que yo la mire y empiece a evocar solemnemente el pasado... No, es como si mi mamá estuviese viva, una sensación de tiempo suspendido.
¿Tenés dos patrias aquí: el lugar donde naciste y la infancia?
–Sí, creo que por un lado está el hecho de haberme criado, educado aquí; y por otro, el no rechazar ese pasado y mantenerlo vigente.
A lo cual habría que sumar el detalle de que para vos fue una época muy feliz.
–Claro, pero supongamos que yo fuese alguien que no vivió feliz aquí y quiere olvidarse: de todas maneras, el querer negar ser argentino solamente lo puede hacer un argentino. Es decir, hay que ser argentino para no querer ser argentino. Borges decía: porque ser argentino es una fatalidad o una máscara...
Ese sentido del humor que aflora en tus obras, ese espíritu travieso, esa ironía teñida a veces de ternura o de nostalgia, ¿la reconocés como una mirada argentina?
–Bueno, también pude haber heredado el humor de mi papá, alimentado por mi hermano. En mi casa, era una práctica cotidiana.
Sin embargo, apareciste en una película dramática de tu papá, Julio Porter: Concierto para una lágrima.
–Sí, mi mamá quería a toda costa que yo actuara. Era una gordita tímida y en esa película hacía a la hermana de Olga Zubarry y tocaba Para Elisa. Pero a mí de las cosas que hizo mi papá, lo que más me gustaba era una obra de Discépolo, Blum. La habré visto mil veces. Me encantaba. Más tarde, en algún momento, mi papá dirigió el teatro Maipo, para dolor de mi madre y espanto de mi abuela. Era la época de la revista muy picante. Una noche fuimos todos y en un sketch aparecían dos tipas bien vedettes en un ascensor, y un señor les preguntaba “¿a qué piso van?”, y ellas le respondían “al cinco G”. “Pero si yo no las toqué”, decía el hombre. Mi abuela, que estaba adelante con su tapado de astracán se dio vuelta indignada: “Pero, ¿qué es esto?” (Porter apenas puede terminar la frase porque se ahoga de risa.) Y me acuerdo de estar en casa todos comiendo y mi mamá decirle a mi papá: “Julio, qué barbaridad, un poeta entre esas putas...” Era más divertido ser la hija que la mujer de Julio Porter, eso seguro. Porque mi mamá era lo contrario: a las nueve de la noche ya tenía sueño, mientras que mi papá era la noche porteña. Si abrías el ropero de él, que olía a lavanda Atkinson, te encontrabas con un montón de paquetes ya con moño y todo, porque le encantaba hacer regalos. También le gustaba mucho comer con amigos: todos los mozos, los chefs lo conocían porque él iba a la cocina. Le atraía la cosa farandulesca pero también tenía amigos fiambreros, como un alemán de Olivos, que era íntimo.
Ahora, el teatro
De tu papá, ¿te viene algo de la puesta en escena que aplicás a esos encuentros de objetos y muñecos que propiciás y que también llevaste al video?
–Mirá, cuando empecé a hacer el primer video, no lo había relacionado tanto con el cine, quería hacer algo en movimiento. Cuando busqué los elementos necesarios, tuve que ir a los negocios que quedan por el lado de Broadway y la 42. Y de golpe me di cuenta de que la gente de ese gremio se parecía tanto a la que rodeaba a mi papá... Una vez, iba por la 42 y vendían ese cosito con pizarra donde se anota cada toma, y lo compré. Estaba superemocionada, pensaba: qué increíble, estoy haciendo cine. Y ahora, lo que quiero hacer es una cosa medio teatral. Partiendo de la película, pero sumando la presencia viva de gente, junto con objetos inanimados, a ver qué pasa. Ya tengo un montón de ideas anotadas. Tiene mucho que ver con la música, que es muy importante para mí, siempre trabajo con Silvia Meyer. Fijate el caso del osito que está en la muestra, no mueve los labios ni nada, pero le ponés la música y en unos segundos se la atribuís sin problema. Querría hacer algo equivalente con personas en vivo, puede ser muy lindo. Creo que la estructura que armé de fragmentos para los videos es la única que en este momento adoptaría. No tiene nada que ver, pero me fascina Pina Bausch, esa obra donde aparece el muro de piedra y de golpe cae hacia adentro, con mucho polvo. Y sobre ese despelote empiezan a aparecer los bailarines que durante el transcurso de la pieza van quitando los cascotes. Genial totalmente.
En buena parte de tu obra se puede percibir una mirada de niña pero desde la experiencia de mujer adulta, que no quiere perder cierto espíritu lúdico. Aunque no evoques directamente, concretamente el mundo de tu infancia: esos muñecos y objetos seriados, lejos del “buen gusto” finoli, transfigurados por tu mirada fresca, sin preconceptos.
–¿Viste que cuando sos chica agarrás un objeto y enseguida te relacionás? Es una cosa inmediata. Pero ya de grande, tenés que pasar por una cosa intelectual. Si analizás cuando un chico está jugando, es impresionante cómo se maneja con metáforas. Igual que hacer arte. Entonces, como que reactivo ese mecanismo que todos alguna vez usamos. Y que de alguna manera lo seguimos haciendo en otros niveles. En lo del adorno pasan cosas raras, ya de por sí es rarísimo que exista el adorno. Y de golpe un osito al que le tomaste mucho cariño cuando eras chica, lo volvés a ver veinte años después y te conmueve. Es decir, establecés relaciones con las cosas inanimadas, al igual que con las cosas animadas. Me acuerdo cuando éramos chicos, con mi hermano hacíamos un pozo en el jardín porque queríamos encontrar el infierno, y cuando estaba un poco hondo, tocábamos y decíamos: está caliente, cuando en realidad tenía que estar cada vez más fría la tierra. Fijate lo que puede la sugestión. Y con mi hermano excavábamos un poco más, pero nos daba miedo y lo volvíamos a tapar.
¿Tuviste una educación lo suficientemente católica como para temerle al infierno?
–En realidad, teníamos unas vecinas católicas muy religiosas. Porque mi familia, de parte de mi papá es judía, y de mi mamá, ortodoxos griegos. Ambos eran ateos, pero mi hermano y yo creíamos en el infierno.
Y ahora el Papa dice que nunca existió, a buena hora.
–Sí, sí, cuando le conviene.
Volvemos al teatro que vas a hacer...
–Ay, ojalá que me salga. La primera vez que me imaginé cosas de este tipo fue en la galería Ruth Benzacar, alguien trajo una tarima el día de la inauguración y yo fantaseaba con que Ruth se paraba ahí arriba y le ponía una luz y se empezaban a escuchar cosas que hubiese sido imposible que dijera... Es decir, partir de algo conocido y agregarle otra cosa que parece que nada que ver y sin embargo se incorpora, es fantástico. Imaginate poner a Glusberg con no sé quién –gente que no puede estar junta– y que se digan cosas de amor, como si de golpe se arreglara el mundo, qué bueno sería...
Tenés mucho espíritu conciliador...
–Ah sí, eso me viene de mi mamá: me gustaría muchísimo que todos estén contentos.