Viernes, 5 de diciembre de 2014 | Hoy
Murió la dama de hierro del policial, y con ella se fue una de las grandes novelistas que dio el siglo XX. Phyllis Dorothy James, creadora de mujeres inolvidables, tenía 94 años.
Por Marisa Avigliano
La señora James murió el jueves 27 de noviembre en Oxford, la ciudad en la que nació el 3 de agosto de 1920. Cuando leí el primer obituario –renglones repiqueteados de una agencia de noticias– me di cuenta de que no tenía uno solo de sus libros. Los fui dando todos. Viva P. D. James era elogio y recomendación certera. Muerta, redobla la apuesta. No sé cuántas veces compré Sangre inocente. Phyllis, como la llamaba C.E. Feiling después de entrevistarla a comienzos de los ’90 en Buenos Aires y mientras contaba el chiste semántico que P. D. hacía sobre el bife argentino y the beefeaters (los guardianes ceremoniales de la Torre de Londres), había sido enfermera –profesión retórica para Stephen King y McEwan– y empleada en seguridad social antes de publicar su primer libro, Cubridle el rostro (1962), debut literario para el inspector y poeta Adam Dalgliesh, quijote del patrimonio poético británico y su personaje más famoso. Después, P. D. (noble por premiación de agenda social en el calendario de la reina) agregó en Un trabajo inapropiado para mujeres a una chica, la primera de todas en la troupe de los suspicaces investigadores privados y la llamó, Cordelia Gray (en 1982, Christopher Petit dirigió la versión cinematográfica, buenísima. La actriz Pippa Guard es Cordelia).
El acceso de P. D. James a la novela policial tiene, con todas las dichosas diferencias del caso, algo trágico: cierto parecido al acceso de Margaret Thatcher al poder. Quizás es un poco impertinente admitirlo, en el sentido más ancho y ajeno, pero no implica una analogía ideológica sino, apenas, una prudente lealtad a la indisciplina de clases que empezó a gestarse en Inglaterra después del después, cuando la posguerra impuso cierta consecuente cicatrización. James llega a la novela policial con la plebeyez educativa de una advenediza. Agatha Christie, Dorothy Sayers y Margery Allingham tenían linaje o fortuna (y hasta a veces las dos cosas) para que las citas, imprescindibles en un policial inglés, sonaran con la resonancia adecuada, y hasta hicieran un eco simbólico digno de isla más vasta. Quizá por eso P. D. James delegó aquel saber de claustro y cuna en la biblioteca de Adam Dalgliesh, quien parecía entonces ajustarse mejor al restringido elenco inglés. Detrás del muerto y la pesquisa había un diccionario –el mismo que P. D. tenía sobre su escritorio junto a una colección de lapiceras de tinta negra y hojas blancas– que amparaba su preocupación por las palabras justas y la tecniquería (batalla librada no sin odio por sus traductores) y una natural devoción (herencia sin testamento) por el idioma y el pulso, ricota de los hallazgos. En realidad, la sabiduría jamesiana es esa textura clase media, casi la misma que imprimiría la Dama de Hierro al aristocratismo ya de baja estofa de la Inglaterra de los eighties. P. D. participa sin otoño de la intriga ofensiva y elude a las preceptoras anteriores, sobre todo a Margery Allingham, y sigue templando, como el mejor Michael Innes (que es al que más se parece), el gusto por la armonía y por las vibraciones simpáticas. En sus novelas a secas, sin investigación (o tal vez tendría que decir sin Cordelia ni Adam), el temperamento, el talante que descose el dobladillo es el de los novelistas de su generación –Malcom Bradbury, Drabble y Byatt–, ni más ni menos. Más Byatt que Drabble por cuevera, bizantina y por bataraza. En el témpano temático de la viudez –marido médico que la Segunda Guerra Mundial dejó esquizofrénico y muerto en 1964– es pionera, es señera, y es, aunque eligiera el pato asado como manjar primero, nuestra señora de las remolachas.
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