MITOS
El diablo, así como lo conciben las religiones cristianas, se sirve de las mujeres, esos machos débiles e imperfectos, para operar sobre la humanidad. Aunque hay ciertos detalles que lo delatan: el olor, por ejemplo, el de la muerte y ¿adivinaron? el de la menstruación. Esta y otras perlitas se pueden encontrar en el ensayo de Robert Muchembled, Historia del Diablo. Siglo XII-XX.
› Por Soledad Vallejos
Siete eran las hijas del Diablo, como siete eran los pecados capitales. Con
dos de ellas, la Muerte y el Pecado, engendró los siete vicios de sus
relaciones incestuosas. De esos goces nacieron unos retoños (que la genealogía,
lógicamente, identifica como sus nietos), a quienes envió al mundo
con la encomiable misión de tentar a la Humanidad. Lilith, la primera
mujer que la creación divina puso sobre la Tierra (mucho antes del episodio
de Eva y las costillas, de acuerdo con el Génesis: “Y creó
Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y
hembra los creó”, Gén. 1:27) y que sólo es reconocida
–no en los mejores términos– por la tradición rabínica,
fue durante siglos considerada como su madre. (Sin embargo, su ascendencia se
remontaba, en realidad, a la pagana diosa Cibeles, madre de todos los dioses
del Olimpo y esposa de Cronos.) Desde que las prácticas y creencias paganas
empezaron a ser ferozmente combatidas por una Iglesia Católica empeñada
en ser adorada como el verdadero poder terrenal por delegación celestial,
el Diablo empezó a conocer contornos más o menos estables, a llevar
otros rostros y filtrarse en la existencia mundana de la mano de adláteres
imprescindibles. Y es que si una de las primeras estrategias para establecer
la propia identidad es nombrar y detallar la identidad del otro (el enemigo,
el diferente), la fe católica sólo podía ser construida
con cierta solidez encontrando un enemigo nombrable, identificable, pero fundamentalmente
temible, contra quien luchar y de quien salvar a sus fieles. Fue ese, claro,
el camino que, desde la Edad Media, siguieron las doctrinas cristianas y de
los incipientes Estados para definir a Occidente, el mismo que, no tan increíblemente,
dejó en su concepción del mal huellas lo suficientemente profundas
como para que todavía hoy el sentido común (inclusive el ilustrado)
se haga eco de esos sonidos en figuras y estereotipos más que habituales
y, oh, ninguna casualidad, aplicados a lo femenino y las mujeres. Es ese mismo
el camino que, con ojos atentos y el privilegio de contar con acceso a documentos
incunables en archivos centenarios, fue desandando el historiador francés
Robert Muchembled en la reciente Historia del Diablo. Siglo XII-XX (Ed. Fondo
de Cultura Económica), un interesantísimo ensayo de trasfondo
erudito que bien puede convertirse, por momentos, en un tratado de género.
Porque mientras el reino del Dios cristiano se alimentaba de luz y calor, el
del Diablo era pura oscuridad y frío glacial; Dios se valía de
ángeles y señales severas pero en el fondo amorosas (sólo
quería lo mejor para sus criaturas); el Diablo, en cambio, del pecado...
y las mujeres.
Chicas sobre escobas
Las batallas contra el paganismo y sus versiones de diablillos tan malvados
como fácilmente burlados por los humanos (una herencia de diversas religiones
menores y no tanto, como fue el caso de la romana) llevaban ya un par de siglos
de infructuosos esfuerzos por parte del clero y sus aliados. No había
con qué darle a ese espíritu lúdico y hereje con que las
prácticas populares revestían a sus versiones y sus miradas del
mal: los duendes eran parte del paisaje, sus acciones, travesuras del mundo
mágico que envolvían la cotidianeidad, lo sobrenatural convivía
como parte de una normalidad encantada sin mayores problemas para hombres y
mujeres. Fue entonces cuando la potestad papal empezó a esmerarse en
sus cruzadas antidiabólicas (empezando por la bula que en 1484 lanzara
Inocencio VIII para exhortar al clero alemán a ser más severos
en la caza de brujas), un gesto nada casualmente contemporáneo a la publicación
de primer gran tratado de la caza de brujas, el Malleus Maleficarum que en 1487
escribieron dos dominicanos con nombre de dúo cómico (Insistoris
y Sprenger). Se trataba de “aclarar el origen y desarrollo de aquello
que llamaban ‘la Herejía de las Brujas’” para culminar
con una suerte de manual: la recomendación de “el último
remedio como exterminio de esta herejía”. Habilitada como palabra
de autoridad merced a su cruza entre discurso científico (cuando la medicina,
aún, sostenía como propios los saberes populares e inclusive supersticiosos)
y religioso, este tipo de publicación solía llegar, fundamentalmente,
a un público escaso, compuesto por la elite de la elite, cuyo poder,
de todas formas, seguía revelándose incapaz de transformar las
costumbres.
Pero hacia mediados de 1500, comenzaban a recrudecer los procesos judiciales
contra las brujas, y, aunque faltaba cerca de un siglo para el ensañamiento
con las investigaciones sobre los aquelarres, el control del cuerpo y la sexualidad
diseñaban las primeras redes para apresar a todo protagonista del pecado.
El arte (tan caro al coleccionismo privado y el regodeo elitista como necesario
para la educación de pueblos analfabetos y sostenidos por culturas orales)
encontraba en las figuras de “mujeres-vicios” la manera de compendiar
los males de este mundo y las maneras de invocarlo cediendo a los impulsos lascivos
(“una cabeza o una boca sobre el vientre hacía alusión a
la sexualidad femenina voraz”), pero también se complacía
en retratar detalladamente la turgencia de las formas femeninas en su juventud
y la amenaza de la vejez con su corrupción moral y estética. En
virtud de esa íntima relación con la muerte, la mujer se acercaba,
en el mismo gesto que la asociaba con lo temible, lo sobrenatural, lo incomprensible
e incontrolable en un mundo que pugnaba por organizarse en torno de ciertos
ordenamientos más o menos unificadores. La vieja idea bíblica
según la cual la muerte se relacionaba con el pecado, el demonio y con
Eva, volvía a la carga con una fuerza inaudita, y el conjunto del Mal
se modelaba a imagen y semejanza de la religión verdadera: en lugar de
misas, aquelarres; en lugar de la casta María, las brujas libidinosas
que mantenían relaciones sexuales con el demonio. Las imágenes
eran infinitas, y los sermones desde los púlpitos apoyaban con palabras
atemorizantes lo que, en la vida cotidiana, abandonaba el terreno de lo habitual
para empezar a instalarse como rupturas. Dice Muchembled que “el acento
demonológico se puso sobre el cuerpo y sobre el sexo” en momentos
en que la concepción del cuerpo subrayaba cuánto de maléfico
e impulsivamente animal podía reinar en él (en virtud de los usos
a que fuera sometido por dueños y dueñas), y que es a partir de
entonces que el demonio se sitúa, precisamente, “en las entrañas
de la bruja, a fin de hacerle tomar conciencia de su responsabilidad abrumadora”.
Era en su cuerpo donde, tras haber aceptado al diablo como compañero
sexual, quedaban las marcas indelebles que los médicos judiciales (tras
rasurar completamente a la acusada) buscaban en las pericias. Revestido de peligro
e instrumento del mal por su debilidad constitutiva (tanto el Papado como uno
de los Concilios habían arribado a la conclusión de que el Diablo,
por más poderoso que fuera, necesitaba servirse de un cuerpo bien terrenal
y humano para sus fechorías), el cuerpo se convertía en blanco
perfecto para el proceso de “civilización de las costumbres”,
y la sexualidad femenina (en los hombres, el control apenas se limitaba a la
violencia y la disciplina) una herramienta imperdible.
Pecadoras perfumadas
Mientras se disponía la consagración de la fidelidad sexual en
el matrimonio como máxima virtud (a contramano de las tan corrientes,
y más que toleradas socialmente, aventuras fuera del lecho sacro), el
cuerpo femenino sufrió un proceso de redefinición cultural. “La
naturaleza femenina pertenecía al costado sombrío de la sombra
del Creador, más próxima al Diablo que a la naturaleza del hombre,
inspirada por Dios”. Ellas eran machos incompletos: físicamente
más débiles, espiritualmente volubles y esencialmente inconstantes.
Sólo se dejaba guiar por los impulsos de su útero: siempre bien
dispuesta a procrear, a fin de cuentas su rol en el mundo, era peligrosa por
partida doble, ya que a cada paso era capaz de arriesgar la santidad de su matrimonio
(siendo infiel) y de prestarse a las necesidades demoníacas. Las chicas,
entonces, no dejaban pecado capital con cabeza, descocadas como eran con esa
naturaleza maléfica a flor de piel, el diablo en el cuerpo era mucho
más que una metáfora. Si en esos deslices (con animales y seres
mágicos) a los que las mujeres no sabían negarse se engendraban,
de tanto en tanto, monstruos y fenómenos de circo cuya existencia se
afirmaba en relatos populares y libelos médicos, en las relaciones con
el diablo las cosas terminaban infinitamente peor: ellas morían (quemadas
en hogueras, pero también como resultado de sus malas acciones, es decir,
por enojo demoníaco).
La bruja “representaba la violación de los peores tabúes
(la mujer con posesión de saberes y con voluntad sobre su cuerpo), el
modelo de una humanidad que se desviaba completamente de Dios”, pero la
coqueta, en sus gestos vanidosos, no se quedaba atrás. El disciplinamiento
de los cuerpos (y las costumbres) acarreaba, como operación necesaria,
establecer el distanciamiento físico como norma: el progreso era alejarse
de la animalidad para acercarse a civilización, con lo cual el control
de los impulsos y todo lo que pudiera relacionar a los humanos con el reino
animal debía ser objeto de un prolijo, obsesivo borramiento. En pleno
reinado de la enseñanza de buenos modales, la vista, sentido que solamente
necesitaba de la lejanía, ganaba prestigio, mientras que el olfato, ese
resabio de las conductas primitivas, transitaba un camino oscuro. “Satanás
reinaba sobre el olfato”, y sólo el olor a santidad de los cadáveres
bendecidos por la gracia divina se salvaban de oler espantosamente mal, algo
que indicaba “a la vez la presencia del pecado y la enfermedad”.
Durante el período menstrual (y los días comunes y corrientes,
como predicaban los eruditos), adivinen quiénes olían mal de acuerdo
con los gustos exquisitos de sus contemporáneos, y si se ponían
demasiado perfume, a qué poder oscuro se acercarían las coquetas...
Ya lo decía la Biblia (en un pasaje de Isaías) al señalar
que las hijas de Sión recibían el peor de los castigos al obtener
el opuesto de lo que pedían: “Y en lugar de un dulce aroma será
un hedor”. Es que, como señala Muchembled, también “la
inhibición olfativa occidental había comenzado con una correlación
explícita entre el sexo y el perfume usado en demasía por las
mujeres”.
Cualquier parecido con mitos y publicidades actuales no es pura coincidencia.
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